El teatro de la memoria es uno de esos textos tan breves como precisos con sucesos reales a los que Leonardo Sciascia supo convertir en la mejor literatura.
› Por Juan Pablo Bertazza
“Deténgase, señor.” Esas fueron las dos palabras que dijo un guardián del cementerio de Turín, el 10 de marzo de 1926 a las 9 de la mañana, apenas percibió la figura de un hombre de cuarenta años que se tapaba con el gabán algo que le hacía bulto a la altura del pecho. A punto de ser alcanzado, el misterioso hombre extrajo de su ropa un jarrón de bronce y lo lanzó lejos, para luego implorarle al guardián con la voz totalmente quebrada: “No me arruine, no me arruine”. Ese fue el origen del llamado caso Bruneri/Canella, un misterio que aún hoy sigue resonando en todo el territorio italiano, en escenarios tan heterogéneos como el de la pastasciutta los domingos en familia hasta en el de los líos, tiros y cosha golda de esa mafia siciliana que tanto puso por escrito Sciascia. Desde que el ladrón de cementerio ingresó a la comisaría, alegó haberse olvidado de todo, incluso de su nombre; y cuando las autoridades lo trasladaron al manicomio, empezó a mostrar síntomas de mejoría, pero la amnesia no cedió. Los médicos deciden, entonces, publicar su fotografía en un suplemento del Corriere della Sera –periódico en el que trabajó Leonardo Sciascia– el 6 de febrero de 1927. Inmediatamente aparecieron dos mujeres para el hombre, dos Evas que lo reclamaban: la señora Canella, esposa de un prestigioso profesor de filosofía, y la señora Bruneri, señora de un ex tipógrafo y estafador que dejó varias condenas sin cumplir. Es así que, en medio del fascismo del Duce, Italia toda se divide en dos bandos opuestos: canellistas y brunerianos, dando lugar incluso a una tercera posición: la de aquellos que creían que el desconocido era una tercera persona, síntesis de las otras dos.
El 7 de abril de 1931, un tribunal confirma que el desconocido era, efectivamente, Mario Bruneri, pero aun en esa instancia gran parte de la opinión pública siguió teniendo sus dudas, sobre todo por la tenacidad que mostraban los abogados de la familia Canella, y esa confusión sobrevivió a la propia muerte del sujeto de doble identidad, ocurrida en 1941, ya que luego de su deceso los periódicos publicaron una carta en la que un alto prelado decía que, según la Iglesia, el amnésico no era Bruneri sino Canella.
En El teatro de la memoria, publicado en 1981 y acaso perdido en esa catarata interminable que es la prolífica carrera literaria de Leonardo Sciascia (fallecido en 1989), el autor, lejos de desperdiciar lo literario del tema, transforma este caso en una novela, exprimiendo desde la primera página hasta la última esa esquizofrenia, esa ambivalencia que, muchos coinciden en este punto, terminó convenciendo al propio hombre como los actores que son devorados por su personaje: “De su paso por la comisaría quedaron dos huellas, dos expedientes distintos, uno catalogado como ‘Caso de arresto de un hombre por robo en el cementerio judío’ y otro como ‘Caso de arresto de un hombre con desvaríos’”. Entre las aguas de la demencia y la expropiación navega este libro hipnótico que va siguiendo con tanta minuciosidad y astucia las alternativas de este caso, que resulta imposible de determinar cuánto sucedió en verdad y cuánto es obra del escritor, quien no deja de crear en su libro la atmósfera de esa Turín demencial –en cuya plaza Nietzsche se había vuelto loco–, ni de repasar con mano de anestesista parte de esa inmensa tradición literaria que hay en torno de la memoria, y que pasa por Proust, Luigi Pirandello y esa gran metáfora sobre el insomnio (según palabras de Borges), “Funes el memorioso”. Pero la gran maestría de Sciascia radica en dar cuenta, a partir de un hecho verídico e inverosímil, de los años de entreguerra del fascismo italiano; y lo hace de la mano de un humor denso, intelectual y atrapante.
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