En un libro que recopila ensayos sobre otros escritores y cuestiones literarias diversas, Rafael Chirbes pasa revista a la situación cultural de España.
› Por Angel Berlanga
“Luchamos contra nuestros fantasmas cuando creemos estar peleando contra una sociedad que nos asfixia. También ocurre al revés. Nos peleamos con la maraña del tiempo cuando creemos pelearnos sólo contra nuestras sombras.” Rafael Chirbes reivindica esa simbiosis impura, de entrevero, al momento de buscar definir su oficio de novelista y también a la hora de narrar, un ida y vuelta entretejido de dentro con fuera, de uno con los otros, de política y sexo, y familia y soledad. Escribir, dice, “supone una excavación en un túnel oscuro”, una práctica a ciegas que transporta a otro sitio, uno por descubrir. “No digo que el yo que escribe sea un ser inocente, sino que tiene una densidad que le otorga su tiempo y que él mismo no llega a descifrar”, propone, unos materiales que a lo largo de sus días “le han empastado el carácter”. Qué materiales: “Lecturas, experiencias, ideología, posición social, heridas, aspiraciones, derrumbes”, adelanta Chirbes una listita.
Por seguir con estas ambivalencias, es muy extraño que Chirbes siga siendo casi desconocido en la Argentina y es, a la vez, comprensible: extrañeza por la lucidez y agudeza de su escritura (como narrador, como ensayista); comprensión por su bajo perfil, su desapego y desconfianza de modas y corrientes, su incomodidad política/ideológica/literaria. Por cuenta propia, el título de este último libro de ensayos y conferencias, es una definición: su sensibilidad y entender ante una serie de temas y autores que lo atraen. El libro está dividido en cuatro partes. En la primera, “Maestros”, Chirbes alumbra el carácter de avanzada de La celestina (su originalidad formal, su vigencia), relee las obras completas de Cervantes y Galdós para situarlos a través del tiempo y compone un inquietante texto en torno a “Después de la explosión (algunos rasgos de la novela de guerra)”: Svevo, Celine, Jünger, Tólstoi, Sthendal, Dos Passos, Barbusse, Roth, Graves, los orígenes griegos. En “Contemporáneos”, se aboca a los Cuadernos de todo de Carmen Martín Gaite, y a la vocación ideológica-gourmet de Manuel Vázquez Montalbán. “Creo que fue Montalbán quien abrió la brecha gastronómica en una izquierda que, ocupada en tareas de largo alcance, había dejado desguarnecida la cotidianidad.” En esta segunda parte hay, también, comentarios sobre libros de Ignacio Aldecoa y Andrés Barba y tres textos sobre la novelística en la actualidad. “Cuando leo las declaraciones que hago a periodistas que me preguntan por el significado o las raíces de los libros que he escrito me irrito con mis propias respuestas –dice–. Al reducir la novela a unas cuantas frases, campanudas o banales, me doy cuenta de que inyecto el antídoto que las combate, porque he puesto certezas en lugar de dudas, trasluzco la satisfacción desde un deber cumplido cuando lo que en realidad vivo es la incertidumbre. Los autores hablamos demasiado. Lo que se dice en un libro ha pasado a ocupar el lugar de lo que dice el libro.”
En las dos partes finales Chirbes cuenta de su relación con Jorge Herralde y se posiciona además, en el capítulo titulado “Memorias y maniobras”, en el que desmenuza cómo, desde el poder –sobre todo durante la Transición y los gobiernos socialistas–, se reguló el caudal y el sesgo de los discursos y las narrativas sobre la Guerra Civil y el franquismo. “El salto atrás en la historia sólo nos sirve si funciona como boomerang que nos ayuda a descifrar los materiales con que se está construyendo el presente”, plantea. “En España, ser un narrador de eso que ahora llaman la memoria histórica no es llorar sobre los mártires republicanos, sino cumplir con la obligación de contar nuestro tiempo, meter el bisturí en lo que este tiempo aún no ha resuelto –o ha traicionado– de aquél.”
Muy de refilón Chirbes, en su texto sobre Vázquez Montalbán, refiere a él mismo y aquellos tiempos: cuando estuvo preso en Carabanchel, como consecuencia de su participación en “grupos de extrema izquierda”. A este valenciano le dan tirria los cínicos, los manipuladores sentimentalones y también quienes conciben la literatura como “templo sagrado”, aislado del sustrato público. Escribe: “Si digo la verdad, he escrito mis novelas por puro egoísmo, para no ahogarme, para salvarme, pero, en esa búsqueda de mi salvación, me ha guiado el convencimiento de que un escritor siempre representa, aunque lo haga a su pesar”.
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