Una disparatada muestra de literatura serbia que transcurre en un país tan irreal como casi todos.
› Por Jorge Pinedo
Mongolia no es ese país encajonado entre la ex URSS y China, de dos millones de habitantes, a razón de casi uno por metro cuadrado. Ni su capital Ulan Bator es la que figura en los mapas. Se trata de un territorio entre chaplinesco y dark donde los meteorólogos que pifian sus pronósticos son fusilados y todo producto, de un BMW a una caja de fósforos, vale cinco marcos alemanes. Paraje donde una primavera puede resultar “anticuada” tanto como un verano “excéntrico”, es lógico que los burdeles se escondan en pescaderías y viceversa. O que la actriz francesa Charlotte Rampling pase allí ocho meses al año, sin hablar con nadie y bebiendo capuchinos; los militares de alto rango se conviertan en lamas tibetanos, en fin, donde “las diferencias entre material documental y ficticio son puramente formales, aunque se favorece el ficticio, porque es más conveniente e indudablemente más próximo a la verdad”. Por lo tanto, Guía de Mongolia tampoco es una guía de Mongolia. Se trata de la primera novela del escritor serbio Svetislav Basara (Bajina Basta, 1953) traducida al castellano por la curiosa editorial unipersonal Minúscula de Barcelona. Escrita en 1991, cuando la ex Yugoslavia agonizaba despedazándose, iba a ser publicada por la editorial Svjetlost (Luz) de Sarajevo, pero la guerra lo hizo imposible, lo que tornó un tan vital como desopilante canto en una evocación de todas las víctimas. Considerada “posmoderna” por la crítica europea, Guía de Mongolia dista de cualquier “pos” tanto como anticipa abundantes “pre” y “neo”. Basara escribe como un poseso del lenguaje que huye de todo conjuro capaz de arrancarlo de esa condición, invirtiendo cínicamente el fin de la historia que: “será análogo a su principio. Es decir, de la edad histórica se pasará gradualmente a la edad mítica, y serán los personajes seudomitológicos, criaturas sin fundamento ontológico ni identidad, los que desempeñarán un papel decisivo. Los acontecimientos no serán claros y las consecuencias precederán a las causas”.
Un pobre diablo hereda de un recién suicidado amigo (“verás mundo gracias a mi muerte”) el encargo de escribir una suerte de guía turística del país de Gengis Khan, “un lugar de mierda, aunque más alejado” del “lugar de mierda donde vivo”. Una vez instalado en el principal hotel de Ulan Bator, además de la Rampling, desfila una fauna internacional a través de la cual Basara despliega historias esparcidas de tal modo que encierran multitud de breves ensayos alucinados: “... a cada habitante de Estados Unidos le correspondían exactamente doscientos treinta y siete demonios de la peor especie, a diferencia de Europa, donde por cada habitante había solo ciento veintidós, sin contar Rusia, Rumania, Bulgaria y Yugoslavia, donde apenas hay, porque allí ya han acabado su tarea y solo quedan algunos de servicio, una pura formalidad, que recorren las ciudades devastadas e inducen al mal a las escasas personas que no han sucumbido a la obsesión colectiva”.
A dos décadas de su escritura, Guía de Mongolia arriba a estas playas como un primer contacto con una literatura serbia que sorprende, inquieta y regocija. Poco importa que el mundo que describe ya no exista porque tampoco existía antes. Es un fogonazo gélido en la intrincada sinapsis de Svetislav Basara, de esos destellos que permanecen sin pasar de largo.
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