La dama de hierro
Para muchos una de las más importantes poetas argentinas vivas, Juana Bignozzi, cuya poesía reunida apareció hace dos años con el título La ley tu ley, viaja cada tanto a Buenos Aires desde la Barcelona donde vive. A continuación conversa con Radarlibros sobre el sentido de esos viajes, lo que encuentra en cada uno de ellos y su resistencia a toda forma de sentimentalismo.
› Por María Moreno
Juana Bignozzi dice que, en las vísperas de su partida a Barcelona, en donde vive desde 1974, no puede tragar. Es así en cada regreso a la patria y en cada despedida: se le atraganta. La distancia brechtiana supuestamente ajustable a una mujer de izquierdas le falla a la altura de la epiglotis, y ella termina llevándose las manos angustiadas al pecho en un gesto de grotesco criollo, ese género que ella toma con pinzas. Luego –lo sabe– no parará de llorar hasta Río de Janeiro. Juana Bignozzi es, para los cultivadores de rankings, la mayor poeta viva. Lo certifica el hecho de que su imagen haya ocupado el suplemento cultural de La Nación, a pesar de su pasado como “magnífica militante de base de un partido” y de que se queje en estos términos y en verso: “ya no hay pintores del rumor de mi clase”. También lo certifica el hecho de que haya llegado a las obras completas (La ley tu ley, Adriana Hidalgo, 2000) y, en un golpe de giro, haya limado su voz poética de un tono sentencioso y de autoironía que la crítica ha descripto como gajes de estilo, pero que ella ve como señales de alarma. Esto último en Quien hubiera sido pintada (Siesta, 2001). Pero a esos ajuste los hizo allá, en Barcelona, en la esquina de Montaner y Provenza con un fondo de tráfico pesado. Acá, Juana Bignozzi se crió en una casa cultural de Saavedra, con padres rojos, veladas en el Colón y lecturas de El crimen de la guerra de Alberdi, aunque la parra pidiera versos de Héctor P. Gagliardi y la radio dejara escapar los ¡Cathy! ¡Cathy! de Pedro López Lagar en Cumbres borrascosas. Por eso ella siempre ha tenido sobre el centro de la ciudad una mirada en perspectiva y la idea de que la fama es ser muy saludada en un bar. Como éste del cruce entre Bartolomé Mitre y Ayacucho, donde el mozo exige que le mande el diario cuando salga la nota. La mirada amorosa de Juana sobre Buenos Aires no es negadora, pero no ha comprado los anuncios mediáticos de cada vez más secuestros express y la basura como maná de los excluidos.
–Existen los conversos que lo único que hacen es contar horrores del país. Un amigo me dice: “Mi mujer ha ido a rescatar a sus padres”. “¿De dónde?”, le pregunto yo.
De Fuerte Apache...
–No precisamente. “Y han vuelto todo el viaje de vuelta vomitando”, me aclara . A mí el destino de toda esa clase media aterrorizada de que le roben la heladera no me preocupa. Muchos argentinos que viven fuera del país ahora se justifican: “Por eso no volví nunca... ¿no ves que no se puede salir a la calle?” Como antes se justificaron por lo que hicieron y no hicieron. Está toda esa picaresca de la gente que se fue. El otro día me invitaron a participar en una investigación sobre el exilio en las mujeres. Me enviaron una lista de “exiliadas” y en realidad exiliadas había dos. Porque hay exilios reales dolorosísimos, hay exilios de gente que no quiso volver, y hasta exilios conyugales. Los que se fueron mal, perseguidos, escapando, son un grupo; no es el exilio masivo que ha utilizado todo esto. Pero yo siempre aclaro que no soy una exiliada, que me fui porque pensé que a este país lo iban a gobernar los montoneros. Más que una exiliada, soy una desterrada. Y cada vez que vuelvo me entero de alguna desaparición. Por ejemplo la de Rubén Chiade. Rubén vivió el sueño de la poesía de un modo como no lo vivieron los grandes poetas, como seguramente Gelman no lo vive. Tengo que escribir sobre esa falsa ilusión. Me da envidia y me da miedo eso de morir en un espejismo, yo que vi desaparecer a tantos. Y algunos, como Chiade, persisten en la misma poesía a pesar de que no se puede escribir a los treinta años como a los setenta. Porque o no te pasó nada o es unafalacia. Si en cuarenta años no cambiaste un solo pensamiento ni un par de zapatos tendría que llegar una edad en que te entre desesperación.
Y hacerse comerciante como Rimbaud...
–Y no decir “lo que pasa es que a mí el poder nunca me toleró”. Cuando me dieron la tapa de La Nación muchos dijeron que yo siempre había escrito para La Nación. Y esto habla mal de mi inteligencia porque si fuera cierto tendría que haber llegado antes. Porque pocas poetas vivas han tenido una tapa ahí. Qué iba a pensar que iba a llegar a La Nación yo, cuando La Nación era una “vida paralela” de la nuestra. Porque en los sesenta, si eras un poco realista, no tenías ambiciones con La Nación y, menos, competencia: era simplemente otro mundo. Yo siempre pienso que hay una Juana Bignozzi que se llama de otra manera y que está escribiendo mucho mejor que yo y que un día va a publicar y yo voy a pasar un papelón. Y eso me impide ser soberbia. Mejor dicho, soy soberbia pero no soy jactanciosa.
En cierto modo se puede decir que usted tampoco cambió...
–Creo que la de mi poesía es una voz que no cambia pero que se va construyendo. Si lee mi primer libro y después Mujer de cierto orden ve que esa muchacha aprendió a escribir, a limpiar el poema de grandilocuencias, pero que tiene la misma voz.
En un reportaje dice que en Mujer de cierto orden hablaba del desencanto mucho antes de vivirlo, y de un estar de vuelta precoz. Que cuando eso sucedía realmente convenía ser más recatado en el poema.
–La juventud es trágica, y cuando se publica desde muy joven como yo, las desdichas suelen estar amplificadas. Te ha dejado un novio y ya te ponés a disertar sobre los hombres. Y al mismo tiempo pensás que no vas a sobrevivir a tanta desdicha. Pero es ahora cuando realmente sabés que no vas a sobrevivir tantas noches. Y que un final es más definitivo. En el poema “Degas”, yo hablo de “ese color lóbrego de la falsa desdicha juvenil”. Tenemos la herencia romántica del poeta muriéndose desgarrado y escupiendo sangre pero, cuando después no te morís, ni te mató tu amante ni te colgaste, te quiero ver. Tenés cuarenta años y sabés que vas a seguir escribiendo. Ahí empieza un poco el desafío.
Sorprende en Quien hubiera sido pintada una mirada muy poco colonizada. Mientras que hay poetas que parecen viajar para poder desterritorializar sus textos y en sus poemas aparece un París que funciona acríticamente como un mito de metrópoli. Pienso en Rayuela y su Bulevar Saint Michel.
–Son los poemas turísticos. Si uno empieza escribiendo “Caminaba yo por Atenas”, no tiene salida. El escenario de prestigio salva porque, por un lado, da una jerarquía, pero por el otro envejece. Las nuevas generaciones no se fascinan igual con las vanguardias que los del ‘20. “El viejo Bul Mich, la calle del mundo” de Tuñón sólo pudo ser escrito en la época en la que fue escrito. Tampoco tengo el mito de Roma, donde no viviría porque tiene un aspecto canalla del que carezco (soy de un cierto orden). Pero viviría en Florencia, donde los habitantes conviven con el arte sin desmayarse.
Varonera
En los sesenta, si se era mujer, la estrategia era cantar con voz grave, como Susana Rinaldi, incluso metafóricamente. La conquista del territorio público se expresaba en las novelas de Martha Lynch, Silvina Bullrich y Beatriz Guido al pie de la letra: la plaza, el comité, el banco. Un ademán como el de Isabel Allende en Afrodita o el de Laura Esquivel en Como agua para chocolate hubiera sido impensable en esaépoca: ir de la cocina como destino a la cocina como espacio de placer, fiesta lingüística y recuperación desde otra parte, a tono con el repliegue y el conformismo del género despolitizado y el boom de la etnia y los sentimientos. Sin embargo, los versos de Juana atraen a las damas por un “no sé qué”, y ella es la primera sorprendida.
Sus libros provocan, más allá de los lectores de poesía y de los críticos, una gran identificación en las mujeres de cierta edad. Son algo así como la autoayuda que no ayuda.
–A mí me asombra eso. Parece que logro que esas mujeres reconozcan su voz pero yo no me doy cuenta. Y suelen ser mujeres que han tenido más lucha por sus reivindicaciones o más dificultades que yo, que hablo desde un lugar más o menos sereno, porque no siento que haya tenido que luchar por mi condición de mujer. Entonces me asombro de “llegar” a una madre de familia, enamoradísima de su esposo que me dice “y ahora le doy tus libros a mi hija”. Pienso que lo que ve en mis textos es la voz callada de ella.
Nunca escribió “como mujer”. Nunca pensó en eso que ahora se llama “género”.
–Yo me crié entre hombres. Era la única mujer del grupo El Pan Duro, en los recitales y en las reuniones de célula. Al menos, hasta que tuve casi treinta años. No había entonces esta eclosión de poetas mujeres. Tal vez eso aportó el feminismo. En El Pan Duro yo no tenía amistades profundas. Eramos compañeros. No tanto con las “compañeras” de los compañeros, con las cuales parecía imposible hablar. Al grupo lo iniciaron Juan Gelman, Héctor Negro y Julio César Silvain. Después se amplió con gente que ideológicamente era militante pero no en una práctica. Yo he sido muy amiga de Eduardo Romano, de José Luis Mangieri y de Alberto Spunberg, y lo sigo siendo. Siempre he tenido amigas mujeres, pero no precisamente poetas. Ahora sí, porque todas las chicas escriben. Claro que con esto de la edición de autor publica todo el mundo. Yo nunca me pagué un libro, ni el primero. Cuando hacés una edición de autor perdés una parte del juicio porque alguien tiene que apostar por vos, decir que valés. Si te rechazan noventa editores, algo pasa.
Hacer una edición de autor es como darse una existencia decidida por uno.
–Y eso no debe ser así. A mí ya me sacaron de las manos los cuatro inéditos que tenía. Yo a eso del poeta con las gavetas llenas de poemas no lo creo. Sólo se trata de moverse con cierta dignidad. En los ‘60, tal vez yo escribía lo que las otras chicas no escribían. Estaba Fina Waschaver y nadie más. Porque Elisabeth Azcona Cranwel y Emma de Cartosio son mundos opuestos. Los hombres se han reído de la poetisa, la escritora. Cuando uno es mujer tiene que cuidarse más que un hombre, para que no se identifique a mujer poeta con un florerito de cristal con una flor adentro.
¿Nunca le aparece lo que Delfina Muschietti llama la voz mendicante?
–Yo no tengo mucha vida interior. No soy una mujer con un alma. A mí de chica me gustaba ser famosa en Buenos Aires. Y ser famosa era ser conocida como los escritores que se estudiaban en el secundario. Como Gustavo Adolfo Bécquer o Belisario Roldán. Y, por supuesto, Mario Bravo y Almafuerte. Y siempre, hasta que entra Tuñón en mi vida, leí a Rubén Darío. “Famosa” era para mí ser reconocida en los grupos literarios, que todos me saludaran en los cafés de Corrientes. Y cuando lo logré estaba contentísima. Pero después de tantos años afuera, sin hablar niescribirme con casi nadie, la obra completa me impresionó. Yo creía que tenía una ciudad perdida.
¿Usted piensa que tuvo que eludir algunas mitologías?
–Muchas de las poetas de hoy dicen que escriben para rescatar la voz acallada de la madre. En mi casa no había ningún silencio. No tuve que rescatar la voz de nadie, más bien traté de acallarla. Desde mi bisabuela en adelante, todas las mujeres de mi familia trabajaron fuera de su casa. Eran obreras textiles. Las típicas fabriqueras. Mis tías, hermanas de mi padre, también. Mi padre, que venía del anarquismo, fue fundador de FORA y después se vinculó con el Partido Comunista. Mi casa era una casa donde se hacían reuniones clandestinas. Mi madre estaba en UMA. Yo hacía de correo, le llevaba la prensa a Doña Margarita de Ponce. Tal vez yo hice la vida de un hombre.
¿Cómo se construye ese estilo que Sarlo llama “de un orden natural de la lengua”?
–Me es natural un discurso ordenado. Contra eso tengo que luchar porque constantemente tiendo a las conclusiones. A dar una máxima.
En el prólogo de La ley tu ley, Helder habla de “juicio” y “veredicto”.
–Pero el poeta tiene que dejar las cosas más abiertas. Y lo voy a lograr. Evitar la sentencia. Ahora estoy tratando de hacer finales no tan concluyentes para que no se conviertan en consignas o imperativos morales.
¿Qué queda de sus insistentes lecturas de Tuñón?
–Yo, que he sido su devota, no tengo influencia de él. Tal vez porque a pesar de que no soy feminista, él hablaba de un universo de hombres del que yo estaba excluida. ¿Cómo identificarme con eso de “Domingo de pecado en el Moulin de la Galette bailando con el pañuelo rojo de Santa Catalina”?
La marinería...
–Yo diría que era el mundo de mis tíos, en el que nunca viví. Porque si en esa mitología no tenías un papel dudoso no tenías ningún papel. Tampoco creo que tuve influencia de Gelman, que es muy vallejiano y yo nunca tuve esa marca. Es como si yo fuera, no inmune sino incapaz de aprender. En cambio creo que tengo influencia de los italianos como Eugenio Montale o de las voces de la ciudad. Como si yo en Mujer de cierto orden fuera una muchacha que caminara por la calle y escribiera la ciudad. Una ciudad que no era ni mistificada ni tanguera sino que estaba más cerca de la real.
Usted es de la generación en que era necesaria la voz recia. Era el feminismo de la igualdad. Martha Lynch no es Isabel Allende.
–La estrategia era estar en el mismo espacio de poder. Porque nunca hay que dejar la mitad de la mirada afuera. Tu juicio desde el ghetto siempre va a ser falso.
En la literatura que el mercado propone como “de” y “para” mujeres campea el erotismo. En sus poemas hay una suerte de pudor.
–Yo soy una mujer negada a los sentidos y sobre todo a hablar de eso.
¿Por puritanismo o porque el secreto forma parte de su sistema poético?
–Porque viví en una poca en que de eso no se hablaba.
Y además estaba el puritanismo del Partido Comunista.
–Que era terrible, sí. Pero de todos modos yo no tengo esa relación con la literatura. Escribo poemas que hablan de la experiencia amorosa pero los voy a romper antes de morirme porque no quiero que vean esa parte de mí que no tiene ningún interés. Es la experiencia de una mujer más. Tampoco contesto sobre ciertas cosas. Una vez una poeta mepreguntó: “¿Cómo te va en el amor?”. Y yo le dije “¿Cómo? ¡Ni sé qué me querés preguntar!”. Lo poco que me ha ido en el amor está ahí, en los poemas, y si no está ahí es que no está.
Sin embargo, tenía un padre anarquista que habría leído panfletos sobre el amor libre.
–Pero que pregonaban el amor libre como institución. No una historia de los sentidos.
Helder dice que después de Alfonsina, usted.
–Pobre. No sé cómo ha pasado. Eso sí que me impresiona y me hace ver que soy una anciana poeta. A todo esto yo nunca he visto la dulzura que encuentra la lectura escolar de Alfonsina. En ese poema en que dice “Hoy han venido a verme/ mi madre y mis hermanas./ Hace ya tiempo que yo estaba sola/ Con mis versos, mi orgullo... casi nada”, su sentido de la familia era realmente moderno. Ella no rescata el papel de una mujer lacerada, herida por el amor, sino herida pero peleadora.
¿Y cómo se salvó del alejandrismo?
–¡Por favor!
Alejandra Pizarnik es reivindicada ahora desde lugares muy diferentes. Hay una especie de unanimidad en torno de su poesía.
–Pero eso va a pasar. Algún día alguien va a leer esa poesía como el niño miró al gran duque. Es decir, cuando se trabaje sólo con los textos de Pizarnik va a volver a su verdadera dimensión. Porque ella se quedó en una especie de poesía de vanguardia adolescente que no se habría podido sostener si hubiera seguido viviendo. Cuando murió debía estar en una encrucijada respecto de su obra. Porque inteligente en la construcción de su personaje era, ya que ese personaje ha sobrevivido treinta años. Yo he tenido una amistad con Pizarnik muy agradable y fuera de este coro que tenía a su alrededor, pero ella no daba un paso sin saber adónde la iba a llevar. Estoy segura de que cuando deja de escribir por la muerte ya estaba enfrentada a su obra.
¿En qué se basaba esa amistad?
–Salíamos a comer, intercambiábamos lecturas. Cuando iba a su casa, me echaba cuando venía una poeta importante porque tenía miedo de que dijera alguna cosa inconveniente. Era una amistad por la que yo nunca entré en su universo. Una relación muy tenue.
¿Tenue?
–Cotidiana. Ni siquiera sé si ella me ha leído alguna vez. Con eso te digo todo. Igual eso no me importó nunca en una amistad. No soy de las que andan con el poema bajo el poncho. Tengo relaciones literarias y tengo amistades. A veces coinciden.
Gustos
En un reportaje publicado en el número 21 de la revista Feminaria, Juana Bignozzi cuenta a Marcela Castro y Silvia Jurovietzky que, si no se muere en Buenos Aires, se muere. Que le gustaría ser enterrada en Chacarita, adonde –sospecha– no la pondrán en la bóveda de los poetas sino cerca de Luis Sandrini. En nicho no, porque es claustrofóbica. Y que si se muere en Barcelona, resucita para tomarse el avión. Es su tono humorístico, llano, que matiza con precisiones de obrero manual, donde la teoría literaria se encarna rigurosamente en objetos materiales aunque éstos sean tropos o metafísica, un tono con que apoya esa obra de un alto grado de sofisticación.
–Quisiera ver qué está haciendo Helder desde hace tantos años. De otras personas ya sé lo que va a hacer y no me inquieta si publican ono. Me interesan Osvaldo Bossi, Walter Cassara y Mirtha Rosenberg. Porque no se trata de que te guste a vos o de que esté bien. A veces veo un libro que no es bueno, pero es un libro no bueno de “un poeta”. En otros decís acá no hay nada aunque se trate de un hombre o de una mujer que hayan escrito treinta libros. Yo admiro el voluntarismo de esa gente que publica, y todo es igual, y llena de papel el mundo.
¿El neobarroco?
–Me gusta El vespertillo de las parcas de Arturo Carrera. El neobarroco cerrado me cae muy lejos.
¿Por qué esa voz poética nunca pasa a la novela?
–Lo que me impidió ese desatino es que cuando pienso en una novela siempre me imagino sagas.
¿En este viaje encontró poesía interesante?
–Me fascina ese lenguaje duro, casi obsceno que manejan muchos muchachos como Washinton Cucurto, Martín Rodríguez o Santiago Llach. Cosas que yo nunca hubiera dicho en voz alta. Ese prosaísmo. Me interesa la marca política que hay en la poesía de Llach, la visión crítica hacia una clase. Y la densidad de Walter Cazzara u Osvaldo Bossi. Aunque a menudo no pueda seguir del todo el sentido, sé que es poesía. Porque después del neobarroco ha habido una recuperación de la voz narrativa. Pero la poesía no es un relatito.
Usted dice que en sus textos la voz autobiográfica es falsa. ¿Podría decirse que participa de una biografía colectiva?
–Yo soy muy conversadora. Es decir que hablo todo el día. Y la gente que habla todo el día nunca dice algo importante. Por eso cuando alguna una amiga me hace una confidencia me suele aclarar “a vos no hace falta decirte que no lo repitas”. Porque lo importante seguro que no lo digo. Y en la poesía pasa lo mismo. Hay cosas mías que jamás voy a decir. Por eso me salvo de hacer ese tipo de poesía desgarrada que no quiero hacer.
Sin embargo, transmite la amenaza de que algo va a ser dicho.
–Pero yo tengo siempre alrededor una cortina de ruido.
Hay mucha ironía acerca de usted misma.
–De eso me di cuenta el otro día durante una lectura. Estaba leyendo un poema que a mí me parecía solemne, casi un plomazo... Y empecé a escuchar risitas.
¿Y cómo lee?
–Como un general en jefe.