Las voces de Evita, Ava Gardner y una tercera mujer anónima y silenciosa, convergen en Jardín blanco, novela de impecable técnica narrativa acerca del exilio.
› Por Sebastian Basualdo
Si es cierto que a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos, la cita de Borges condensa la dimensión narrativa planteada en Jardín blanco. La dimensión temporal tiende a diluirse al amalgamarse tres voces femeninas en torno de un tema central: el exilio.
Una de las voces es la de Eva Duarte, fallecida hace ya muchos años, y aun sin haber sido hallado su cuerpo embalsamado, observa y le habla en tono íntimo a Juan Domingo Perón, confinado en ese apático Madrid de comienzos de los ’60. “A Héctor, que hoy recibís, le explicás que seguís sin noticias del Generalísimo Franco. Creías que te iban a recibir como amigo, no te imaginabas por nada del mundo que la cosa iba a ser así. Pero no se puede decir que te traten como enemigo, ni siquiera como indeseable. Es peor: Franco te ignora.”
Las delicadas palabras de Evita llegan desde otro costado de la realidad y no hay posibilidad alguna de que se materialicen en la vida cotidiana de un Perón todavía confuso y expectante. “Hoy es como si el pueblo hubiera perdido un brazo o una pierna. La desaparición de ese cuerpo que yo había querido preservar es una amputación inicua, Cicotta, una mutilación perfectamente odiosa.” Y el espectro de Eva dialoga consigo misma: “Tu interlocutor guardaba silencio, visiblemente emocionado. El efecto de tus palabras te dio mucha seguridad. Tenías miedo de haber perdido la práctica. Cuántas veces me lo dijiste: No hay que decir demasiado, sino sugerir, Eva, siempre: en los silencios y en el misterio viven los sueños de la gente”.
La segunda voz que surge para cimentar la estructura de Jardín blanco es la de la bellísima actriz Ava Gardner. Sus días esplendorosos de Hollywood se terminaron y, recluida en el mismo edificio donde vive Perón en las afueras de Madrid, conversa con una muchacha mientras contempla fotografías y hace de la memoria un ejercicio que resulta rotundo como un desmoronamiento: “Ahí, en el álbum azul, están mis primeras fotos, las que fueron tomadas en la época en que aún no sabía que el cine me requería”, dirá Ava Gardner sentimentalmente frágil como una copa de vino mientras los recuerdos imponen su arbitrariedad en los inicios de su carrera, las películas filmadas, su relación con Frank Sinatra y Dominguín, siempre en el tono de quien reclama con firmeza un ajuste de cuentas. Las ínfulas de quien fuera en otro tiempo una estrella del cine apenas encuentran un eco cuando pide que cada mañana amanezcan flores blancas en el jardín del departamento. “Desde que estoy acá, vi llegar a nuestro jardincito aros, flores de lis y malvarrosas. Blancas, inevitablemente. Asistí asimismo a la instalación de mundillos contra la tapia del fondo. Justino me dijo ayer que pronto iban a florecer.” Pero para la estrella nunca es suficiente. “Entonces siempre trae plantas nuevas, muy blancas”, dirá Carmina, la muchacha con quien dialoga Ava Gardner y en quien recae la tercera perspectiva como personaje central de la novela a partir de las anotaciones que realiza en su cuaderno. Será con Carmina donde los silencios, como antes las palabras en Eva Duarte o Ava Gardner, asumirán una significación plena para que lo sugestivo se torne imposibilidad: la imposibilidad de confesarse algo a sí mismo.
Delicada y sutil en el abordaje de cada una de las voces que componen Jardín blanco, y con gran dominio de la técnica narrativa, la prosa de Laura Alcoba se afianza en esta segunda novela mientras logra con íntima distancia regresar a un tema ya trabajado por la autora en esa excelente primera obra titulada La casa de los conejos.
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