El irlandés Colum McCann ganó el National Book Award 2009 con un logrado fresco sobre la ciudad de Nueva York en los años ’70. Su protagonista más sorprendente, sin embargo, son las Torres Gemelas, cruzadas por un equilibrista francés sobre un cable de acero en 1974.
› Por Omar Ramos
Para los buenos autores, seleccionar el tema de un cuento o de una novela demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. La historia les da vueltas en la cabeza casi obsesivamente, puede tratarse de una vivencia que les dejó rastros emocionales, de un texto que les impactó, de un sueño, de una noticia de los diarios e incluso se pueden basar en un personaje real. Empiezan entonces a recordar esas historias y a transformarlas en otras, ya que todo acto que supone memorar no es exacto y supone una nueva invención. Es el caso del escritor irlandés Colum McCann, quien en su novela Que el vasto mundo siga girando –por la que ha ganado el prestigioso National Book Award de 2009– describe un detallado fresco social de Manhattan a partir de la proeza de Philippe Petit, un equilibrista francés que en 1974 caminó sobre un cable la distancia entre las Torres Gemelas. Anteriormente McCann se basó en la vida de Rudolf Nureyev para la construcción del personaje de El bailarín y en otra novela, titulada Zoli, en la historia real de la poetisa gitano-polaca Bronislawa Wajs, más conocida como Papuszka.
En la novela Que el vasto mundo siga girando la acción comienza en Irlanda, donde dos hermanos viven con su madre separada. Corrigan, devoto católico, usa el pelo largo y es un admirador de San Francisco de Asís, ingresa a una orden religiosa y lo envían a los barrios marginales de Nueva York. El otro, Ciaran, se queda en Irlanda y cuando fallece su madre viaja para encontrarse con su hermano. El monje convive con prostitutas y yonquis, sumido en sus propias confusiones, se abstiene de tener sexo y sublima sus deseos terrenales en pos de una eternidad venidera. “A veces creo que son más creyentes que yo. Por lo menos están abiertas a la fe de una ventanilla bajada”, se dice. Ciaran, sin el misticismo de su hermano, se sumerge en la marginalidad, se deslumbra, pero le dice a Corrigan que podría hacer algo por los pobres en casa, en Irlanda.
McCann declaró en una entrevista que cuando escribe le gusta escuchar música, The Cowboy Junkies, una banda que, como el autor, sabe combinar lo nuevo con lo clásico. La construcción de la novela es convencional, con múltiples personajes e historias que se cruzan dentro de un realismo crudo, que por momentos desemboca en un conocido efectismo, pero convincente, a la hora de buscar la atención del lector. El lenguaje es moderno, despojado, se prioriza el vértigo, la acción permanente, a la descripción o la reflexión de los personajes que se van revelando en situaciones que se bifurcan como abanicos que ahondan en los márgenes sucios de la Nueva York de los años ’70, el doloroso fracaso de la Guerra de Vietnam, el fin del hippismo, los escándalos por el caso Watergate, las manifestaciones, el alto índice de delitos, la droga, la prostitución y el misticismo como conjuro para no sucumbir o para hacerlo de un manera menos cruenta.
Hay en la narración de la historia de los hermanos, así como también en la de una abuela que recuerda su vida en la cárcel o en el grupo de mujeres desesperadas que se reúnen para hablar de sus hijos que están en Vietnam, un lenguaje visual, como manejado por una lente que se acerca y se amplía en una acertada conjunción de planos. McCann también es un hombre de cine, y su cortometraje Everything in this Country Must fue nominado al Oscar en el 2005.
La circunstancia real y patética del hombre que camina por un cable a más de 400 metros de altura entre las Torres Gemelas, emblema del poder financiero antes de su destrucción, es un contrapunto entre su desprecio a la muerte y el que tuvieron y siguen teniendo los gobernantes que mandaron a la guerra a los jóvenes, mayormente de raza negra, y de baja condición socio-económica. Abajo del precipicio, los transeúntes asimilan al equilibrista a un suicida y, cansados de la tensión que supone el espectáculo macabro, como el de la guerra que reeditarán décadas más tarde en Afganistán e Irak, lo obligan a que salte. “No lo hagas”, gritan otros, como si todavía quedara en ellos un dejo de humanidad no reconocida. La misma que buscan esos dos artistas que se van de Nueva York al campo para escapar de las drogas farmacológicas y de las otras, las del “vasto mundo que sigue girando”, mientras se hace equilibrio a riesgo de perecer en la selva de redes de cemento.
Algunos de los personajes de McCann intentan hacer pie en un minúsculo cable o en una cornisa delgadísima hasta caer en la exasperación y terminan engrosando la franja cada vez más grande de excluidos del consumo y el endeudamiento permanente. Son la imagen del solitario acróbata, aislado, furtivo, en la búsqueda de una redención individual y quimérica. Como también la del fotógrafo que trata de encontrar grafitis en la oscuridad del subte y al salir a la calle descubre un punto negro entre dos torres. Es que nadie puede escapar a la figura de Philippe Petit, ese punto oscuro y minúsculo que vemos desde abajo y que a medida que lo observamos se va agigantando hasta convertirse en nosotros mismos, en un intento desesperado por hacer pie o caer al vacío. Es uno los mensajes que transmite esta vasta y lograda novela construida con unos personajes cuyas vidas atravesadas por la intemperie buscan afanosamente un sesgo de libertad y humanidad.
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