Julio G. Martínez fue el padre del escritor Guillermo Martínez, y también un ingeniero agrónomo que escribía sin grandes ansiedades ni preocupación por publicar. La edición de sus cuentos y relatos es una sorpresa que excede la curiosidad familiar.
› Por Juan Pablo Bertazza
Cuando hablamos de los padres, vida y literatura empiezan a parecerse. Si el círculo filial se cierra y realmente se termina de ser hijo cuando se empieza a ser padre del padre, los escritores también subvierten los términos y se transforman en creadores de sus propios progenitores: hijos que, al mismo tiempo, son precursores de su procreador. Kafka concibió en su Carta al padre las piezas de una figura déspota y autoritaria que, al parecer, poco tenía que ver con su padre real, mientras que Philip Roth, en Patrimonio, hizo del suyo uno de sus mejores personajes, un hombre vital y omnipotente que a los 86 años enviuda y se ve amenazado por un tumor.
Compilación póstuma de la obra literaria de un ingeniero agrónomo nacido en Bahía Blanca en 1928 que, a pesar de haber ganado muchos premios, se resistía a publicar en vida, Un mito familiar de Julio G. Martínez puede y debe leerse como una obra despojada de cualquier vínculo familiar. Diecinueve relatos y una nouvelle potentes, fruto de esos milagros mínimos y caseros que son lo siniestro dentro del hogar: cuentos redondos y perfectos como “Los piojos” –con un final contundente y tan visual que hace confluir a la perfección la muerte y la pobreza–, pero también relatos que mueren antes de crecer del todo (algo paradójico para quien no escribía con ansias de publicar), como “Casa pintada” o “El remanso”. Mención aparte merecen “De la violación”, un ensayo-ficción borgeano que Borges jamás hubiera escrito, en que un violador orgulloso de serlo elabora una teoría filosófica a partir de su enorme experiencia, y “El bufa”, nouvelle descarnada que cuenta la historia de un hombre que primero viola a sus amiguitos, luego se transforma en taxi boy de luxe y termina agarrándose HIV sin perder en ningún momento una rabia sin matices. El especial énfasis en la sexualidad violenta, perversa y demencial de estos textos recuerda a los escritos más hirvientes de Dalmiro Sáenz y también al Pacho O’Donnell cuentista.
Decir eso sería correcto y suficiente. Sin embargo, como la única forma de superar la tentación es sucumbiendo a ella –y además el título del libro obliga– resulta que este autor es el padre de un escritor que se volvió más conocido y –por qué no decirlo– literariamente más exitoso que él: Guillermo Martínez, quien se encargó de seleccionar los textos y también de escribir el prólogo. En ese sentido, Un mito familiar cuenta también con la invención que un hijo hace de su padre, aunque incorporando en este caso su propia ley, es decir, la voz del padre.
A pesar de que el cuento que da título al libro constituye una puerta de entrada muy pertinente –una foto perdida en un cajón obsesiona a tal punto a un viudo que, azotado por los fantasmas de la traición, decide erradicar el recuerdo de su esposa–, el relato que más habla de esto es “Los motivos del pozo”, que cuenta las sensaciones zigzagueantes que va generando en las sucesivas etapas de un hijo la actividad ritual de su padre de excavar y excavar y excavar el patio como si quisiera llegar al centro de la Tierra. Al igual que suele suceder con la figura paterna, el pozo de papá primero le inspira fascinación, luego bronca, amor y hasta nostalgia: “Al hacerme un poco mayor le perdí por completo el respeto al pozo, que sin embargo crecía sin prisa ni pausa”. Y mientras el padre sigue excavando, los efectos del pozo se reproducen y repercuten en el lector: aunque el que habla es el padre, es como si pronto escucháramos en esa voz de niño a Guillermo Martínez (quien en el prólogo confiesa que éste es, en su opinión, el mejor cuento de Julio G.), refiriéndose a su padre. Al menos, hasta que esa voz pasa a ser un poco la voz de cualquier hijo. También “El Bufa” cierra este volumen con una carta que ese ser despreciable y violento le escribe a un padre al que no conoce, y es el único momento en que hay amor en sus palabras: le cuenta que su madre le dijo que vivía en una estrella y, entonces, quiere creer en los extraterrestres para que algún día puedan traerlo.
Sin golpes bajos –así se llamaba justamente uno de los libros inéditos de Julio G.– Guillermo Martínez cierra el prólogo hablándole justamente a él: “Mucha suerte, papá, y que tengas una larga vida literaria”. Y el pozo se sigue abriendo.
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