En su segunda novela, después de la premiada El colectivo, Eugenia Almeida enfrenta el desafío de narrar la vida de unos personajes simples, a través de una prosa donde la sencillez se reviste de sensibilidad.
› Por Damian Huergo
Desde el comienzo, el personaje principal lo es por sus silencios más que por sus palabras, por su quietud más que por su movimiento, por su ausencia más que por su presencia. Quizá, sólo quizá, sea exagerado darle el papel protagónico de La pieza del fondo a este antipersonaje; pero lo cierto es que la segunda novela de Eugenia Almeida, después de su festejado debut –por la crítica local e internacional– El colectivo, lo tiene como motor de la historia o, mejor dicho, como raíz de las múltiples historias que van a arborizar alrededor suyo. El tipo en cuestión es un hombre viejo que –como tantos– está en situación de calle. Durante las tardes se sienta en un banco de plaza, en silencio, como si fuese una planta más del paisaje urbano. Para los transeúntes lo es; menos para Sofía, la moza del bar frente a la plaza. Cuando puede, a escondidas del dueño, le lleva algo de comida y se sienta a su lado. Ella le habla y él escucha, sin decir una sola palabra. Pero un día el banco está vacío. Y esa ausencia, ese agujero en el mundo de Sofía, es el hilo que Almeida tira y recorre para desenrollar el ovillo de La pieza del fondo.
La búsqueda del viejo es la excusa para que la novela empiece a rodar. Primero es trasladado a una comisaría, luego a un hospital psiquiátrico. Sin embargo, en la estrategia narrativa de Almeida los senderos no son lineales, se bifurcan. La sola presencia del viejo despierta de la modorra rutinaria a los trabajadores de ambas instituciones. Como si fuese un ritual ancestral, cada personaje que lo tiene cerca narra una historia, su historia. Para ello sólo hay un motivo: tienen quien los escuche.
En esta novela, Almeida se anima a tocar el hueso de la literatura: indaga sobre cómo contar historias y, sobre todo, pregunta de un modo sutil, invisible, si tienen razón de ser sin alguien que las escuche (o las lea). Almeida no da respuestas directas. Como Angela Pradelli en Turdera y en Combi, opta por armar una novela coral y circular donde cada personaje ensaya un modo de narrar doméstico, cotidiano. Por ejemplo el Dr. Resquén utiliza la leyenda para interpelar al auditorio en las conferencias; Sofía apela a los recuerdos de la infancia; Horacio, el enfermero, al drama pasional para contar la tragedia de Don Carlos; Miriam reconstruye y complementa chismes; y el policía Frías se vale de cierto costumbrismo para narrar su pasado.
A diferencia de cierta narrativa contemporánea que cree que un buen libro sólo se sostiene con personajes excéntricos, La pieza del fondo brilla al enfrentar la complejidad de construir personajes simples y profundos. Con pocos elementos, bien pulidos, Almeida logró una novela que les habla a las personas. Y a las personas –ella lo sabe– hay que hablarles como personas. Al igual que en El colectivo, utiliza frases cortas y precisas, para crear atmósferas íntimas cargadas de imágenes poéticas y familiares. Su prosa es adictiva; funciona como una pócima que abre los sentidos –nos hace oler el perfume de las ciruelas, tocar las arrugas de la piel, escuchar el silencio entre las palabras– y, como si fuésemos el hombre viejo, nos persuade para que nos quedemos a su lado a escucharla, hasta el final.
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