Dom 19.09.2010
libros

El Pozo y el Péndulo

En los últimos tiempos, la difusión de los libros de Mario Levrero se ha abierto lugar en Argentina y también crece su imagen desde la periferia hacia el centro de la literatura rioplatense. Cristina Siscar traza aquí un retrato del escritor y amigo al que conoció por primera vez cuando le encargaron entrevistarlo para la revista El Péndulo.

› Por Cristina Siscar

Leí por primera vez a Mario Levrero, de quien hasta entones no conocía siquiera el nombre, en un viejo número de El lagrimal trifurca, la revista rosarina que dirigía Elvio Gandolfo y que ya no sé muy bien cómo llegó a mis manos. Ahí estaba “La toma de La Bastilla o cántico por los mares de la luna”, y yo estaba en la ciudad de La Bastilla desde hacía varios años. Corría 1985; la revista era de 1974; el cuento había sido escrito en 1973. Sin embargo, en aquel momento, junto a la alegría de descubrirlo tan lejos de casa, tuve una sensación de simultaneidad con la escritura que se repetiría cada vez que leyera un texto de Levrero. Concebido por una imaginación desenfrenada, pero plasmado con una rara pericia narrativa, ese relato que enlaza y distorsiona a una velocidad vertiginosa secuencias de historias muy diversas (siniestras, eróticas, chaplinescas), parecía fluir al compás de la lectura en continuo proceso de creación. Ese es el tipo de lector que solicita Levrero: descolocado y entregado como el protagonista-narrador. Alguien que se deja llevar por el desenfado de un discurso que hace suya la lógica de los sueños, con preferencia en su versión más radical: la pesadilla. En el epílogo de El discurso vacío, él mismo concluirá que “dejarse llevar es la manera de ser el protagonista de las propias acciones”, cuando uno se ve envuelto en una maraña de acontecimientos, que son la consecuencia insalvable de hechos anteriores.

El discurso vacío, escrito veinte años después de “La toma de La Bastilla”, se va gestando, como si fuera la contracara de aquel cuento, a partir de la imposibilidad de crear ficciones. En la prosa austera de un diario íntimo, sin reservas ni escrúpulos, Levrero registra los avatares de su vida en familia, luego de haber vivido solo durante mucho tiempo. Las complicaciones domésticas, las incesantes interferencias se transforman en un enemigo pertinaz de la escritura, que para Mario Levrero surge del ensimismamiento. Sólo le quedan los ejercicios caligráficos que se impone, a razón de una o dos páginas por día, para no disgregarse por completo. No anda a la pesca de argumentos para sus novelas, sino a la pesca de sí mismo: escribe “para despertar el alma dormida y descubrir sus caminos secretos”. Y en “Apuntes de un voyeur melancólico”, un relato que también adopta la forma del diario, añade otra razón: “lo que me empuja a escribir un libro es la necesidad de darle una estructura a un entorno medio vacilante”.

Las presiones y opresiones cotidianas, los ritos que aseguran una continuidad en medio de la fragmentación, las lecturas, el tiempo que necesitaba no tanto para escribir como para llegar a escribir, solían ser también los temas que animaban sus confidencias. En esa escena que lo muestra en un altillo, tratando de concentrarse en su ejercicio zen, mientras lo acosan los ruidos, el calor asfixiante, los papeles apilados de los trabajos por hacer, nos ha dejado un vívido autorretrato.

Contrariamente a lo que haría suponer la soltura irreverente de sus narraciones, Mario no cultivaba el desparpajo ni la provocación, aunque sí la ironía para consigo mismo y los demás, que junto con una conducta caprichosa y sus ya célebres manías solía irritar incluso, de la manera en que puede hacerlo un niño, a quienes más lo querían. Marcial Souto nos presentó en 1987 y me pidió que le hiciera una entrevista para El Péndulo. Me recibió un hombre lacónico y sombrío, un solitario que imitaba la circulación casi secreta de sus libros, pero que, en cuanto entrara en confianza, se atrevería a exhibir sin pudor las facetas más cómicas de su personalidad. Fue el inicio de una cálida amistad en ese tiempo en que Mario vivía en Buenos Aires.

Kafka le había dado permiso para comunicar su visión del mundo; Felisberto Hernández lo hacía sentirse menos “raro”; con Lewis Carroll viajaba al otro lado del espejo; en Beckett, a quien estaba leyendo en esos días, encontraría a otro miembro de su familia poco numerosa. Ajeno a las disputas de mundillo literario, Mario sostenía que él no hacía literatura fantástica (usando siempre como un latiguillo la pregunta: “¿Cuáles son los cuentos fantásticos de Borges?”), al tiempo que reivindicaba “una literatura de liberación, de integración de zonas oprimidas”.

Cuando se mudó a un amplio departamento que ocupaba él solo enfrente de la Plaza del Congreso, me propuso que dirigiéramos juntos un taller literario. Por su mismo concepto de la literatura y de la tarea del escritor, Mario Levrero estaba a salvo de cualquier pretensión de erigirse en maestro y dar recetas probadas para obtener algún resultado eficaz. Pero ello no le impedía predicar con el ejemplo, en el sentido estrictamente oriental del término, es decir, en lo concerniente a la disposición moral, la entrega, la renuncia a todo lo que significara una exigencia exterior o una búsqueda de aprobación. Y, llegado el caso, lo demostraba en hechos concretos, de una manera un tanto teatral.

En el living, que por sus dimensiones parecía un salón de baile, no había más que una mesa minúscula, dos sillas (a las que se agregaban unos banquitos los días de taller) y, en una pared, la caricatura que le había hecho Sábat. Un espacio que, sin duda, predisponía a la creación. Lo que no faltaba allí era lo indispensable: el desacomodo, el estímulo de otras artes y el desconcierto. En la mitad de la clase, Mario solía anunciarme que se retiraba a su dormitorio para acostarse quince minutos exactos, al cabo de los cuales, si no regresaba, había que llamarlo. Si dormía o meditaba o ponía su mente en blanco para ver surgir las imágenes de un nuevo relato, nunca lo sabremos. Volvía con la cara de un chico que acaba de comerse un chocolate, y se ponía a fumar sin olvidarse de trazar una rayita en el paquete por cada cigarrillo que consumía, para no perder la cuenta. En la cocina apilaba los ceniceros llenos de colillas; tenía una docena, todos iguales, y no los vaciaba hasta que no se le acababa el stock.

“Yo nunca sé muy bien –nos confesó– cuándo un objeto es un objeto de afuera o cuándo expresa algo que no tiene otro lenguaje que lo exprese.” Mientras que un personaje de “Siukville” piensa en la locura “como un lugar tan cómodo y placentero, que una vez alcanzado nadie querría volver a la opacidad cotidiana, a este apego insensato a las cosas”, Mario Levrero logró la fusión de ambos órdenes. Su visión capta en la minucia la locura de lo cotidiano.

Pensando que la pereza y la falta de compañía contribuían a su retiro, y que no conocía mucho la ciudad (apenas recorría unas ocho cuadras hasta la revista de crucigramas donde trabajaba), me propuse sacarlo a la calle en más de una ocasión, con magros resultados. Terminábamos en una parrilla, una librería o un café, a cien metros de su casa. Hasta que una tarde soleada de domingo toqué el timbre del portero eléctrico y lo conminé a bajar para dar un paseo. Opuso varios argumentos, pero finalmente bajó, con pantuflas. Le sugerí ir caminando hasta Recoleta. El se dejaba llevar con aparente buen ánimo, aunque pidió que hiciéramos un alto en la plaza de Callao y Paraguay para descansar los pies. Luego siguió arrastrando sus pantuflas justo hasta el borde de Plaza Francia. Entonces, sin siquiera mirar alrededor, se detuvo, paró un taxi y me dijo que, si quería subir (es decir, si yo a mi turno me dejaba llevar), me invitaba a tomar el té en su casa. Y allí estaba de nuevo, como si no hubiera salido. Preparó un té con tostadas y lo sirvió, junto a un surtido de exquisitas mermeladas, en la mesa donde disponía ordenadamente los frasquitos de las distintas grageas que tomaba, cada una a su hora y sin falta.

En el recuerdo lo veo frente a su taza de té, pero mirando de soslayo, con un brillo malévolo en los ojos, la puerta entreabierta que comunicaba con su escritorio.

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