Entre la investigación histórica y el relato periodístico, el libro de Timothy W. Ryback explora el recorrido de Hitler como lector. Una biblioteca quizás insospechada que contiene muchos secretos y claves ocultas del desarrollo del nazismo.
› Por Martin Glatsman
El dictador que sin duda fue más famoso por quemar libros que por coleccionarlos, poseía a la edad de cincuenta y seis años una biblioteca compuesta con clásicos de la literatura universal, manuales de guerra, biografías de hombres ilustres y por supuesto El judío internacional: el principal problema del mundo (1920), del antisemita Henry Ford.
En el mismo año 1933 en que los nazis organizaron en la Bebelplatz la quema de libros más espectacular del siglo XX, el flamante canciller de la República de Weimar, Adolf Hitler, recibía de regalo la Tipología racial del pueblo alemán de Hans F. K. Günther –catedrático de la Universidad de Jena– con una dedicatoria que rezaba: “al pionero del pensamiento racial”. Este libro, como tantos otros de los mil seiscientos que se estima poseía hasta el momento de su suicidio, formaba parte de una impresionante biblioteca distribuida entre sus residencias de Munich, Berlín y Obersalzberg, su casa de la montaña. Tomando como punto de partida y sustento teórico los conceptos esgrimidos por Walter Benjamin en un texto ya clásico –Desembalando mi biblioteca (1931), Timothy Ryback– logra casi de forma detectivesca adentrarse en la difícil tarea de interpretar y descubrir algunos de los deseos y obsesiones del dictador. Y para ello realiza una inteligente y sucinta lectura de los títulos que comprendían la biblioteca personal de Hitler.
De forma hermenéutica, el investigador nos presenta un detallado análisis de los párrafos que el Führer subrayaba y de las anotaciones de puño y letra que escribía en los márgenes de los libros. O sea, nos encontramos no con una mera lista de títulos sino con una interesante reflexión acerca de su método de lectura y de los intereses conceptuales que buscaba en los libros. Ryback afirma que la biblioteca para Hitler era una fuente metafórica del saber, que leía con avidez, por lo menos un libro por noche, y que en una ocasión el dictador declaró: “Cuando uno da, también debe tomar, y yo tomo cuanto necesito de los libros”.
Ryback asegura que son pocos los ejemplares o los textos que podemos saber a ciencia cierta que hayan influido directamente en el pensamiento de Hitler, pero cabe destacar que el Führer poseía un ejemplar traducido al alemán de la obra de Madison Grand titulada: La muerte de la gran raza o la base racial de la historia europea. Publicado por primera vez en 1916 en una editorial de Nueva York, se presentaba como una contribución al campo novedoso de la eugenesia. En ese libro Hitler pudo leer con orgullo el siguiente párrafo: “El acatamiento a lo que erróneamente se considera leyes divinas y la creencia sentimental en la santidad de la vida humana impiden tanto la eliminación de los niños deficientes como la esterilización de los adultos que no tienen ninguna utilidad para la comunidad”. Pero además, los libros de la biblioteca personal de Hitler le permiten a Ryback desplazar ante el lector toda una red de colaboracionistas y acólitos, a partir de una curiosa lectura de las dedicatorias que aparecen en las primeras páginas de algunos de los libros. En este sentido, es interesante detenerse en el gastado ejemplar que Hitler poseía de Fuego y sangre de Ernst Jünger, quien se lo había enviado a Hitler con la dedicatoria: “Al Führer nacional Adolf Hitler”. “He leído todos sus libros –escribió Hitler a Jünger–. Me parece muy encomiable el valor testimonial de estos libros, pues logran transmitir como pocos la experiencia del frente.”
Entre las múltiples dedicatorias cabe destacar la expresada en los libros que Leni Riefenstahl regaló a Hitler para la Navidad de 1936, con la siguiente dedicatoria: “Mi Führer con agradecimiento y lealtad”, pero la más valiosa contribución de Leni a la biblioteca personal de Hitler fue el obsequio de una primera edición de las obras completas del filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte, publicadas en 1848. La elección del filósofo no era casual; Fichte era un buen modelo a seguir para la ideología nazi a partir de Discurso a la nación alemana, un pionero de la idea de la excepcionalidad del pueblo alemán. Ryback asegura que si bien Schopenhauer y Nietzsche presentaban teorías para que los nazis les “hincaran los dientes”, fue Fichte quien suministró una parte importante de las bases filosóficas para el nacionalismo feroz del período nazi.
Por otro lado, es bueno recordar que las ideas filosóficas de Hitler, como bien lo demuestra Ryback en su imprescindible capítulo dedicado a la “Inspiración divina”, estaban más ligadas al saber esotérico y ocultista que a la filosofía académica. En definitiva, Ryback explora, en la medida de lo posible, cómo en importantes momentos de la vida de Hitler, sus libros determinaban gran parte de sus acciones. Pero además en su libro asoma constantemente la idea del destino de los libros, a la manera de un leitmotiv wagneriano que se repite en distintas ocasiones del texto y que es la clave para comprender ese lote de libros raros que ahora se encuentran en la Biblioteca del Congreso en Washington: Habent sua fata libelli –“los libros tienen su propio destino”–.
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