El mexicano Ignacio Padilla ganó el premio Casa de América de ensayo con un inspirado texto que rastrea el rumor de las olas en las aguas literarias de América latina.
› Por Sergio Kisielewsky
¿Navegar es preciso? ¿Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar? ¿A la mar fui por naranjas cosa que la mar no tiene? ¿Te dejaron mojadita las olas que van y vienen? Las preguntas en las canciones y en los poemas pueden sucederse sin posibilidad de respuesta en este libro tocado por la sal, las orillas y los naufragios. La obra de Ignacio Padilla, escritor mexicano y polifacético, obtuvo el Premio Iberoamericano de Ensayo y Debate de Casa de América 2010 y en todo su desarrollo no puede con su inclinación y fuerte atracción por la deriva.
“Entre pinos y tumbas, el mar, que siempre recomienza”, escribió el gran poeta Paúl Valery mientras muchas ideas libertarias venían hacia estas costas desde otro lado del Atlántico con sus jacobinos a cuestas. Padilla elige, en cambio, los barquinazos en tierra firme. Una suerte de mixtura donde los estallidos se instalaron en lo sólido y en el líquido: ¿El mar tiene sexo? O como dice Gabriel García Márquez “la imaginación es un lugar donde llueve”.
Tormentas, catástrofes, inundaciones en América latina se asemejan, según el autor, a las guerras europeas. Es desde esta matriz donde Ignacio Padilla se muestra un tanto escéptico en relación al destino de nuestros pueblos. Mientras tanto, los barcos fantasmas atraviesan los textos de Borges y el estilo íntimo, confesional de Cortázar en “La isla al mediodía”. En las olas que siempre retornan en los relatos de Gabo como “El ahogado más hermoso del mundo” una suerte de rezo laico a la belleza de estas tierras, una escritura que atrapa la poesía de un plumazo. O el último viaje que emprende Florentino Ariza con Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera, un vaivén a través del tiempo recuperado para la pareja.
Una suerte de saudade donde la humedad de los cuerpos y de las aguas se toca en cada párrafo, en cada página. Puertos de navíos quietos que parecen esperar alguien que los lleve a altamar. Padilla hace escritura de las olas y se deja ver tan maravillado por el oleaje como las andanzas de los hombres de a pie. Hay algunos olvidos como la presencia del mar en la obra de Neruda, sus memorias marinas en Confieso que he vivido, algo semejante a la inmensidad cuando de chico ve llover en Temuco, algo que le abrió las puertas de la gran poesía o Estravagario, un libro con una épica, un canto de amor inconcluso. El aguacero de Vallejo alude a París pero vaya a saber si no hablaba de cuando llueve –tan poco– en Lima o en Quito a las tres de la tarde en punto. El agua como temblor. Como una cascada infinita que todo lo devora, menos los textos que quedan para nombrarla.
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