Dom 26.09.2010
libros

El hombre que fue Burgess

Bajo el título de Vacilación, vuelve una poco difundida novela de Anthony Burgess originada, tal vez, tras una resaca en la que su pulso tembló al empuñar el vaso. Una de espías con más dudas religiosas que aventuras entre países enemigos.

› Por Fernando Krapp

A algunos escritores les agrada hablar acerca de los entretelones de su cocina literaria. La metáfora culinaria es bastante floja, pero podemos reciclarla cuando hablamos de un escritor tan fanático de la comida como Anthony Burgess; quien no sólo era un regio cocinero, sino que también tocaba el piano en una banda de jazz, escribía de vez en cuando una sinfonía, redactaba guiones de cine, era un políglota, hacía estudios estructuralistas sobre el lenguaje, reseñaba libros y encarnaba, como que nadie, la versatilidad de eso que conocemos como el escritor profesional. Con semejante prontuario, Burgess no dejó de mitificar cada agujero de su vida con más literatura. El mismo escribió biografías de sus apóstoles literarios y en ellas insiste: lo que importa de una biografía es el personaje que resulta de una vida. En un pasaje de su extensa autobiografía, Anthony Burgess aseguró que una mañana, después de una noche transfigurada por un exceso de ginebra, quiso amanecerse con una nueva dosis etílica. La mano le tembló al aferrarse del vaso y su mujer (personaje muy importante en la vida de Burgess) le señaló: “You see, that’s a tremor of intent”. ¿Cuál es la relación entre esa frase poco sugerente y la novela que más tarde escribió usando ese título? Es decir, ¿qué tiene que ver una resaca con una novela sobre espías?

Vacilación. Anthony Burgess Acantilado 298 páginas

Para esta reedición de Tremor of intent, novela publicada en 1966, el traductor de Acantilado optó por resumir el título como Vacilación (existe una versión argentina de 1972, con una traducción más literal y afortunada: Trémula intención). Burgess estaba cansado de las novelas de espías que proliferaron por la década del sesenta, durante la Guerra Fría, con sus modelos de masculinidad y sus nuevos estereotipos de héroes; novelas que, aseguraba él, eran meras servidoras del imperio norteamericano, algo que un inglés a rajatabla y católico desencantado no podía tolerar. Así que tomó el toro por las astas y escribió él su propia novela sobre el género. La historia es más o menos así: Denis Hillier, un viejo espía inglés, amante de la comida y de las prostitutas, tiene que hacer una última misión para poder retirarse: rescatar a Roper, un importante científico y amigo de la infancia, que decidió cruzar del otro lado del muro para jugar a los Halcones Galácticos y conquistar el espacio. Roper detesta Inglaterra, y a Dios. Y más que nada detesta a su ex mujer tanto como la ama, así que para poder olvidarla, se muda del lado ruso para poner al servicio del partido todos sus conocimientos. Obviamente, la trama se dispara para cualquier lado y la narración se pierde en detalles delirantes descriptos con cinismo y humor: Hillier en un crucero por el Adriático compitiendo con un misterioso Rumano vendedor de información a ver quién come más de la cuenta en un banquete pantagruélico, Hillier teniendo relaciones sexuales a lo kama sutra con una mujer hindú, Hillier del lado ruso acusado por los propios rusos de ser un espía de Moscú. Es que en su afán por querer demoler la novela de espías, Burgess no cae en la parodia de John Le Carré o Ian Fleming, sino que desanda el camino de la literatura para reescribir al Chesterton de El hombre que fue Jueves (origen de la trama de espionaje en clave surrealista) y transfigurar a Vacilación en una novela de ideas.

La lucha entre el bien y el mal toma una dimensión religiosa. Los personajes hablan y hablan sobre la existencia de Dios y qué hay (o habrá) después de la muerte en contextos bastante extravagantes. Cada detalle cobra entonces una significación análoga a la idea ya implícita en el subtítulo (que por alguna razón la edición de Acantilado dejó afuera): An Escatological Spy Novel. El término “escatológico” refiere no sólo a su sentido vulgar, sino a una rama de las religiones centrada en la pregunta ¿qué va a pasar cuando todo acabe? Pregunta potenciada por el contexto nuclear de la época.

Fiel a su acérrimo catolicismo, Burgess no encuentra la respuesta en la oposición de los modelos, sino en su complementación absurda. Al no haber una dicotomía clara, un mal definido, o mejor dicho, una vacilación del mal, Hillier está predestinado a no cumplir su misión y encuentra en su búsqueda una suerte de redención liberadora de sus pecados. En fin, las ideas son así: cuestionables. Uno puede estar de acuerdo o no, o incluso puede verlas envejecer o renovarse. Lo incuestionable, una vez más, es el dominio que Burgess hace del arte de narrar que, con un estilismo soberbio desplegado sin vacilación, no deja de entretener en cada una de las oraciones disparadas con su habitual maestría.

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