Enfrentar la muerte, dejar de ser hijo, son las principales líneas del primer libro de la fotógrafa Inés Ulanovsky.
› Por Damian Huergo
Inés Ulanovsky aprendió a lidiar desde chica con las ausencias. Desde entonces, mientras se formaba como fotógrafa, éstas se volvieron una zona a indagar. En una de las fotografías que tomó para el ensayo fotográfico Fotos tuyas –basado en retratos de desaparecidos y de sus familiares en la actualidad– muestra una mesa de mármol con una grieta oscura en la mitad, que desemboca como si fuese el brazo de un río en el medio de dos sillas vacías. En la foto siguiente, sobre la misma mesa, hay decenas de fotografías desparramadas por la hermana de una de las víctimas de la represión. La grieta, sombría, profunda, presente como una cicatriz, ya no se ve en su totalidad. Las fotos la tapan. Sólo se vislumbra un tramo negro, cerca del borde. Inés Ulanovsky parece decirnos –y decirse– que tapar o cubrir las ausencias no es suficiente. Y deja implícito que lo mejor, en esos casos, es tomar la grieta como un elemento más para reconstruir la historia –personal y colectiva– en el presente, para el futuro.
En Algunas madres también se mueren, Inés Ulanovsky utiliza el mismo mecanismo narrativo –esta vez escrito, no visual– para elaborar, procesar, resignificar ese sin sentido que dejan las ausencias. En esta ocasión la autora se enfrenta con un acontecimiento de su historia personal: el fallecimiento de su madre, Marta Merkin, en 2005. Al comienzo del libro señala que ese día fue “el fin de una era”, la de ser hija de su mamá. Sin embargo, en todo final hay un principio. Y ese día, que fue una grieta que partió su vida en un antes y un después, a la vez fue el puntapié inicial para recorrer de adelante hacia atrás la vida junto a su madre.
Sin tomar la estructura de un diario personal –aunque se lo pueda leer como tal–, Ulanovsky utiliza un registro íntimo y privado que tiene la virtud de tomarse las licencias que el género le provee –rastrear en la memoria familiar, la omnipresencia del yo, abrir preguntas, opinar por arriba y por debajo de las anécdotas–, pero que no se limita a las barreras cronológicas que suelen mecanizarlo. Por el contrario, el recorrido del texto va a ir dando saltos temporales y espaciales que abarcan –entre otras cosas– su primera infancia en México, su extranjería en la Argentina con sólo seis años, el día que su mamá le dejó el legado de la fotografía, el descubrimiento del amor en los silencios y en las risas de sus padres y la vitalidad de su mamá, aun arriba de la ambulancia o en la habitación de la clínica.
El ojo cultivado durante años por la fotografía no está ausente cuando Inés Ulanovsky escribe. Las frases, breves y lacónicas, van alumbrando una imagen detrás de otra. Los capítulos, también cortos, causan la impresión de que la historia continúa desarrollándose por fuera de campo. Algunas madres también se mueren –título tomado de una notable frase suelta de uno de sus hijos– transmite la sensación de estar mirando la proyección de viejas diapositivas. Y, como las buenas historias familiares, interpela y contiene al lector por no resultarle ajena; tanto cuando narra la admiración por esa mujer que ejerció “el oficio de madre” para tantos hijos ajenos, como cuando devela el desconcierto de la hija ante la pérdida.
Inés Ulanovsky no busca llenar un espacio vacío o narrar para exorcizar un dolor. Tampoco Algunas madres también se mueren es un homenaje a una mujer extraordinaria, aunque –como atestigua Juan Sasturain en el epílogo– lo fue. Se trata más bien del modo que la autora eligió para tirar las fotos sobre la mesa vacía; para desparramarlas y volver a observarlas.
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