El arte de llorar a coro, primera novela del dramaturgo danés Erling Jepsen, sigue los pasos de Desde mi cielo y El incidente del perro a medianoche: relatos de familia contados desde el punto de vista de un chico. Un atractivo aporte a un género cercano a la memoir.
› Por Mariana Enriquez
En la última década, aparecieron muchísimas novelas exitosas contadas en primera persona desde el punto de vista de un niño que mira a su familia disfuncional y cuenta su propia desdichada vida. Tantas que casi se puede hablar de un sub-sub género: esa voz desde la infancia, extrañada y capaz de decirlo todo gracias a la desinhibición propia de la edad, permite cierto distanciamiento y una reducción del patetismo, la sordidez, el costumbrismo. Por nombrar algunas, se puede citar El curioso incidente del perro a medianoche (2003, del inglés Mark Haddon), Desde mi cielo (2002, de la norteamericana Alice Sebold), Y la familia se fue (2000, del texano Michael Kimball) o incluso El rey blanco (2005, del rumano Giorgy Dragoman). A este cuadro se le puede sumar El arte de llorar a coro (2002), primera novela –muchos críticos afirman semiautobiográfica– del dramaturgo danés Erling Jepsen, que en su momento fue llevada al cine y compitió por Dinamarca para el Oscar 2008 a mejor película extranjera, con el título de The Art of Crying, aunque no llegó a estar entre las cinco finalistas de la Academia.
El narrador de El arte de llorar a coro es Allan, un niño de 11 años, hijo del panadero de un pequeño pueblo de Jutlandia. Son los años ’70, la familia acaba de recibir su primera televisión, tienen problemas menores con sus vecinos, y cada sábado por la noche cantan todos juntos, hasta emocionarse y llorar, “canciones del cantoral de las escuelas populares y los buenos y viejos éxitos de ayer y hoy”. Durante 20 páginas, parecen una familia campesina sencilla pero feliz. Pronto, sin embargo, cambia el retrato dichoso. El panadero es un hombre abusivo, de una inestabilidad emocional muy cercana a la enfermedad mental. Cuando se deprime, después de ponerse en cuatro patas y romperse la camisa, necesita incentivos para enfrentar la vida una vez más. Uno de ellos es dormir con su hija del medio, Sanne, rebelde pero destrozada por el incesto y los tratamientos psiquiátricos a los que es sometida, porque el padre sostiene que la chica de 14 años miente. Su otro incentivo vital es decir unas palabras en los eventos sociales del pueblo: casamientos, bautismos, especialmente funerales. En los entierros, el panadero es tan elocuente (“las palabras de papá tienen poder”) que hace llorar a los presentes, recibe una inyección de autoestima y su negocio, siempre enclenque, vuelve a recibir un número sostenible de clientes.
La madre, hija de alemanes, está siempre ausente (“cada vez que ocurre algo importante, mamá o acaba de bajar al sótano o ha salido al jardín o a cualquier otro sitio. Se lo pierde casi todo”.) Así, el destinado a sostener el frágil y horrible equilibrio de la casa es el niño Allan. Que armará listas de posibles difuntos e incluso vecinos asesinables para proveer a su padre de los discursos epifánicos que necesita. Que llegará a pedirle a su hermana que vaya y duerma con el padre en el sofá, “porque si él está bien, estamos bien todos”. Que llegará al crimen, aunque no al arrepentimiento. Que conserva, a pesar de todo, un afecto sincero por su hermano mayor –que vive en la ciudad y más bien quiere mantener lejos a su familia– y por Sanne, a quien rescata de una institución mental de noche, con una carretilla. El padre, en una espiral lenta pero segura, va perdiendo la cabeza cada vez más y se vuelve un peligroso psicópata, manipulador, mentiroso, desesperado por mantener las apariencias. Más allá del tono de comedia negra y la voz canalla del amoral Allan, El arte de llorar a coro se trata del poder unificador de la negación en una familia, de cómo el esfuerzo por preservar una fachada de normalidad y taparse ojos y oídos ante los problemas puede ser la peor de las locuras.
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