Jóvenes tardíos, miembros de una generación sensible y también excesivamente reflexiva, protagonizan los cuentos del primer libro de ficción de Daniel Mundo.
› Por Gabriel D. Lerman
¿Cuál es la materia que conforma lo literario? En qué medida o momento una vivencia, una reflexión, una impresión de época se vuelve relato? ¿Es la narrativa una puesta en acto de un discurso tan imaginario, más irreal que lo real? Algunos de estos interrogantes surgen de los cuentos que Daniel Mundo ofrece en su primer libro que se presenta como de ficción. En primer lugar, porque se trata de un autor que viene del ensayo académico, de la teoría social. Sin embargo, ese rasgo no debería importar si no fuera que los personajes, las situaciones que construye Mundo se ubican en esa zona intermedia entre la autorreflexión de la escritura como reposo o como deriva desafiante, por un lado, y un marco de referencia donde la universidad, las vicisitudes laborales y personales del docente aparecen, por el otro. La novedad es que estos narradores, estos personajes, estos espacios literarios, connotan una frescura e hilaridad infrecuentes en narradores que intentan la novela universitaria, la novela del escritor o el intelectual que se piensan y se escriben. Y el acierto, largamente logrado, es que Mundo urde en toda la línea un soporte literario que puede tocar la reflexión intelectual sin abusar, y solo cuando un personaje lo pide.
Sin llegar a una versión porteña de David Lodge, hay en Mundo aspectos que rozan la indiscreción y que rompen con la rutina o la aparente sobriedad de una enunciación seria, autocontrolada. Aparecen pinceladas de antihéroes a la Martín Rejtman, acaso con un aire de intelectual más refinado, pero sobre todo está la vocación por narrar la crisis de hombres y mujeres de treinta y pico, que aun cerca de los cuarenta, la vida contemporánea los ha alojado en situaciones que parecen tener un retraso de diez años. Digámoslo mejor: es más común hoy en día que los hijos lleguen después de los treinta, que la gente trasponga los cuarenta con niños en la falda; que los replanteos vocacionales retornen furiosamente tras una aparente seguridad que una profesión, un trabajo, pueden ayudar a sostener, y que nada tenga un orden estable o ascendente ni la madurez sea la superación concatenada de peldaño alguno, sino, tal vez, la capacidad mínima de desplazarse entre pequeños capítulos contiguos de una vida incierta. Hay una gran pregunta de fondo en casi todos los relatos, y es sobre la infancia y la juventud que se fueron, que ya no están ni volverán, aunque valga la pena recuperarlas en instantes, en acontecimientos inesperados, quizás en la forma de hablar, de desear. En “Acontecimientos”, el primer cuento del volumen, el narrador dice: “No me acuerdo bien por qué, pero me acuerdo, sí, que un día me encontré sentado repensando sobre un papel todo lo que había hecho hasta ese momento. Terminé, obviamente, recordando lo que no había hecho, lo que tendría que haber hecho y no hice”. De los otros relatos de Mundo se destacan el que da título al libro, “Conocía bien la otra historia” y el simple y a la vez enigmático “Ni siquiera me dijo adiós cuando se fue”. La playa en verano, el colegio y la adolescencia, las primeras citas, los amigos, papá y mamá, la abuela, las enfermedades que pican cerca, los lugares comunes de vidas comunes, todos tópicos que van y vienen, dejando la impresión de que al cabo de unas cuantas páginas uno se encuentra con una atmósfera novelesca, donde la relación entre cada texto se entreteje progresivamente.
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