Gilles Lipovetsky afrontó en La cultura-mundo, junto a Jean Serroy, la titánica tarea del combate contra los males culturales de la era global. Lejos de los ineludibles diagnósticos de La era del vacío, las recetas propuestas no parecen innovar demasiado en el recetario ya conocido del viejo liberalismo.
› Por Hugo Salas
En los ’80, con la amplia difusión de La era del vacío, Gilles Lipovetsky se consagró como uno de los filósofos capaces de leer los cambios que el neoliberalismo mundial traía consigo. Algunas de sus categorías, en particular atentas al vínculo entre consumo e individualismo, hicieron de su obra parte ineludible de la biblioteca desde y sobre la vida posmoderna que también integran Baudrillard, Lyotard y en menor medida Marshall Berman y Gianni Vattimo (casos, estos últimos, en que se advierte una mayor relación con sólidas tradiciones anteriores).
Lamentablemente, en La cultura-mundo, escrito a cuatro manos con Jean Serroy, se extraña esa capacidad de articular novedosos puntos de vista. La propuesta, en principio, es atractiva: dar cuenta de los diversos males que aquejan y agobian al universal concreto y social de la “cultura–mundo”, entendiendo por ello el orden de cosas que, paralelo a la internacionalización de la economía, se instaura en la vida social “del universo” (si se quiere ser sucintos: la cultura de la globalización).
El primer escollo es estilístico. Parafraseando con gran fidelidad a los autores: en la hipermodernidad, el hipercapitalismo de consumo, caracterizado por una hipertrofia de la oferta, favorece el desarrollo de una hipercultura en el marco de un hipermundo hipermediático e hipertecnológico solidario de una hiperindividuación que... complota severamente contra la atención y la tolerancia del lector. Pasando esto por alto, lo que más asombra de La cultura-mundo, habida cuenta de la reputación de su autor, es el poco o nulo interés por apartarse del sentido común y hacer entrar en contradicción –siquiera por un afán polémico o efectista– sus premisas más difundidas. Así, los autores señalarán que junto con la unificación de la conciencia aparecen los problemas planetarios; la globalización une, pero al mismo tiempo aísla y genera crisis de identidad; sólo existe lo que sale en la televisión, pero la televisión supone el acceso de muchos más receptores a la información; la aparición de las nuevas tecnologías indica el paso de los medios emisores (diarios, radio, televisión) a los medios “dialogantes” como el blog. Y esta larga enumeración podría seguir.
Ahora bien, dejando de lado la devastadora medianía del análisis e ignorando que varios de sus supuestos merecerían mayor desarrollo y fundamentación (cuando no alguna especie de sostén documental), sólo queda por fondo un llamado a la política de las buenas intenciones. Los propios autores no vacilan en sostener que no se trata de hacer un diagnóstico duro sino de reconocer la aparición de una cultura específica e inédita que no hay que negar sino solamente “regular, poniendo obstáculos a sus excesos y desviaciones”.
Llega, entonces, la propuesta de un libro subtitulado Respuesta a una sociedad desorientada. ¿De qué manera podrán revertirse estos males, anularse las acciones de las “minorías peligrosas” que sumen a las democracias en la inseguridad crónica, revertir el peso de las celebridades en la esfera cotidiana? Sorpresa, sorpresa: con educación, “civilizando” a la cultura-mundo; hay que recuperar la autoridad en la escuela, devolver legitimidad al maestro y al estudiante (por ejemplo, incentivándolo a realizar videos con lo aprendido que puedan proyectarse en “alguna festividad escolar”), recuperar lo mejor de lo viejo y reconocer lo mejor de lo nuevo (por ejemplo, producir videojuegos concebidos por equipos de docentes sobre la mitología, la Edad Media o la geopolítica), establecer una nueva idea de “cultura general” que no sea enciclopédica sino que prepare a los individuos para saber qué hacer frente al gran caudal de información que encuentra en Wikipedia, replantear el lugar de la universidad, fomentar una cultura de la creatividad, volver a la vieja buena televisión cultural, recuperar la política.
Lo llamativo del caso no es sólo lo remanido de estas ideas, o la aparente falta de información de Lipovetsky y Serroy (alguien podría apuntarles, por ejemplo, que ya existen programas que incentivan a los alumnos a realizar películas y videos y participar con ellas de festivales en muchas partes del mundo; o que la mitología, la Edad Media y la geopolítica han servido ya de inspiración a juegos indudablemente más divertidos que el plomo que podría elaborar su soñado grupo de bienintencionados profesionales pedagógicos), sino que a lo largo del planteo terminan delatando su absoluta y total falta de comprensión del mismo fenómeno que describen.
En efecto, si nos encontramos frente a una nueva cultura que funciona y obliga a pensar en términos universales, mundiales o globales, ¿qué sentido puede tener una intervención diseñada en términos de lo más estrecho del Estado nación? Allí es donde la tradición francesa, nacionalista por excelencia, termina limitando a la dupla, y súbitamente la cuestión de la cultura de la “humanidad” se transforma en un problema de los ministerios y las instituciones centenarias francesas.
A tal punto es conservador y tibio el programa que no se les ocurre, por ejemplo, la idea de acabar con el sistema educativo tal como lo conocemos, o tan siquiera sus tres grandes niveles. Mucho menos, desde ya, que haya que reformular la idea de una política cultural entendida como intervención regulatoria y benefactora del Estado sobre un mercado liberado a su suerte.
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