Dom 17.04.2011
libros

Ganarse la palabra

No era la primera vez que Griselda Gambaro inauguraba una Feria del Libro, pero en 2010 estuvo a cargo nada menos que del discurso de la delegación argentina en la Feria de Frankfurt. En Al pie de página se puede leer ese discurso y también diversas intervenciones públicas realizadas por la autora desde los años ’80, a su regreso del exilio. Aquí se reproducen fragmentos de la extensa entrevista, realizada a fines del año pasado, con la que cierra ese volumen. Gambaro pasa revista a la actualidad y a nuestra historia reciente, y también reivindica la posibilidad de que un intelectual argentino opine sobre lo que acontece en el plano internacional.

› Por Angel Berlanga

La casa de Griselda Gambaro está en un rincón de Don Bosco, Gran Buenos Aires, y aunque a pocos metros ocurre el ir y venir incesante que implica el Acceso Sudeste, en este sitio hay calma y quietud. Es la tarde. Del portón enrejado que rompe la continuidad de un paredón alto y blanco, asoma –en dos patas– una pastora belga que jadea por el calor. Luego de la bienvenida, la escritora despliega ofertas para tomar algo: será café. La casa es fresca; en el living son llamativas unas cuantas ventanas apaisadas, altas, casi pegadas al techo, que su marido, el escultor Juan Carlos Distéfano, cuando aún no tenía su propio taller, dispuso de ese modo para poder trabajar en este espacio sin que la luz del sol diera directo. Por otra puerta-ventana, abierta recientemente en uno de los laterales, se ve el verde del parque. Vive aquí desde hace más de cincuenta años. Junto a las tazas, la azucarera y la Volturno, la anfitriona trae unas galletas. Una gata blanca, manchada, camina milagrosamente por entre las cosas que están encima de la mesa sin voltear nada. “Es un animal tan bello –dice–. Primera vez que tengo uno, que lo conozco de cerca.” Cantan y cantan, afuera, unos pájaros. “Empezamos cuando quieras”, propone.

Usted fue, en octubre de 2010, una de las oradoras en la inauguración de la Feria de Frankfurt. ¿Cómo resultó esa experiencia?

–Uno sabe las expectativas con las que va, es una feria con la mira puesta en la venta de derechos, en los negocios del mundo editorial. Yo creo que en nuestra Feria del Libro, incluso con todos sus defectos, uno está más cómodo y más conforme también porque es amplio el acceso del público. La Feria de Frankfurt, que dura una semana, sólo se abre al público dos o tres días, nada más. En Frankfurt no recorrí lugares donde exponían otros países, estuve más abocada al pabellón argentino, de muy buen diseño. Hubo debates, presentaciones de libros, conferencias, entrevistas a los autores. Pero en realidad la feria tiene poco que ver con la literatura “profunda”.

Su participación ahí fue un gesto fuerte en contra de eso.

–No lo había pensado. Claro, por algo fui. Sí, hablé de la literatura en su relación con el poder y la política. Al principio, cuando me invitaron, me pregunté de qué podía hablar en una feria con una presencia tan heterogénea: escritores, editores, funcionarios, políticos, la mayoría argentina y alemana, pero también minorías de otros países. Así que elegí un tema que consideré abarcativo y que, creo, tuvo repercusión. Supongo que también habrá habido gente que pensó que el discurso tenía que centrarse más en el país o en el gobierno o en la literatura argentina, pero creo que en este caso importaba hablar desde una Argentina que está en el mundo. Contra la idea europea, nosotros no estamos solamente acá, en el último rincón: estamos en el mundo. Y podemos hablar de lo que pasa en él con el mismo derecho.

Más allá del sesgo comercial, hay bastante consenso en torno de que es la feria más importante del mundo. ¿Qué sensaciones personales tuvo al haber sido elegida como oradora?

–Cierto asombro. Y después agradecimiento a Cristina Kirchner porque, bueno, me eligió de una lista de escritores y escritoras. Y no porque hubiera firmado la Carta de los Intelectuales, o porque apoyara verbalmente con manifestaciones constantes al Gobierno. Yo apoyo, pero tengo una actitud crítica. Así que me pareció un gesto que tenía que agradecer y que en este caso habla bien de la prescindencia de Cristina con respecto a quien la apoya o no, a pesar de todo lo que se dice al contrario.

Usted plantea esta idea del escritor en conflicto con la autoridad. ¿Debe ser siempre así?

–Pienso que hay una autoridad justa, tan justa que puede resultar un gusto obedecerla. No vamos a ser necios pensando que toda autoridad es detestable. Creo que “el que sabe”, detenta una autoridad natural; el maestro, por ejemplo, ante sus alumnos, cuando conoce a fondo su tarea y ejerce la autoridad del saber, de la experiencia, la que nunca humilla ni agravia. En cuanto a la idea del escritor en conflicto con la autoridad me refería, en términos generales, a la particular relación del escritor con la autoridad del Estado, que no siempre es justa, que pasa al autoritarismo con suma facilidad. Entonces se impone cierta situación de conflicto latente, porque “el decir del escritor”, salvo casos excepcionales, no es o no debería ser “el decir del Estado”. No aludo tanto a la obra del escritor, que ya por su misma naturaleza transita un camino diferente, sino al escritor como observador de la realidad social y política de su tiempo.

Aludió en ese discurso al mal del mundo. ¿Qué es para usted el mal del mundo?

–Todo lo que es gran parte de la historia presente. Todos los conflictos que se repiten constantemente, sea en Europa, Asia o Africa, producidos por el accionar de los gobiernos, por el empecinamiento en defender cuestiones de interés económico por encima de toda razón humanitaria. Tabla rasa con la gente, con los sentimientos, con los derechos. Se comprueba recorriendo la historia, se ve cuál es el mandamiento. Un sistema para mí incomprensible, empezando por la economía. ¿Quién la comprende, salvo los economistas mismos? ¿Quién comprende la existencia de los paraísos fiscales, los movimientos de dinero, el lavado, la cuestión de las hipotecas y las tasas, el desfalco de los bancos? ¿Quién comprende la quiebra de los bancos y el rescate de los gobiernos a costa de los “espaldas mojadas” de todo el mundo? Vivimos dentro de este sistema incomprensible, demasiado intrincado para nuestras cabezas comunes, y lo aceptamos aún. Claro, la gente lo único que hace es disfrutar poco y nada de los beneficios y padecer las crisis.

En términos globales, ¿ve la situación mejorando un poquito, o no?

–Más en América latina. Acá hay algunos signos que nos indican que existen posibilidades de cambio. No demasiado grandes, porque se mantienen todavía bolsones de corrupción, de pobreza extrema, de injusticia. Pero ciertas medidas globales, como la no aceptación del ALCA y la conciencia de que América latina es un continente que tiene que estar unido y tomar decisiones conjuntas, marcan cambios, progresos importantes. Eso era impensable, diría, quince o veinte años atrás. Del mismo modo que era impensable que aparecieran líderes como Lula. O como Rafael Correa en Ecuador. Incluso los gobiernos como los de Bachelet o Tabaré Vázquez, que tomaron medidas menos drásticas, dieron la impresión de que fueron honestos y eficaces en muchos sentidos. Y compartieron las decisiones en conjunto.

Al pie de página. Griselda Gambaro Norma 191 páginas

El tema de la memoria y los derechos humanos ha estado muy presente en su ideario y en su obra. ¿Qué lectura hace de la anulación de las leyes de impunidad y el encauzamiento de los juicios a represores en todo el país?

–Es lo que uno espera. En el fondo de todo deseo de justicia está que se castigue a los culpables. No hay represores “buenos” que merezcan el olvido o el perdón de sus actos. Cuando uno transita por la calle y tropieza con mucha gente desagradable, no tiene que tropezarse también con asesinos, ¿no? No importa el tiempo que haya pasado: el asesinato perdura, deja cadáveres incorruptibles. La no impunidad es uno de los aspectos que a mí me enorgullecen de la Argentina, porque creo que es el país que más ha defendido su memoria.

¿Sí, lo pone en ese rango de importancia?

–Bueno, sí. Chile, Uruguay o Brasil no han tenido los gestos que ha tenido la Justicia en la Argentina con respecto a los derechos humanos. El Nunca más ya fue un hito, aunque después se tomaran otras decisiones, felizmente derogadas, como la ley de obediencia debida. El mundo se ocupa mucho de los derechos humanos, más con declaraciones verbales que con medidas efectivas. Miremos, por ejemplo, lo que pasa en los Estados Unidos: es imposible romper el muro que los desconoce totalmente en Guantánamo. Uno no pide castigo a ciegas, y menos venganza o humillación; uno reclama juicio justo, y en nuestro país lo han tenido los acusados de la dictadura militar.

¿Cómo observa el proceso de las crisis en Europa?

–La historia y la misma actitud se repiten: proteger a los que causan el desastre y no a quienes lo padecen. Todas las medidas económicas están encaminadas en esa dirección. Si se piensa sensatamente, es imposible que se proteja al que causa el problema, y termina beneficiado. No sé de qué manera se puede luchar contra la fuerza omnipotente de un sistema que decide lo que llaman su salvación a costa de las mayorías. Pero esto es lo que la sensatez y la justicia piden: luchar contra eso.

¿Cómo percibe esa pelea aquí, puertas adentro, en el país?

–Podría decir que es una pelea franca en algunos espacios, como el de la ley de medios, y una pelea no iniciada en otros. Citaría por ejemplo la falta de control de las mineras a cielo abierto, se ignora el grado de contaminación que producen, se perciben derechos irrisorios por la explotación. Y no se han enfrentado, para sumar apoyos y no abrir un frente de conflicto, los poderes sindicales que a la vez son poderes económicos muy fuertes que presionan políticamente. Es cierto que la complejidad del entramado político es muy densa, con lo que quiero decir que esa complejidad explica que no se puedan enfrentar al mismo tiempo todas las situaciones conflictivas. De cualquier modo creo que cuando afectan el futuro del país, ya sea la enajenación del suelo, el avance del negocio de la droga o la marginalidad social, la pelea debería ser prioritaria.

Usted se exilió en 1977 y ha contado en varias entrevistas su experiencia. ¿Guarda alguna imagen que, de algún modo, sintetice el exilio?

–Guardo varias, pero la más presente es la de los exiliados latinoamericanos, en su mayoría argentinos y chilenos, que formaban largas colas durante la noche frente a las cabinas de teléfono. Solía correrse la voz de que en la ciudad había un teléfono disponible, que por lo común alguien había “pinchado” para que funcionara gratis. Hacia allí se dirigían “los sudacas”, incluyéndome, esperando con ansiedad y paciencia el momento de comunicarse con los familiares y amigos de este lado. De esas colas, aunque surgieran murmullos de conversaciones y risas, me ha quedado una imagen más bien triste. Hablaban de mucha orfandad, ¿no?

¿Qué sensaciones recuerda de cuando la Junta Militar le prohibió por decreto la novela Ganarse la muerte?

–En principio, y entre comillas, la desagradable sorpresa. Lo tomé inicialmente como una advertencia también para otros autores. Y de hecho, telefónicamente me llamaron varios autores para preguntarme si la obra que tenían entre manos, algunas a punto de publicación, podía depararles riesgos, si el tema tal o cual podía ser censurado. Y por eso me parece que los militares, al prohibir mi novela, eligieron a la persona justa, ni tan conocida como para que el hecho apareciera en los medios internacionales, ni desconocida del todo en el país.

Volvió al país mientras los militares todavía gobernaban, a fines de 1980. ¿Cómo fue que decidió regresar y cómo fueron esos primeros momentos acá?

–Así como irse fue un golpe fuerte, también fue un golpe fuerte volver. Después de seis meses de pelear conmigo misma, me había adaptado muy bien a Barcelona, donde además estaba rodeada de amigos cercanos que habían emigrado antes. Volver fue enfrentarse con muchos problemas. Incluso para mis hijos, que en Barcelona iban a un colegio de régimen bastante libre, con el pelo largo, sin uniforme... Fue duro adaptarse a la disciplina escolar de esos finales de la dictadura, que imponía el pelo corto, el silencio, no formular preguntas... en fin. Pero, bueno, también como contrapartida pude abrazar a mi madre, que ya era muy anciana, recuperé el contacto con aquella parte de la gente que aún se mantenía entera, reencontré a la gente de teatro. Creo que por las incitaciones de la gente de teatro que me seducía pidiéndome obras (se ríe), yo volví a la dramaturgia.

La mujer, la cuestión de género y las formas de la discriminación están muy presentes en su obra y su mirada, no vamos a descubrirlo acá, claro. Más allá de las variantes que puedan ofrecer los distintos ámbitos socioculturales, ¿nota, en términos generales, avances sobre el tema?

–Pero precisamente las variantes en los distintos ámbitos influyen mucho para tener un panorama general. A pesar de los avances, no podemos obviar a un país como Italia –sin entrar a considerar países de Africa o de Asia–, donde durante el largo gobierno de Berlusconi la situación de la mujer se ha degradado: objetos sexuales en la televisión y en la política, porcentaje mínimo en los puestos de trabajo, salvo en la docencia, menores sueldos, otorgamiento de cargos ejecutivos por favoritismo a mujeres sin preparación... En la Argentina la situación ha mejorado, pero todavía existen situaciones de inequidad muy flagrante.

¿Qué piensa respecto del aborto?

–El aborto es siempre un trauma, no es que una mujer lo decida como una fiesta. Yo atendería más, por causas obvias, la prevención del embarazo; pero si no queda otro remedio, el aborto se tiene que despenalizar. Irrita la hipocresía de los y las antiabortistas; es decir, ninguno levanta la voz por los chicos que se mueren por desnutrición o malas condiciones sanitarias, pero sí lo hacen por el feto, que si bien es una entidad viva, todavía no nació, con todo lo que esto significa.

Y en términos generales, ¿qué percepción social observa sobre el tema?

–Signos en algunos sectores de que es preciso discutirlo. De hecho creo que hay un proyecto de ley. Se necesita un amplio debate público y, si hay consenso sobre la ley, que se sancione rápidamente y entre en vigencia, como sucedió con la del matrimonio gay.

¿Qué lectura hace de este Gobierno?

–Yo estoy a la expectativa, lo que significa que tengo esperanzas razonables en su gestión. Creo que se tiene que cuidar, como decía Bergman, más de los amigos que de los enemigos; de los amigos peronistas que muchas veces son más peligrosos que los enemigos de la oposición. La oposición política carece por ahora de dirigentes estimables, de proyectos. Pero los dirigentes sindicales, que han concentrado demasiado poder, o los peronistas que están atentos a sus propios intereses, son de cuidado.

¿Observa a los grandes medios de comunicación como principales opositores al Gobierno?

–Uno de los principales y también de mucho peso, porque influyen en la opinión pública. En el futuro va a resultar muy interesante para sociólogos e investigadores estudiar los titulares y los textos de los diarios de esta época; también los de los adictos al Gobierno, para saber cómo se maneja “la realidad” a través de los medios. Hay que informarse con anteojos de mucho aumento para discernir dónde está la posible verdad, ¿no?

En varios de los textos del libro aparece una visión muy crítica con los políticos. Se habla por estos días de una revalorización de la política, luego de que fuera mala palabra durante mucho tiempo. En vastos sectores se la usa, aun hoy, como mala palabra.

–Todas las cosas son según el contenido; y pasa que el contenido de la política, y por lo tanto el comportamiento de los políticos argentinos, era aberrante. Como la economía, la política es una necesidad inherente a los Estados, a los pueblos y a la organización del poder. De eso no hay ninguna duda. Ahora, ¿qué se hace con esa necesidad? Es lo que uno juzga.

Bueno, no casualmente surgió aquel “que se vayan todos”.

–Claro, qué hartazgo de sus dirigentes tiene que haber en un pueblo para que se exprese tal deseo.

¿Le parece que eso ahora se ha revertido?

–Creo que sí. Y de hecho la presencia de los jóvenes durante el período de la muerte de Kirchner, ese sentimiento unánime de condolencia, marcó un cambio de actitud y fue también una intervención política. La concentración de jóvenes y no tan jóvenes se produjo por la muerte de Kirchner que, si algo era, era un político.

¿Cómo vivió la muerte de Kirchner?

–Yo estaba en Europa en ese momento, y hubiera querido estar aquí. Porque cuando pasa algo de trascendencia en el país, sea motivo de alegría o de duelo, uno quiere estar en su tierra, con los demás. Esté uno de acuerdo o no, Kirchner marcó una impronta en la política argentina, más no sea por sacar al país del desastre de 2001. Y tomó medidas acertadas, como en derechos humanos, la reorganización de la Corte Suprema, la política exterior... No sé qué hubieran hecho otros políticos. Por supuesto, prefiero a estos políticos y este gobierno a otros, de triste memoria. Pero tengo ciertas reservas, no es entrega total (se ríe). El aumento de la fortuna de los Kirchner, por ejemplo, aunque sea legal, no me parece éticamente justificable. No se pueden hacer negocios con tierras mientras uno esté en la política. Yo lamento tener que hacer este tipo de apreciación porque quisiera apoyar totalmente, pero me cuesta vencer mis reservas, en este y en otros aspectos también.

Se la percibe menos irritada con el país que una década atrás.

–Sí, creo que sí. Quizá porque comparo con la situación mundial. Todavía me irritan los problemas no resueltos o las tantas situaciones de maltrato, estupidez e hipocresía cotidianas, pero el país me irrita menos, quizá porque nuestra circunstancia ahora es diferente a otras mucho más crueles e injustas que hemos vivido. Pero no me pongo aparte. Es “mi” país, entre 40 millones de argentinos; sé que también tengo responsabilidad en lo que es.

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