En Leche derramada, Chico Buarque vuelve a mostrar que sus inclinaciones literarias están lejos del hobby del músico y compositor. Por eso, para contar la decadencia no carente de belleza de la aristocracia rural brasileña, eligió la difícil técnica del monólogo, en boca de un anciano alucinado que agoniza en una cama de hospital.
› Por Sergio Kiernan
Como los años pasan, cada vez es más difícil ver la escena fundante, pero con suerte todavía se puede. Un domingo de sol, a la tarde temprano, hay que entrar discretamente al Cipriani, que funciona de restaurante de la piscina del imperial Copacabana Palace de Río. Habrá turistas de toda laya, con la orden en común de entrar secos y con camisa al salón para servirse del notable buffet dominical. Pero entre gringos y brasileños de malla, cerca de la ventana y algo rígidos ante sus mesas, habrá también parejas muy mayores, de saco y corbata, de “traje de salir” y hasta de sombrero con velos. Se los verá alegres y esperando algo que se revela finalmente con la última pareja que llega, recibida en francés como El Señor Duque y La Señora Duquesa. Para el almuerzo tardío de domingo en el hotel más viejo que le queda a la ciudad carioca llegan los duques de Braganza, herederos del trono imperial brasileño, la sangre más azul que tienen estas Américas.
Lo que los viejos cuentan con su sola presencia es que hubo un Brasil que hoy parece un sueño, con ciudades pobladas de cúpulas negras en las que la Avenida de Mayo resultaría normal. Un Brasil que pasó a república sin cortarle el rostro a una aristocracia rural que no era figurada, como en las repúblicas vecinas, sino literal: marqueses, duques, condes con títulos floridos y sudacas que sonaban a Itamaraty, Pedras Brancas, Florestra, Caxías. Esa aristocracia también tiró manteca al techo, construyó palacios y fazendas, fue afrancesadísima y dejó recuerdos topográficos y mitos urbanos. Sus parientes pobres les dan lustre hoy a los directorios de empresas fundadas por inmigrantes.
Francisco Buarque de Hollanda, el famoso Chico Buarque de las mil canciones, vio ese mundo cuando todavía no había doblado el codo final hacia su desaparición. Paulista nativo, carioca adoptivo, le rinde un homenaje contradictorio en Leche derramada, una novela-monólogo que se recorre de punta a punta todo el temario de una clase. El ojo analítico, bien disimulado en una selva de palabras y conceptos, es impecable: el esnobismo clasista, el racismo lascivo, la pereza moral y material, el sentido de derecho adquirido frente a una realidad que cambia, el refugio en el folclore aristocrático contra la pobreza que acecha, la incomprensión del mundo, todo el arco aparece.
Y lo hace desde una cama de hospital, de hospital público que ni monjas tiene, de los que hacen que Brasil parezca en alguna cuadra un rincón africano. Eulálio Montenegro d’Assumpçao, ya centenario, delira en alguna de esas Africas cariocas, extraviado en el tiempo y confundiendo personas y épocas. Les habla, sin que sepamos muy bien a quién, a enfermeras y médicos, pacientes y visitantes, pensando que son hijos o amantes perdidas, enemigos o conocidos muertos y enterrados hace décadas. La sensación de irrealidad avanza con el transcurso de esta novela sin argumento donde, literalmente, no pasa gran cosa. Es que la memoria de los viejos puede borrar la mañana pero tiene un foco límpido en el pasado, y ahí es donde se derrama la leche de esta historia.
Los d’Assumpçao son de esas familias que siguen escribiendo el apellido a la antigua, con una “p” ya eliminada, y tienen un árbol genealógico de casi un milenio. Los Montenegro tienen menos siglos de detalle pero son todavía más ricos, con lo que el joven Eulálio nace en cuna de oro, con fazenda y palacio, casa “moderna” y cuenta bancaria, y un padre que le hace probar cocaína y putas en París, y se muere joven. Ahí comienzan los padeceres del muchacho, que descubre que la raíz de la fortuna paterna es su posición política, de diputado y abrepuertas por comisión, que él hereda y no puede sostener. Un casamiento temprano descripto con la mayor ambigüedad, con amor y lascivia, no ayuda a su carrera. La fazenda y el palacio, los coches y la casa, las tierras y los caballos de carrera van desapareciendo. Ni Eulálio ni nadie acepta la realidad de bajar gastos y pretensiones, hasta que todo termina en una casita prestada, fumando tabaco del peor y sin salir por no tener “nada digno que ponerme”.
Esta debacle aparece a brochazos, en un zigzag esclerótico, puntuado por pinchazos y rayos X, propuestas de matrimonio renovadas a la esposa perdida y encarnada en una enfermera. El final tiene su ternura, con Eulálio alucinando que su madre está presente para su momento final, con un niño en brazos que en realidad es él despidiendo a su tataratatarabuelo el general, que todavía se presentaba con títulos como Ayuda de Cámara del Rey y Camarlengo, y que murió sereno con una enfermera susurrándole al oído y tapando con la sábana “su otrora hermoso rostro”.
¿Quién murió? El recuerdo pegado al presente es la nota final de ambigüedad de este relato ambicioso que Chico Buarque eligió contar con una de las técnicas más endiabladas que existen.
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