Dom 12.06.2011
libros

El alma húngara

Nació húngaro en un pueblo habitado por magyares en Eslovaquia, y de muy chico emigró a la Argentina a causa de la Segunda Guerra Mundial. En 1977 se exilió en Canadá, donde reside desde entonces. Estas experiencias de pasaje y diáspora pueden explicar, en parte, dos hechos bastante evidentes: que su lengua literaria es el idioma de los argentinos y que acá se lo conoce poco y nada. Con la publicación de El zoológico de Dios II acaba de completar una trilogía donde la sátira, la ciencia ficción y el alma húngara (al parecer, muy similar a la argentina) se cruzan en una mezcla insólita. Aquí, una revisión de su obra y una entrevista para empezar a conocer un poco más a Pablo Urbanyi.

› Por Enrique Foffani

Todo escritor habla siempre una lengua extranjera –la idea es de Proust–, una lengua extraña que muestra su opacidad en lo que dice y lo que nombra, porque por debajo de ella se escuchan los latidos de ese corazón delator de la experiencia que termina revelando tarde o temprano su verdad. A la literatura argentina la traspasan estas lenguas extranjeras desde Pedro de Angelis y Paul Groussac, hasta llegar a Witold Gombrowicz. Por un lado, esa lengua subyacente la podemos escuchar (y leer) también en Borges, en cuya literatura el castellano se sueña muchas veces como inglés y le roba a éste precisión y laconismo, o, como ocurre con el estado de sonambulismo continuo en la escritura de Rubén Darío con respecto al francés, el idioma-fetiche con el que muchos modernistas latinoamericanos alucinaron sus experiencias poéticas con la cadencia melodiosa de la eufonía que se fue imponiendo como la marca de fábrica de sus estéticas. Pero, por otro lado, están los escritores argentinos que cambian de lengua, que eligen adscribirse a una lengua extranjera, sumergirse en las profundidades de otro idioma: Wilcock con el italiano y Bianciotti con el francés son escritores que están en las antípodas de Cortázar o Saer, quienes, pese a estar también fuera del territorio nacional, permanecieron fieles al castellano porteño el primero y al castellano santafesino el segundo.

En esta cartografía literaria, hay un escritor argentino, Pablo Urbanyi, cuya lengua materna es el húngaro pero que eligió escribir su obra narrativa en el castellano rioplatense que aprendió, de chico, a los 9 años, al llegar a Argentina. Trocó la lengua húngara (al decir de Chico Buarque en Budapest, “el único idioma del mundo que, según los demás idiomas, el diablo respeta”), por el idioma de los argentinos. El desplazamiento geográfico se corresponde con otro que podríamos resumir así: de la lengua aislada del húngaro al castellano bonaerense, idioma éste con el que Urbanyi ha entablado una relación de fidelidad inquebrantable, a juzgar por el hecho de que no lo abandona por otro, aun llevando como lleva en la actualidad más de treinta años en Canadá, lugar en el que se radica junto con su familia un año después del golpe militar de 1976, cuando decide abandonar el país en plena actividad como escritor y como periodista, por esos tiempos del diario La Opinión. Doblemente outsider, entiende que, pese a sus tres nacionalidades, la suya responde a los comportamientos de una identidad argentina, aun cuando se vuelva problemático, a la hora de las definiciones, explicar en qué consiste.

Urbanyi es un escritor extraterritorial que vive fuera del lugar de pertenencia que, a su vez, en él es un lugar de adopción y no de origen; un escritor, además, que ha sido significativamente desligado, a temprana edad, de su lengua materna, y que se sitúa al margen de las gratitudes que la prensa cultural suele otorgar algunas veces, cuando sólo tiene ojos para los escritores que están cerca.

Pareciera que Pablo Urbanyi es un escritor argentino que escribe lejos, desde lejos pero, a decir verdad, sólo en apariencia es así: escribe tan cerca de nuestra lengua y nuestro imaginario que pareciera no querer desprenderse ni por asomo de tales coordenadas, y lo hace con una tenacidad inclaudicable al asumir una entonación a veces sin nación pero resistente y tesonera a lo largo del tiempo. Lo sabemos: es en los acentos, tonadas e intensidades de la voz donde se aposenta la indefinible identidad. La inflexión de la voz es el reducto más férreo: deschava siempre, y lo hace allí donde un énfasis es parte de tu propio ser. Somos donde no estamos y estamos donde no somos, para parafrasear a Lacan a partir de Descartes. Urbanyi tiene una extraña dicción cuando habla, extraña y cristalina al mismo tiempo, y una prosa de sintaxis perfecta cuando escribe. Es una perfección ganada en base a estar siempre alerta con la lengua y sobre todo con los vaivenes inconscientes del modo como los vocablos juegan o se juegan en la concordancia, esa instancia gramatical que, debido a su origen latino, suele funcionar tan rigurosa como ávida por liberarse de las ataduras.

El zoológico de Dios II. Pablo Urbanyi Catálogos 437 páginas

SER HUMANO Y OTRAS CUESTIONES

Pablo Urbanyi pertenece a la gran tradición de los escritores satíricos tanto nacionales como internacionales. Quizá se deba a su condición extraterritorial la libertad con que se permite entrar en y salir de las grandes bibliotecas literarias, como si las fronteras no fueran un problema para él sino más bien los acicates y la voluntad de no detenerse ante ninguna valla, ninguna aduana. Desde sus dos primeras publicaciones, el libro de cuentos Noche de revolucionarios (1972) y la novela policial Un revólver para Mack (1974), su obra narrativa se halla signada, nunca resignada, por las diversas entonaciones de una crítica mordaz a la sociedad, mordaz pero nunca carente de humor: su ficción se funda en un ejercicio humanizante del humor. Pero es su tercer libro el que organiza, en verdad, toda su obra, el que le asigna un sentido estructurador que el título logra condensar: En ninguna parte. Se trata de la experiencia de anonadamiento y ninguneo del exilio, aunque ahora en la última novela que lleva por título El zoológico de Dios –aparecida en verdad, hace poco, la segunda parte que completa la trilogía–, ese no-lugar irrumpe en la voz de un narrador adulto cuando precisamente el sujeto narrado se vuelve un migrante, uno que debe abandonar su lugar de pertenencia y asumir ser y estar en ninguna parte. Esta novela, que urde lo autobiográfico sin caer en lo confesional, se construye como una ficción que rememora y pone en perspectiva temporal el recorrido de un sujeto llamado Fénix (quizás una suerte de alter ego de Urbanyi) que dejó la Europa de Este en busca de una tierra de promisión en América del Sur y al que la Historia lo vuelve a exiliar, esta vez, a América del Norte. Entre En ninguna parte (1981) y El zoológico de Dios (el tomo I, 2006 y el tomo II, 2010) hay un conjunto de obras que indagan siempre en esta misma dirección. No importa tanto la temática como el acento que Urbanyi suministra a sus ficciones y que consiste en esa mirada crítica y corrosiva que no descansa nunca, salvo para hacer humor con las esquirlas de toda la miseria humana. Ya sea lo erótico como El número 125 (2008), ya sea el buceo en la ciencia ficción como en 2058, en la corte de Eutopía (1999), ya sea el lábil límite entre lo humano y lo animal como en Silver (1994), por muchos motivos su novela más emblemática; ya sea la eutanasia como en Puesta de sol (1997), lo que estas obras ficcionalizan no es otra cosa que el desmoronamiento de la caduca noción de Humanismo; de allí la indagación constante acerca de los límites de lo humano, de los confines borrosos del devenir animal de lo humano. Urbanyi pone en cuestión el carácter humanista de lo humano, de lo que descree. Pero lo pone en cuestión porque parte de la experiencia más radical del siglo XX: la guerra y sus derivaciones más siniestras, lo que forma parte de lo vivido durante su infancia. Por eso, hay más un tono de amargura que de pesimismo y siempre bajo un lente irónico y autoparódico que registra, distante, las heridas dolorosas e imborrables de la guerra, impresas inexorablemente en el cuerpo humano entendido como blanco material por antonomasia de la violencia del siglo.

CIUDADES Y EXILIOS

Sin embargo, Urbanyi puede escribir también en la lengua sonámbula de los argentinos abandonados a la buena de Dios. Una lengua que se abandona para abandonarse a otra, como si un doble desarraigo (y un tercero si pensamos en Canadá) diseminara identidades y adhiriera sólo retazos o trozos de una memoria cultural ya rota desde siempre, imposible de reconstruir. Hay un signo que condensa el profundo desgarramiento de este escritor: nace húngaro fuera del territorio de Hungría, en un pueblo habitado por familias magyares de Eslovaquia en un cambio de banderas y soberanías que la Segunda Guerra exaspera hasta tocar paradójicamente ese punto quebradizo de lo apátrida. Este es un signo demasiado elocuente tratándose de Pablo Urbanyi: en su caso hablar de lugar es hablar, indefectiblemente, de una lengua desterritorializada, una lengua que está fuera de lugar. Fuera de la lengua, vivir es siempre sobrevivir. Y ahora con la trilogía narrativa El zoológico de Dios, que comenzó narrando la historia de un pueblo llamado Ipolyság asediado por el dilema de las múltiples nacionalidades y sometido a las sucesivas banderas surgidas de esa hostil encrucijada de la Segunda Guerra Mundial, uno se pregunta si Ipolyság no es también la alegoría de la Argentina. Porque si es posible nacer húngaro fuera de Hungría, también lo será ser argentino fuera de Argentina.

En un bar de Santa Fe y Libertad, con un grabador entre los dos, en Buenos Aires, Argentina, tiene lugar la entrevista:

Mi primera pregunta puede resultarte dolorosa. ¿Podrías comparar tus dos exilios? ¿Tiene algún sentido hacerlo?

–El primero, visto de acá, fue una especie de sueño. Mis padres me sacaron de la escuela y me dijeron que íbamos a tomar unas vacaciones muy largas. Las vacaciones implican un regreso. De modo que, luego de enterarme de que iríamos a Italia, me despreocupé y, sin tener idea del destino definitivo de ese viaje, me distraje con las novedades que iban surgiendo, mis escapadas y fantasías. No hubo opción: la guerra, los recuerdos más vívidos ya los llevaba adentro y viviendo siempre entre mayores, aprendí y me acostumbré a la soledad. Llegué a la Argentina, y en una cancha de fútbol, en el primer encuentro con niños argentinos, las primeras palabras que aprendí del castellano fueron: “Che, pibe, ¿cómo te llamás?”. Mi adaptación fue rápida: Argentina resultó un país tremendamente receptivo, sin odios al extranjero. Y Checoslovaquia y mi pueblo natal quedaron lejos; ya estaba aquí, me sentía bien y cuando definitivamente me sentí argentino, sin desgarramientos, adopté la nacionalidad. Diría que mi segundo exilio tampoco fue voluntario y decidido por mí. Fue un exilio “por las dudas”. Año ’77, trabajaba en La Opinión, que fue intervenida después del secuestro de Timerman, la policía cayó en casa buscando supuestamente a un quinielero. Yo no estaba en casa, de modo que no pude saber si era verdad. Pero con todos los desaparecidos y asesinados en La Opinión fue suficiente. Un profesor canadiense que estaba aquí me salió de garantía en la embajada de Canadá, en que, por no sentirme culpable por nada, no acepté ser llevado como exiliado y presentamos las solicitudes de emigración habituales. El primer golpe, y la conciencia plena de lo que eso significaba, fue cuando la embajada me llamó para decir que estaba aprobada nuestra solicitud. Sentí temblor en mis piernas y me quedé mudo, tanto que la secretaria o quien fuera creyó que había cortado. La historia se repite: les dijimos a nuestros hijos que íbamos de vacaciones y el sueño de la primera emigración ahora, en la segunda, resultó una pesadilla.

La trilogía El zoológico de Dios está escandida en tres ciudades (Ipolyság, Longchamps y Buenos Aires) y la ficción traza un derrotero que coincide con el de la emigración desde la Europa del Este a la Argentina.

–No hay manera en que hubiera podido elegir ni eludir el lugar donde he nacido, una vida que he vivido y sigo viviendo en lugares que no siempre elegí. Tal vez para esto valga la frase que me espetó Czeslaw Milosz cuando, después de una lectura en la Universidad de Ottawa, le pregunté por qué un Premio Nobel, si tanto le disgustaba Estados Unidos, vive allí: “¿Acaso uno puede elegir el lugar donde quiere vivir?”. No, no es una novela autobiográfica. Sí, creo que es un derrotero donde indirectamente incorporé los hechos que más me impactaron o modificaron.

ES GRANDE EL ZOOLOGICO DE DIOS

Si también lo alcanza a Urbanyi la dispersión y la diáspora de los tiempos modernos donde uno no elige dónde vivir, no menos cierto es que esta situación hace que Urbanyi cuide el castellano argentino, su lengua literaria, como si tuviera siempre que protegerla de una posible amenaza o daño irreparable. Ocurre que como escritor ha construido su casa aquí con estas palabras y estos acentos y este imaginario, aunque viva allá. Es el idioma de los argentinos. Idioma en el que desde 1977 que dejó Argentina para exiliarse en Canadá y hasta la actualidad (su talante encarnizadamente crítico dejó claro en más de una entrevista que él no compró el exilio y por supuesto tampoco lo vendió) continúa escribiendo. Y aunque el tiempo en Canadá es mayor del vivido en Argentina, su literatura insiste en ser escrita en esta lengua, aprendida a los 9 años, en las afueras sureñas de la Ciudad de Buenos Aires, en la localidad de Longchamps, una lengua de doble iniciación: en ella empezó a leer literatura y en esa misma se convirtió en escritor.

¿Qué tienen en común la cultura húngara y la argentina? Muchos escritores y artistas argentinos se mostraron interesados en describir diversas facetas del imaginario cultural húngaro: Miguel Cané, incluso hay un tango conocido “Violines gitanos”, pero también Borges, Mujica Lainez, Alejandra Pizarnik, el poema “Austria-Hungría”, de Néstor Perlongher, y otros así lo atestiguan.

–Casi me hacés reír. El idioma húngaro es un dolor de cabeza para los que estudian los géneros gramaticales, especialmente las feministas obsesivas, ya que en húngaro no existe el género. El y ella, por ejemplo, es una sola palabra para ambas personas gramaticales, en todo lo demás, tanto lo peor como lo mejor, hay puntos increíbles. Y quieras creerlo o no, de eso me di cuenta en Canadá, lugar en que de sopetón descubrí que hay culturas con características muy distintas, cosa que para mí, hasta ese momento, no pasaba de ser una charla de café, por no decir un conocimiento teórico e intelectual. Y si no me di cuenta antes, es justamente por esa razón, por esos puntos en común. La sátira, la ironía, la incredulidad, el pesimismo, son constantes en la vida cotidiana y la literatura tanto argentina como húngara. “Apostá a lo peor y vas a acertar”, es una frase válida para la mentalidad de ambas culturas.

Ni siquiera la impronta de tres nacionalidades por falta de una podrían domesticar su carácter de sujeto insobornable, incapaz de negociar una sola idea si no hay antes un convencimiento. O mejor: una convicción. Cuando abre los ojos y los mantiene abiertos sin pestañear, en actitud de escucha, esperando con suma atención la respuesta del interlocutor, uno tiene la sensación de que todo su cuerpo se ha concentrado de pronto allí, en la mirada escrutadora que suspende toda otra acción, incluso la de respirar. Pablo Urbanyi presta oídos a todo lo que se dice. No deja escapar una sola palabra y las sigue recordando, incluso, mucho después, cuando la charla ya ha tomado irremediablemente otro rumbo. Es insobornable pero en absoluto autocomplaciente: de allí que el humor, la sátira, la burla y la parodia sean los caminos más transitados por este escritor extraterritorial, que vive fuera del lugar de pertenencia. Por esta razón El zoológico de Dios no es solamente la novela de un narrador que pasa revista a un trayecto personal, sino también y sobre todo es la construcción de una metáfora del punto negro del siglo XX: la guerra. Le pregunto si la novela entonces no sería una metáfora de la humanidad, de su arista más oscura y siniestra. Y le recuerdo que Silver es como la contrapartida de esta última, porque si en aquélla se leía más bien un devenir hombre del animal, ahora en ésta parece ser al revés: el mundo como zoológico apela más a una infrahumanización, a la idea de una pérdida definitiva e irreversible de lo humano.

–Sin querer ser pretencioso, cosa ésta fácil en los “creadores” entre comillas, incluyéndome a mí mismo, no veo ninguna razón por la que no podríamos tomarla como una metáfora de la humanidad. Por otra parte, ese título está inspirado en la sabiduría popular. Al encontrarme frente a tantas páginas, y pensando en una posible futura y lejana saga, no supe qué título poner al primer libro cuando oí una sentencia en húngaro: “Es grande el zoológico de Dios”, que no es más que una variante de: “Hay de todo en la viña del Señor”. A falta de una fe firme, a la pérdida de una proyección hacia el futuro, posiblemente busqué en el pasado. Acaso, de manera indirecta, más que rescatarlo, darle un sentido a ese pasado. Es una suposición, claro, pero el impulso existió. Quizá valga la pena señalar que en este caso, la Segunda Guerra Mundial, más que la desaparición conjunta de hombre y Dios fue la pérdida de la niñez y la muerte de Dios. Y por último, si alguna vez soñé con la catarsis, fue un sueño vano. Una vez que se te metió la guerra en el cuerpo, te invade alma y espíritu para siempre.

¿Esta experiencia extraterritorial es vivida al fin como un destino o más bien se trata del estado ideal que todo escritor desea alcanzar, esto es, el de pulverizar el espacio nacional para dejar paso sólo a la Obra, un espacio literario concebido como absoluto? En otras palabras, ¿le sirve de algo la Nación a un escritor para escribir su obra?

–No creo en lo primero. A pesar de que muchos escribieron su obra fuera de su Nación, ineludiblemente la Nación es un punto de referencia aunque esté en las antípodas. Yo no me puedo imaginar otro lector al que le escribo que no sea un argentino. Y si bien, al conocer tres idiomas y tratar de traducir ciertas palabras o expresiones, me encuentre ante una imposibilidad, eso no quiere decir que en castellano no pueda, si no expresar todo, por lo menos sugerir lo esencial.

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