Hebe Uhart es una cronista atípica. Viajera y escritora, no parte de una consigna editorial ni periodística, sino que se deja atrapar por la multiplicidad del detalle, de los humores y delirios de cada región que visita.
› Por Luciana De Mello
Por qué no: Hebe Uhart bien podría haber sido La Maga en más de un pasaje de Rayuela, esa viajera que aún hoy tanta chica posmoderna intenta imitar. Sí, la Uhart viaja de acá para allá con su propio mundo a cuestas como estrella guía, ese mundo que la hace rehuir del análisis antropológico del cronista para concurrir, toda oídos, al acontecimiento que se cruza en el camino. En cada viaje va a acatar las recomendaciones, va a recorrer kilómetros sólo porque le gusta cómo suena el nombre de un pueblo, o porque ahí la gente habla con muchos refranes. Ahora bien, tiene talento tanto para el hechizo como para el desencanto, y si durante el trayecto algo o alguien no le interesa, si percibe la impostura, así esté frente a un peón de campo o frente al último zar ruso escondido en el Paraná, ella simplemente se va a largar de ese lugar. Se viaja como se escribe, porque en las dos mochilas lo que más importa es la mirada, y Uhart lo sabe, por eso con el mismo principio de desapego se va de un pueblo como vuela una hoja entera si no le cierra lo que ha escrito.
Así se la escucha hablar a Uhart en Viajera crónica, una recopilación de crónicas que en su mayoría forman parte de su trabajo para El País cultural de Uruguay y donde ha ido registrando en sus oídos las formas del decir de varias regiones del continente, y es en ese sentido que estas crónicas se pueden leer como un ensayo sobre su literatura.
Las crónicas empiezan en suelo argentino, el camino se trazará entre el litoral, Córdoba, Formosa, Rosario, provincia de Buenos Aires y terminará en la Patagonia antes de pasar a recorrer Uruguay, Perú, Brasil, Paraguay, Cuba, Chile e Italia. De esas tierras argentinas la cronista anotará los dichos del humor cordobés, donde una señora le dice a un operario en bicicleta que anda cargado de sus herramientas: “¿Usted es cloaquero?”.
Respuesta: “No, si vua ser Les Luthiers”. O como cuando llega muy entusiasta a Talpalqué, avisada de que esa es una zona donde la gente engendra refranes. La primera vecina con la que se cruza le dice: “Yo de esas cosas no entiendo, yo soy una señora de mi casa. Yo, de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa”. Por decir algo, consternada, le pregunté: “Y, ¿dónde trabaja, señora?”. “En mi casa”, me dijo sonriente.
Según Elvio Gandolfo, “Uhart es portadora de un humor opresivo, desopilante, es que se incluye a sí misma en esa mirada, a través de sus distintos alter ego cuando hablan en primera persona”. En la crónica, esa Uhart está más presente que nunca. Todo puede suceder. Justamente así se titula uno de los capítulos que describe su paso por la Patagonia, donde “han sucedido y se han relatado cosas tan extraordinarias, que son difíciles de procesar”, al hablar de los caminos que en esas tierras trazaron tanto Butch Cassidy, los descendientes del cacique Nahuel Pan o los hippies de El Bolsón.
En Paraguay, es sabido, Hebe Uhart se enamora. En sus relatos de ficción hay paraguayos desplegando ese encanto del guaraní, esa manera mezclada de decir que ella describe como un lenguaje sintético que inventa palabras nuevas y donde se desconfía de los que no hablan bien el español, ya que hablar bien, para ellos, es hablar claro. “Me entristece que se autodenigren tanto”, escribe Uhart después de toparse con un libro titulado En busca del hueso perdido y que tiene que ver con lo que el general Francia decía de los paraguayos, que les falta un hueso para mantener erguida la cabeza frente a su interlocutor.
Uhart, sobre todo, escucha. Recorre la geografía anotando dichos y refranes, obsesionándose con la tonada, descubriendo allí más historia lugareña de lo que pudiera encontrar en los libros, que por otra parte los ha leído, porque en sus crónicas hay un relevamiento de datos sobre cada lugar con sus fundaciones, guerras, independencias e invasiones. Pero sin embargo estos datos no tienen mayor importancia que la que tiene la gente dentro de sus casas, las plazas, los murales, los avisos de quienes buscan y ofrecen perros, trabajo o amor en carteles de chapas que cuelgan en los postes de las calles. Uhart es una viajera que camina y escribe en un compás entre cándido y agudo, y así es como logra destruir la ingenuidad desde adentro. Anota sus impresiones con la sinceridad y la inteligencia del que se deja transfigurar por el camino.
A los setenta y cuatro años Hebe Uhart es una joven sabia: “Se ve que me costaba crecer”, dice al recordar un poema que define como horrible y que escribió cuando tenía quince. Y algo de eso tal vez aún conserva: el encapricharse en ir y escuchar lo que le llama más la atención para después contarlo, sin importarle en absoluto si lo que acaba de escribir tiene relación o no con el contexto político, con las especulaciones editoriales, con lo que los lectores puedan esperar de ella.
Hebe sabe lo que la encapricha, y lo que la encapricha es lo que más la seduce, persigue las frases sin intenciones rimbombantes, sin ideas mayúsculas ni grandiosas ambiciones. Y cala hondo justamente porque no es inocente en lo que busca: “La dirección la tenés que tener, vos sabés para dónde vas, es como en la vida, de repente te impacta algo pero no sabés por qué te impacta, pero sí sabés que ahí hay una historia”.
Entonces agarra el bolso o se sienta a escribir, se prepara para ir hacia esa historia con el mismo extrañamiento de quien viaja siempre por primera vez.
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