La nueva novela de Guillermo Martínez ostenta un título que parece romper con la propia tradición del autor pero que, a la vez, condensa mucho de lo que ha escrito hasta el momento. Un amor que puede ser confundido con acoso sexual, en un campus del sur de los Estados Unidos, a pocas semanas del 11 de septiembre, es la materia de Yo también tuve una novia bisexual.
› Por Juan Pablo Bertazza
A pesar de que no es su mejor trabajo, entre el título (Yo también tuve una novia bisexual) y la dedicatoria (“a Tzvetan Todorov”) de su último libro, puede vislumbrarse una especie de maqueta de toda la trayectoria literaria de Guillermo Martínez. En realidad, es justamente en ese título tan ajeno a su literatura donde podrían localizarse sus últimas búsquedas. No abundan los escritores argentinos que tengan los laureles de Martínez: doctor en matemática, su primer libro fue el revelador Infierno grande (1989), luego obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con la novela Acerca de Roderer (1992) para lograr con Crímenes imperceptibles (2003) críticas favorables, múltiples traducciones y hasta una versión cinematográfica a cargo de Alex de la Iglesia quien, además, le entregó en 2006 el premio Mandarache de Cartagena. Y, como si todo esto fuera poco, publicó el año pasado Un mito familiar, libro póstumo de su padre, el agrónomo Julio G. Martínez; lo cual, además de servir para dar a conocer a un buen escritor, supuso una interesante reflexión acerca de ese tema tan emblemático en la literatura: la relación entre los escritores y sus padres. Una trayectoria, en definitiva, clásica y bien arraigada en la literatura aun con su mirada matemática que también impregnó su escritura; y se sabe: en medio de las voces supuestamente intimistas, exhibicionistas, ligeras y superficiales de la literatura argentina actual, Guillermo Martínez supo trazar un camino triunfal con calidad literaria, trabajo y las referencias ineludibles a su olimpo literario: Henry James, Isaac Asimov y Jorge Luis Borges. Todo eso aparece concentrado, entonces, en esa dedicatoria crítico-literaria a Tzvetan Todorov, “por una conversación iluminadora en Buenos Aires sobre su libro Crítica de la crítica, y por su generosa disposición para escuchar sobre la teoría de los refinamientos dicotómicos que se expone en la novela”.
En ese sentido, y ahí está entonces esa especie de viaje al revés por su obra que propone esta novela, el título Yo también tuve una novia bisexual podría haber bautizado a cualquiera de esos libros pobres de una supuesta nueva o joven literatura que abundan en las olvidables listas de novedades, y muy poco tiene que ver con esa marca registrada que hoy implica la carrera de Guillermo Martínez. ¿Una pérdida de rumbo? ¿Una reacción a las veladas críticas que lo consideran demasiado profesional, demasiado prolijo, sin mucho sexo ni rocanroll? ¿Una discutible muestra de humor extraliterario?
Un profesor argentino obtiene un puesto como docente de español en Redground, una universidad de Georgia, al sur de Estados Unidos, en una tradición de novelas sobre campus que, en los últimos tiempos, ya había llevado a la práctica con inteligencia Eduardo Muslip (Phoenix); un ámbito por extensión, académico, en el que Martínez había demostrado talento, sobre todo en Crímenes imperceptibles y también en algunos relatos de Infierno grande.
A pesar de que detrás de esta contratación se oculta un interés político por fomentar la igualdad social entre blancos y negros en un lugar históricamente segregacionista, muy pronto el horizonte del profesor se va a reducir a una única cuestión: Jenny, una intensa adolescente blanca, especie de Lolita que pronto revelará un pasado bisexual reciente, y una inteligencia muy superior a la de la protagonista de Nabokov. A partir de ese contacto visual, que tiene lugar la primera vez que él toma lista, entablarán una relación intensa y clandestina que empieza a tomar forma cuando el profesor realiza el juramento de Georgia que, justamente, consistía en explicarle la primera y, en realidad, única prohibición: el acoso sexual a los alumnos, un motivo de orgullo para la institución ya que Redground figuraba en los últimos lugares en lo que respecta a juicios por delitos sexuales. Un privilegio que se plasma en una frase de gran resonancia, “¡Orgullosamente ahí abajo!”, en la cual pueden leerse al menos tres sentidos: el literal, una paradoja y una reivindicación social. El primer sentido corresponde, en efecto, a que la Universidad no había tenido juicios por esta causa, el segundo a la paradoja de que la manera de afirmarlo sea aludiendo, de manera no tan velada, a los genitales y el tercer sentido, según aclara el protagonista, habla de la forma despectiva –“ahí abajo”– con que los del Norte se referían a los del Sur. Se le podría criticar a Martínez abrir demasiados temas sin resolución como el atentado a las Torres Gemelas y la superficialidad con la que se refiere a la bisexualidad. Sin embargo, hay veces que una obra compacta termina de dar sentido a una novela que no lo es, y eso es lo que sucede en este caso. Por momentos resulta notable la voz de este protagonista que sin vueltas, sin culpas pero tampoco sin exageraciones emprende su transgresión para actualizar uno de los elementos más clásicos que existen en la literatura: otra historia de amor que persiste al derrumbe del mundo, que persiste incluso al derrumbe de su propia posibilidad.
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