El amor cortés encuentra una variante en esta breve novela de Sergio Delgado: el fugaz romance de un hombre y una mujer que al terminar la noche vuelven a trabajar en la fábrica.
› Por Fernando Krapp
Hacia el final de Al alba de Sergio Delgado (Santa Fe, 1961) figuran dos fechas: 2001-2008. Al bajar la vista, se ve el número de páginas: 76. La primera cuenta que hace el lector es: poco más de diez páginas por cada año de escritura. A decir verdad, impresiona un poco la brevedad del texto en relación con el tiempo de escritura. Y si bien la mayoría de la veces, los aspectos relacionados con la cocina de la escritura poco suman a la calidad final del texto, y tampoco importa cuánto tardó Delgado en escribir su nouvelle, no deja de llamar la atención. Sobre todo porque Al alba debería leerse de un tirón, en un par de horas, como si estuviéramos viendo una obra de teatro de una única función en una sala vacía excepto por nuestra sola presencia.
La arquitectura del texto parece complicada, pero es apenas un pacto que Delgado establece con el lector desde su primera línea. Esto es: un diálogo donde no existe una reciprocidad dada por un contexto compartido entre los dos personajes, sino que son dos monólogos que se entrecruzan de manera dialógica cuando ambos se refieren a una experiencia compartida; como si estuviéramos frente a una pantalla dividida, donde los dos personajes no saben de la presencia simultánea del otro y aun así esperan su turno para hablar sobre un mismo hecho. Y quienes estamos del otro lado sabemos más bien poco de estos dos únicos personajes. Algo de sus oficios; ella trabaja en un banco, él es remisero. No sabemos dónde están, ni cómo se llaman, ni en qué momento histórico se encuentran. Podemos reconstruir el contexto de aquello que se desprende del diálogo imposible que construyen. Sabemos que en verdad no dialogan, sino que conversaron alguna vez, luego de una noche de encuentro y sexo casual. No sabemos dónde ni cómo ni bajo qué circunstancia se encontraron. Y poco importa, a decir verdad. Porque lo que importa no es de qué hablan ni tampoco cómo (es decir el registro), sino el hecho en sí mismo de hablar: uno por un lado, el otro por el otro, en ese diálogo disociado, anacrónico, de autistas, que los dos personajes mantienen con un interlocutor inexistente.
Tampoco le importa a Delgado establecer dos puntos de vista divergentes y contrastarlos o contraponerlos, a la manera de Rashomon de Akutagawa, o Glosa, de Saer. Sino que en esa divergencia los dos coinciden objetivamente sobre el mismo núcleo temático, pero su visión a la distancia cambia por sus historias personales que se hilvanan con ese hecho compartido. Delgado busca la posible unidad formal entre sus dos personajes y esa forma radica entonces en el hecho mismo de hablar: ese momento único en donde la percepción del tiempo pasa por la forma oral de las palabras; los dos personajes recuerdan ese encuentro casual e intentan retener esa fugacidad que los llevó a compartir una noche, antes de que la noche se funda en las primeras luces del día.
Al alba toma el argumento tradicional de una forma lírica del amor cortés del siglo XII, proveniente del sur de Francia, conocida como “albada”. Esto es: un poeta lírico y bastante culto, canta temas acerca del amor, de la fugacidad del tiempo, de la diferencia entre la noche y el día, el traspaso justamente gradual entre un estado y el otro, de la separación de los amantes antes del alba. Delgado toma esa temática invirtiéndola: si en el amor cortés los poetas formaban parte de una aristocracia que pasaba de ser guerrera a ociosa, los amantes de Al alba son dos obreros que se separan antes de iniciar sus rutinas. El diálogo se construye entonces como un diálogo continuo que carece de anclaje espacio temporal, muy similar al diálogo platónico de El beso de la mujer araña de Manuel Puig, pero entre dos personajes que comparten otro tipo de celda: soledades aisladas, momentáneamente compartidas.
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