LANZAMIENTOS > LLEGA CONEJOS, UN FLAMANTE SELLO EDITORIAL CON TíTULOS DE NUEVOS NARRADORES ARGENTINOS
› Por Damian Huergo
En la literatura hay novelas que tienen su embrión en cuentos ya escritos, pero que por caprichos o lógicas del mercado permanecen guardados en cajones soldados como ataúdes. Dentro de este conjunto de obras se puede ubicar Ciertas chicas, que recopila los cuentos que Ariel Bermani fue publicando en diferentes revistas y antologías más un puñado de inéditos, donde es norma que aparezcan –y desaparezcan– tacos y polleras. Leídos en retrospectiva, estos cuentos parecen un adelanto, un croquis, una precuela, del universo y de los temas que el escritor desarrolló en novelas como Veneno y El amor es la más barata de las religiones, entre otras.
En la literatura de Bermani, los personajes –como si se sometieran al psicoanálisis– buscan fragmentos de su pasado para completar el rompecabezas de su presente. La estructura se repite –o anticipa, mejor dicho– en cuentos como “Autos” o “Querosene”, donde el narrador reconstruye su infancia a partir de un olor, de una voz filial o de un juego de autitos durante un pegajoso verano en el conurbano bonaerense. El mismo procedimiento se intuye cuando se narran encuentros con mujeres. Como si se indagara un patrón en común para explicar el aislamiento de los diferentes narradores (salvo excepciones puede considerarse siempre el mismo), los cuentos repasan romances de la infancia que no llegan a nada, vínculos que empiezan en los pasillos de la facultad y terminan en estaciones de trenes, infidelidades que fracasan por sumarlas a la rutina y más de un revolcón asociado a la militancia estudiantil, como en el atrayente “Una planta y un poster del Che”, donde se mezclan las mutaciones que generan los cruces entre ideología y el hambre sexual.
En Ciertas chicas, Bermani –atento lector de la narrativa norteamericana de posguerra– logra el equilibrio exacto entre lo que se dice y lo que se omite. Las acciones que narra parecen fragmentos de historias mayores, como si fuesen captadas –al paso– por la rendija de una ventana que da a la intimidad de hombres y mujeres.
En el último tiempo se impuso llamar “no lugares” a terminales, aeropuertos, subtes, hipermercados y, por lo general, a todo espacio –público o privado– que sea proclive al anonimato. Para la literatura tales locaciones son un terreno atractivo y complejo para explorar su particularidad está en rastrear el hecho extraño en lo ordinario. Brasil, la primera novela de Paula Brecciarolli, tiene como únicos escenarios una Terminal y los vagones de un tren. El viaje –según lo estipulado– arranca en Buenos Aires y debe terminar en la Triple Frontera. En el medio, lo insólito crece a la par que los kilómetros de recorrido, transformando la monotonía de la llanura y la quietud de los pasajeros en sus asientos, en una aventura motorizada por el suspenso y la parodia.
Brasil es el diario de viaje de una chica que tiene como único objetivo alejarse de Buenos Aires. Atrás deja la ruptura de un noviazgo y una madre sobreprotectora a la que debe engañar para que no se interponga en su travesía sin rumbos. Como si anduviese por los rieles de un parque de diversión, el viaje se prolonga por una realidad paralela donde las estaciones se repiten, los tábanos invaden los vagones como si fuesen las ratas de La peste y los pasajeros tienen el mismo sentido de la ubicación que los personajes de Lost.
Otra de las posibilidades que brindan los trenes como locación es la de plantar en el mismo tiempo y espacio personajes que jamás se sentarían a tomar un café. En Brasil conviven –muchos más días de los pensados al embarcar– una chica de Barrio Norte, una familia de gitanos que improvisó una proveeduría en un vagón, un guarda misterioso, una mujer que anda con sus “casi mellizos” a cuestas, un muchacho que funciona como objeto de deseo y el viejo Boris que aromatiza el periplo como un incienso de salame, gracias a su dieta diaria. Entre ellos, los conflictos y conspiraciones son frecuentes, sin destacarse uno sobre otro. Brecciarolli los retrata en el diario con sarcasmo y cierta resignación; dejando registro de que todos ellos, como sucede en los viajes que valen la pena, al llegar no son los mismos que dejaron la estación.
Juego de chicos tiene la virtud de pivotear entre dos absorbentes temáticas literarias. Por un lado, los veinte shortstories tratan de fútbol. Simultáneamente, expone la subjetividad y las experiencias del universo y la estética gay. De este modo, el narrador y poeta Facundo R. Soto trabaja sutilmente con dos imaginarios sociales que a priori se consideran incompatibles. Cada cuento de Juego de chicos narra la historia de vida de uno de los integrantes del plantel de fútbol gay argentino. El nombre de cada uno de ellos –salvo excepciones– será el número de la camiseta que vistan. Al nominarlos de ese modo, queda establecida la pertenencia de los individuos al grupo, algo que los excede y –a la vez– los potencia y libera. Todos los cuentos funcionan como retratos narrativos, como biografías ficcionalizadas. Por ejemplo, conocemos a “7” por el relato de su despertar sexual con un amigo de la infancia, a “15” por el vínculo recuperado con su padre tanguero y a “10” y “10 suplente” por las idas y vueltas de su romance que se reflejan adentro de la cancha, como una continuidad de sus vidas privadas. Estas, como el resto de las historias, presentan personajes solitarios que buscan romper con la sentencia “tener sexo es fácil, lo difícil es encontrar amor”, que repiten como si fuese un password o una señal de arraigo.
La prosa ágil y el continuo suceder de acciones que experimentan los personajes no se contraponen a la profundidad de los relatos, al contrario, se complementan para hacer más adictiva la lectura. Tal como sucede en “Turquesa”, donde la aparición de una travesti en el equipo abre debates asamblearios sobre la diversidad sexual y la complejidad del deseo. Otro de los cuentos que plantea encrucijadas que exceden a lo concreto del grupo es “DT”. Allí se narra un entrenamiento inolvidable, bajo la lluvia, donde cada integrante desnudo que recibe la pelota manifiesta un secreto, un deseo, un dolor que tenía en el closet mental. La ausencia del DT, “de la ley que les marca límites”, permite tales epifanías y recuerda, sobre todo, que el fútbol puede ser un juego de grandes y de todos.
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