Cuando en 1990 Salman Rushdie era un hombre perseguido por la condena de la fatwa y vivía escondido, escribió Harún y el mar de las historias para su hijo mayor, con la esperanza de encontrarse con él mediante la lectura. Ahora, en tiempos mucho mejores, cumple otra promesa, esta vez a su hijo Milan, a quien le debía escribirle un libro como había hecho con su hermano mayor.
› Por Rodrigo Fresán
Aun en sus títulos más oscuros –pensar en Vergüenza o Furia o Shalimar el payaso– vuela, siempre, un aire travieso y juguetón. Un aliento de hadas y hechiceros –no olvidar nunca que Salman Rushdie ha insistido en más de una oportunidad en que todo su imaginario surge de una primera exposición infantil al film El mago de Oz en un cine de su cosmópolis natal– donde los héroes deben partir en busca de algo que los redima o los consagre. Así, no hay trama de Rushdie (Bombay, 1947) donde no impere el mecanismo de la ida y la vuelta, del subir y bajar, del Había otra vez... Rushdie ha destilado lo suyo en el momento más encandilador de su saga-pop El suelo bajo sus pies: todo tiene que ver –y oír y gustar y oír y tocar– con el ejercicio casi místico de atravesar una membrana delgada pero poderosa separando no solo a Oriente de Occidente sino también a la Historia de las historias. Ese entrar y salir y volver a entrar es el oficio del escritor.
Y fue también en su hora más sombría –fatwa funcionando como hechizo fatal en un cuento más de brujas que de hadas, precio a su vida y obra– cuando, en 1990, el entonces recluso y fugitivo Rushdie publicó Harún y el mar de las historias como ofrenda para un hijo, Zafar, al que no podía ver y como transparente defensa de la libertad de expresión y condena a la “oficialidad” otorgada por el poder a ciertas versiones de lo supuestamente real. Aquel pequeño gran libro ofrecía poema en lugar de dedicatoria, donde se rimaba la tristeza de un padre ausente: “Mientras vago por donde no puedes verme / Lee, y tráeme a casa contigo”.
Veinte años después, más tranquilo, Rushdie insiste a pedido de otro hijo, Milan, al que le debía un libro como el ofrecido a su hermano mayor.
Y muchas cosas han cambiado desde que Harún salvó a todas las historias del mundo. Ya no está Khomeini, llegó Harry Potter y los jóvenes del universo flotan en galaxias digitales transformados en avatares de su propia elección y diseño. Pero –intacto, invulnerable– permanece ese mismo “tono de voz” al que en su momento se refirió Rushdie como indispensable a la hora de fundir satisfactoriamente a lo adulto con lo juvenil. Tono que dijo haber detectado en las fábulas indias, en Esopo, en Jorge Luis Borges y en Italo Calvino; cadencia también presente en la panorámica e histórica e histérica fábula para mayores que fue su anterior La encantadora de Florencia.
Y Luka y el Fuego de la Vida –como Harún...– reincide en las figuras de un padre y un hijo, en los problemas del primero y en el segundo como proveedor de una solución a esos problemas. Aquí, una noche, Rashid Khalifa (recordar que el progenitor de Luka también se llamaba Rashid; y descubrir que la incrédula y racional madre de Luka y Harún se llama Soraya y, sí, magia, resulta que Luka es el hermano menor de Harún) cae dormido para ya no levantarse. Y Luka Khalifa deberá partir –atravesar la membrana que comunica con el Mundo de la Magia– en busca del despertador de una cura mágica. Lo que sucede a continuación –y es mucho lo que sucede y es amplio el reparto de personajes y son cuantiosos los habituales juegos de palabras del autor y sus guiños cómplices a la antigua mitología y a la cultura popular, incluyendo a un doble vampírico paternal de nombre Nopapadie, un automóvil DeLorean, aquel de Regreso al futuro, una raza de dragones transformer y un navío de nombre Argo– no resiste ni se merece las cadenas de un resumen. Como ocurre con los mejores relatos fantásticos, toda gracia y magia y sorpresa se pierde al sintetizarlos. Hay que abrir la puerta –y Rushdie es un gran abridor de puertas– para ir a jugar y pasarla tan pero tan bien.
Pero sí conviene revelar y anticipar algo: el profundo trance del que es prisionero el ya crepuscular Rashid tiene que ver –de nuevo, como en Harún...– con su creciente dificultad para imaginar cuentos dignos de ser contados. Y es Luka –acompañado por sus mascotas Oso el perro y Perro el oso– el encargado de partir en busca del Fuego de la Vida, ardiendo en la cima del Monte de la Sabiduría, que revitalizará la potencia narradora de su padre. Y, claro, abundan los retos y las pruebas y los desafíos que Rushdie va ordenando en un crescendo que remite –y hay más de una amigable burla a todo eso– directamente a los modales y taras y adicciones de los videojuegos: esas “cajas de realidad alternativa” donde el Mal acecha seduciendo con “High Definitions y bajas expectativas”. Así, vidas extra, poderes a aumentar, contrincantes pixelados, El jugador de Bagdad y Los mil y uno stages. Por encima de tanta gracia y diversión en algo que podría definirse como Tron o The Matrix reprogramadas por Lewis Carroll con una ayudita de Groucho Marx (vaya como ejemplo que la aversión de Soraya a las consolas se define como “in-consola-ble”) fluye una melancólica y subterránea corriente. La de lo que ocurre cuando un padre es consciente y debe comunicar a quien lo sucederá lo limitado de sus habilidades y ese horizonte final cada vez más cercano. Un final que no es feliz ni triste. Es nada más y nada menos que un final.
Lo que vendrá –parece ser, así lo ha informado el autor en una entrevista en The Paris Review del 2005– volverá a ser un nuevo cruce de las fronteras que separan a lo inimaginable de lo imaginativo: los muy esperados journals escritos durante el cautiverio de Rushdie, un proyecto de novela bien british y multigeneracional à la Anthony Powell a titularse Careless Matters, y una saga mestiza combinando la sci-fi con el noir (“algo así como una cruza entre Blade Ru-nner y el Touch of Evil de Orson Welles”) respondiendo al nombre de Parallelville.
Mientras tanto y hasta entonces, Salman Rushdie vuelve a ganar la partida.
Y, con él, ganamos todos.
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