Una crónica acerca de la veneración de los santos donde los testimonios crean la ilusión de que todo es posible y la mirada periodística busca dar cuenta de un mundo bizarro y extremadamente real.
› Por Sergio Kisielewsky
Un viaje que se emprende con la rapidez de un huracán y que se empeña en buscar razones que la mente no puede desentrañar. La crónica recorre el periplo de la devoción por los santos populares: el Gauchito Gil y la Difunta Correa. El deseo es la revelación que se produce entre viajes, entrevistas con personajes que se involucran en la fe y revelaciones que corresponden a un clima fellinesco o una situación beckettiana por momentos exasperante. Lo cierto es que la prosa compite con la realidad y ya sabemos que la ventaja estará de un solo lado. En medio de un ritual donde todo se vende, se compra y se comercializa sin pudor alguno, se crean escenarios y encuentros en un combo de parrillas, piezas de santos y bailes de chamamé. Puede ocurrir en San Juan o en el barrio de Chacarita, allí donde se haya erigido un santuario y un cordero se cocine entre brasas, buena compañía y litros de vino en el medio de una danza erótica. La escritura señala los mensajes del corazón: “Te odio mi amor”, junto a los reclamos de una comunidad: “Gobernador, necesitamos agua”, en la tierra de Sarmiento.
Los 700 kilómetros que separan Buenos Aires de la localidad de Mercedes, Corrientes, le otorgan a Gabriela Saidon –licenciada en Letras, periodista, autora de una biografía de Norma Arrostito y de las novelas Qué pasó con todos nosotros y Cautivas– el punto de partida para entrar en un torbellino de emociones cruzadas, relatos fantásticos y un clima muy semejante al que suele crear Lucrecia Martel en sus películas. “Del Gauchito existen razones objetivas para que se instale la leyenda”, explica el intelectual Carlos Lacour y se refiere sin dudas al sufrimiento de los campesinos, la rebeldía vista como un capítulo del heroísmo y la influencia devastadora de la conquista. En el camino la autora descubrirá otras maravillas, otras devociones, como heroínas románticas y ateos que creen en los santos. No es material de archivo, no es una realidad virtual, son seres que cuentan su vida en vivo y en directo, la cronista ve todo lo que gira a su alrededor, los seres humanos que intervienen y accionan sobre los ritos, ve sus casas, sus modo de vida, su vestimenta. Cada detalle adquiere un aquelarre de grandeza. La vista y el oído potenciados por un paisaje cada vez menos ajeno para la cronista, sus vidas son cada vez menos distantes. Como la historia del indio al que le brota leche del pecho para amamantar a su mujer y su hijo en pleno desierto, famosos que rezan por la noche y ciclistas que lo dieron y pedalearon todo por estar ante los santos.
En ese escenario donde las leyes sociales parecen reclamar un salvavidas, el antropólogo Alejandro Frigerio sostiene que el auge de las creencias en los santos populares tiene su punto de inflexión a partir del crimen en 1990 de María Soledad Morales, en Catamarca. Altares en Saladillo y Chacabuco, costosas donaciones de autos y objetos que se dejan en señal de agradecimiento conviven con radionovelas que tienen el nombre de estos mártires estelares que reproducen el pedido al santo, pues es “lo que el sistema les negó” según el artista plástico Carlos Gómez Centurión. La escritura entonces comienza a mostrar las venas, las arterias y el rumor de los latidos que acompañan a las muchedumbres, a los solitarios o al automovilista que, cumpliendo una promesa, ve las huellas que dejó el terremoto de San Juan en 1944. Allí es donde el libro acorta las distancias con este mundo de ficción por momentos tan cierto, tan bizarro y tan complejo.
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