No debería extrañar que en medio de la crisis financiera, los banqueros que llegan a Grecia para que se cumplan las normas de la Unión Europea sean asesinados en la nueva novela de Petros Márkaris. Suspenso, humor y un color local que a veces recuerda a un país llamado Argentina.
› Por Diego Fischerman
De los grandes detectives europeos del siglo pasado poco se sabía. Ni Gideon Fell (la infalible creación de John Dickson Carr) ni Hercule Poirot tenían vida privada. Tampoco era mucho lo que se conocía de los estadounidenses. Aunque dotados de más humanidad que sus colegas, de Lew Archer, Sam Spade o Philip Marlowe apenas se podía entrever un aura de fracaso. No mucho más. En las sagas actuales, en cambio, hay una profusión de privacidad. Si las menciones a su esposa eran, en la voz de Columbo, más bien un chiste, en las aventuras de los héroes del policial contemporáneo aparecen sus divorcios, sus infartos, los devaneos éticos, las hijas con las que se hablan poco y, por supuesto, los toques locales que correspondan, sobre todo si los investigadores corresponden al lado exótico –es decir pobre– del mundo. Los hay políticamente correctos, como el Wallander de Mankel, y de los otros. Tal vez los ejemplos más perfectos en ambos campos sean obra de un mismo autor, Craig Rusell, quien diseñó tanto a Fabel, de la educadísima Policía de Hamburgo, como a Lennox, un canadiense más bien violento anclado en Glasgow en la década de 1950.
En los casos del comisario Kostas Járitos, protagonista de la saga del griego Petros Márkaris, como antes en los de Pepe Carvalho, de Vázquez Montalbán, o en los del comisario Montalbano, creado en su homenaje por el siciliano Andrea Camilleri, hay abundantes alusiones a la gastronomía y a las costumbres populares de su país. Y lo que convierte a estos casos en irresistibles es, además de las tramas bien construidas y de la más que creíble voz de Járitos, precisamente esa red de cotidianeidad ateniense que, si no está en el origen de la cultura occidental, bien podría estar en el del ser porteño. Patrulleros que no pueden llegar a donde está el cadáver por causa de un piquete de camioneros –que además discuten con los policías y los imprecan por los altos sueldos que cobran sin hacer nada–, testigos que en lugar de decir lo que saben se quejan de la inacción del gobierno y le cierran la puerta al comisario en su nariz, lugares construidos para las olimpíadas y luego abandonados, y una esposa que descree de casi todo –salvo de sus citas y proverbios–, hacen de la Atenas de Járitos un lugar sumamente reconocible para un habitante de Buenos Aires.
Los conflictos y tensiones relacionados con una Grecia europeizada un poco a la fuerza –y sin demasiado éxito– proporcionan los condimentos y, en el caso de la última de las novelas de la serie, el nudo del que se desprende el hilo narrativo. Grecia está en crisis y es visitada por impecables banqueros “europeos”. En Con el agua al cuello, los policías, a los que quieren recortarles el salario para ajustarse a las exigencias del Mercado Común Europeo, discuten de política entre ellos, con su familia y con cada persona que se cruzan, en el marco del último mundial de fútbol donde hinchan, sin pensárselo demasiado, por España, como modo de rebeldía contra el FMI. Se enfrentan dos discursos, el que caracteriza a los griegos de vagos y aprovechadores y no demasiado dignos de la europeidad, y el que considera al sistema bancario el verdadero responsable de la debacle. Aquí los que van apareciendo asesinados son banqueros. Y no cuesta demasiado imaginarse por dónde andan las simpatías de Márkaris y del bueno de Járitos, cuyo principal consejero es un militante comunista al que debió haber torturado (y no lo hizo) cuando era un aprendiz, durante la dictadura de los Coroneles. Es Adrianí, su mujer, quien, en todo caso, pone los puntos sobre las íes. “Que diga lo que quiera la troika de Grecia”, afirma en el final de la novela. “Los acomodos todavía salvan vidas.”
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