Dom 09.02.2003
libros

Muerte en el seminario

› Por Daniel Link

Una sociedad sin fe y sin esperanzas. Un sacerdote condenado por abuso sexual de menores. Una retirada comunidad en la que se prefiere que los crímenes parezcan accidentes. Cualquiera podría sospechar que el escenario es la Argentina de los últimos meses y la trama la de los casos policiales más resonantes de nuestro triste presente. Si no hubiera una burocracia (policial y jurídica) obsesionada por encontrar la verdad. Pero en esta historia hay Justicia: un eficiente aparato que combina las bondades científicas de la medicina forense, el sólido sentido común que se atribuye a los ingleses y una inteligencia hiperestésica capaz de descubrir en cada frase el rastro de Caín.
La historia, de la que nos abstendremos de brindar mayores datos, lleva por título La muerte toma los hábitos, fue publicada originalmente en 2001, su autora es la baronesa P.D. James, la autora de las novelas de misterio más leídas, y llega ahora a las librerías argentinas publicada por Sudamericana en correcta traducción de Ernesto Montequín (cuya prosa, sin embargo, en un libro que es casi todo el tiempo conjetura, trastabilla penosamente entre el potencial y el subjuntivo).
P.D. James se ruborizaría si supiera cuánto se parecen los casos policiales argentinos a sus ficciones. Para ella, la novela de misterio es pura construcción formal y ninguna deuda podría tener con la realidad. En 1981 declaró al Times Literary Suplement que, según la convención del género policial, “el bien triunfa y el mal es castigado. Ésa es una de las razones por las que, para alguna gente, la historia de detectives (no importa cuán buena sea) será siempre considerada como una forma de subliteratura: por los artificios y porque la ‘verdad’ psicológica se sacrificaba (al menos en el pasado) a las demandas de la trama”. Es por eso que James insiste en introducir la “verdad psicológica” a partir de la ambigüedad moral, lo que vuelve sus historias un punto de cruce entre el género policial y la “novela de realismo social”. Por supuesto, no se trata de ningún fervor testimonial. Los motivos para matar, piensa P. D. James, se cuentan con los dedos de una mano: amor, lujuria, odio, dinero, poder. Pero con eso no alcanza para sostener una ficción: “El ochenta por ciento de los crímenes que se producen en Gran Bretaña”, declara la escritora (que es también funcionaria), “son domésticos. Mujeres asesinadas por sus maridos, amantes o novios. La realidad es un material poco interesante para un autor. Hay violencia, pero no misterio”.

La baronesa del crimen
P.D. James nació en 1920 en Oxford como Phyllis Dorothy James. Es la mayor de tres hermanos en una familia cuyo padre era empleado de la Dirección de Impuestos. Pasó su infancia (durante dos años de la cual su madre estuvo internada en un hospital psiquiátrico) en Cambridge, donde estudió en la prestigiosa Cambridge High School for Girls, institución que debió abandonar a los 16 años para dedicarse a trabajar.
A los 21 años (dos después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial), se casó con el Dr. Connor Bantry White, antes de su partida al frente. Tuvieron dos hijas que Phyllis se dedicó a cuidar hasta que su marido volvió esquizofrénico de la guerra. Internado en varias instituciones, murió en 1964 dejando a su familia en la pobreza. Phyllis trabajó como enfermera en un hospital, como administradora de un Centro de Salud Mental y en el Servicio Civil Británico. A partir de 1968 (siendo ya una autora édita), se desempeñó como Principal en el Departamento de Policía Criminal y llegó a ser Administradora de Laboratorios Forenses de la policía británica, de donde le viene un saber sobre los procedimientos criminalísticos que ha explotado en todas sus celebradas novelas. En su libro de memorias, La edad de la franqueza (1999), revisa su pasado con todo el rigor del que es capaz. Recién a partir de 1977, gracias al éxito de su novela La muerte de un testigo, pudo dedicarse con exclusividad a la escritura de novelas de misterio (salvo sus colaboraciones para las cámaras del crimen juvenil y otras contribuciones a la sociedad). Actualmente integra la Comisión Litúrgica de la Iglesia de Inglaterra (ver entrevista, aparte) y hasta 1993 fue miembro del Consejo de Administración de la BBC de Londres.
Pero lejos de ser una abuelita que reza, P. D. James es una mujer que ha vivido y trabajado para contar el crimen como una manera de imponer orden al desorden del mundo. En 1991, la reina de Inglaterra la nombró baronesa como homenaje a sus méritos literarios. Tiene una casa en Londres y un cottage en Southwold (Essex), pero su predilección por la geografía de East Anglia (presente en varias de sus novelas y, notablemente, en La muerte toma los hábitos), le viene de los días de sus vacaciones infantiles en Lowestoft.

La aventura de
las pruebas de imprenta
Una serie de azares le permitieron publicar Cubre su rostro, su primera novela (eficaz, pero bastante esquemática) en 1962. La había escrito en sus viajes en tren rumbo al trabajo, como un mero ejercicio para una “novela seria” (literary fiction), pero ese texto la instaló (el género no abandona tan fácilmente a los que se acercan a él) como una hábil urdidora de “novelas de misterio”, de acuerdo con la denominación que la crítica anglosajona reserva para el policial analítico.
En 1992 publicó un fallido experimento de ciencia ficción (Hijos de hombre, novela que por algún capricho inexplicable comienza en Argentina). Mortaja para un ruiseñor (1971), una de sus mejores y más sofisticadas novelas, marcó una inflexión en su obra, cada vez menos esquemática y más minuciosa en la descripción de la conciencia de los personajes. En abril de 2001 apareció su último opus, Death in Holy Orders (cuya traducción distribuye en estos días Sudamericana).
Hasta el momento ha publicado quince novelas policiales. En la mayoría de ellas (once) el héroe de la verdad, el responsable de resolver los asesinatos, es Adam Dalgliesh, poeta e Inspector en Jefe de Scotland Yard (en las últimas novelas, ya Superintendente), secundado por un equipo rotativo de colaboradores. Hijo de un sacerdote anglicano, Adam Dalgliesh es melancólicamente incapaz de creer en Dios (sin que su ateísmo tenga punto de comparación con el que suele ser patrimonio de casi todos los criminales de P.D. James). Viudo (su mujer murió en el parto, junto con su hijo), ha sido incapaz de reasumir cualquier vínculo afectivo. Poeta reconocido, su último libro, leemos en La muerte toma los hábitos, es Una acusación fundada y otros poemas; su última lectura, la versión del Beowulf de Seamus Heaney. Se puede imaginar su estilo poético parecido al de Ted Hughes.
En dos de sus novelas aparece la primera detective privada mujer en la historia del género, Cordelia Gray. A diferencia de la venerable Miss Marple de Agatha Christie, Cordelia (huérfana de padre anarquista) investiga crímenes como medio de vida. A diferencia de Philip Marlowe, Miss Gray es capaz de aceptar todo tipo de casos, aun la busca de gatos perdidos (Poco apto para una mujer de 1972) o el acompañamiento de mujeres al borde de un ataque de nervios (El cráneo bajo la piel, de 1982).

A puertas cerradas
Todas las novelas de P.D. James (como suele suceder con los grandes obsesivos autores del género, como sucede con Raymond Chandler) responden a un mismo patrón. Y es eso mismo lo que, lejos de arruinar el efecto general, las vuelve encantadoras (después de todo, el género policial es una matriz de reconocimiento). P.D. James es maestra en la descripción de ambientes institucionales, comunidades cerradas con un limitado número depersonajes y relaciones personales distorsionadas. En su universo, la familia no existe como unidad de cohesión o modelo de socialización (proliferan las parejas homosexuales y los hermanos incestuosos: en La muerte de un testigo el deseo entre hermanos se insinúa; en La muerte toma los hábitos, se concreta). Extremando un poco su obsesión por los claustrofóbicos ámbitos profesionales en los que hace su irrupción el asesinato (y las consecuencias son, para esos ámbitos, siempre devastadoras), podría decirse que Lady James describe la cotidianidad de las instituciones de secuestro de las que tanto habló Foucault.
Cubre su rostro sucede en la casa de campo de una familia decadente y levemente disfuncional. Un impulso criminal (1963) ambienta sus crímenes en una clínica psiquiátrica en la que tanto se aplican sesiones de electroshock como terapias de ácido lisérgico. La formidable Mortaja para un ruiseñor transcurre en una escuela de enfermeras; Poco apto para una mujer, en una hipotética universidad de East Anglia cómodamente llamada Oxbridge; La torre negra (1975), en un hogar para minusválidos y La muerte de un testigo, en un laboratorio forense de alta tecnología. Ahora, el escenario de La muerte toma los hábitos es un apartado y elitista seminario teológico anglicano donde los cadáveres se van multiplicando a medida que avanzan las páginas. Se trata de “un lugar tranquilo al borde de los acantilados, lejos de todo”, en el que “las noticias y los chismes parecen propagarse con el viento” (pág. 15).

asesinos apasionados
En ese lugar, como antes en las igualmente elitistas y apartadas instituciones que las ficciones de P.D. James habían visitado, hay lugar para todas las pasiones y todos los secretos: “El seminario podía alzarse desafiante en su simbólico aislamiento entre el mar y la desolada extensión del promontorio, pero entre sus muros transcurría una vida intensa, rigurosamente controlada, claustrofóbica. ¿Qué emociones no podían florecer en esa atmósfera enrarecida?” (pág. 170).
En las novelas de P.D. James se mata por exceso emocional: por un desarreglo del espíritu, porque sin la muerte del otro no se puede seguir viviendo, porque hay que guardar un secreto a toda costa. El pasado es siempre la clave que permite a Adam Dalgliesh descubrir al asesino (en La muerte toma los hábitos, lo sabemos desde el comienzo, el misterio se remonta a doce años, aunque su revelación no es tan espectacular como en El cráneo bajo la piel o Mortaja para un ruiseñor).
Para P.D. James, al menos hasta esta última novela, el asesinato es casi siempre resultado de la ignorancia y de la desesperación de gente corriente. A veces hay un grado superlativo de maldad en los asesinos, pero lo más frecuente es que más odioso que el que da el golpe sea la víctima (para el resto de los personajes y también para el lector). Fiel a la idea dantesca de que los actos tienen un sentido trascendente, P.D. James plantea siempre crímenes adecuados a la vida de sus víctimas: se muere según se ha vivido, porque hay una responsabilidad moral ante la vida y ante la muerte.

James y sus precursores
P.D. James ha insistido en que contar un crimen equivale a imponer orden y seguridad “en un mundo muy desordenado”. “Trato de conjurar”, ha dicho, “el horror a la muerte”, y la función moral de la novela policial no es otra que entender “cómo las personas llegan a matar”, pregunta que, en su caso, se formula desde la antropología cristiana (la vida como algo “sagrado” o “santo”). Por cierto, el antecedente más notable de Lady James es Chesterton, otro cultor de la novela de misterio religiosa o, si se prefiere, del policial metafísico. Los dramas que presenta P. D. James, en sus mejores momentos (La muerte toma los hábitos es uno de ellos) son truculentos, y muy organizados en relación con la estructura clásica del policial analítico (“adoro las estructuras en la novela”, ha declarado). Escribe a mano o dicta, “para escuchar el diálogo, la estructura de las oraciones”.
Si algo separa las novelas de James de las de Agatha Christie, además de la morosidad de sus tramas, la calidad de su prosa y la atención a los detalles, es su interés teórico y religioso por el crimen.

Metafísica del crimen
Admitámoslo: P. D. James es una escritora conservadora. En todo caso, no más que Max Weber. En el sistema filosófico del ilustre fundador de la sociología alemana, existen dos modelos de racionalidad: la racionalidad formal (según la cual las acciones se realizan de acuerdo con fines) y la racionalidad sustancial (según la cual las acciones se realizan de acuerdo con valores). En el universo de P.D. James (en la modernidad de Max Weber), cada vez hay más racionalidad formal y menos racionalidad sustancial. Si la creencia religiosa se asocia con un sistema de valores, la muerte de Dios de la que no cesan de hablar las novelas de P.D. James arroja a las instituciones (la familia, pero también los ámbitos laborales) en las aguas heladas del cálculo egoísta.
En La muerte toma los hábitos, un lúcido y cínico profesor de griego se refiere a los seminaristas, sus alumnos: “Estoy seguro de que ellos son creyentes. Es sólo que lo que creen se ha vuelto irrelevante. No me refiero a la enseñanza moral. La civilización occidental es una creación del patrimonio judeocristiano, y debemos estar agradecidos por ello. Pero la Iglesia a la que sirven está agonizando. Cada vez que miro el Juicio Final trato de entender qué significaba para los hombres y las mujeres del siglo quince. Si la vida es dura, corta y llena de sinsabores, necesitas la esperanza del Paraíso; si no existe ninguna ley efectiva, necesitas la disuasión del Infierno. La Iglesia les dio consuelo, luz, imágenes y cuentos y la esperanza de la vida eterna. El siglo veintiuno ofrece otras compensaciones. El fútbol, por ejemplo. Allí tienes ritual, color, drama, la sensación de pertenencia; el fútbol tiene su sumos sacerdotes, hasta sus mártires. Y luego está el consumo, el arte y la música, los viajes, el alcohol, las drogas. Todos tenemos nuestros propios recursos para conjurar a esos dos horrores de la vida humana: el aburrimiento y la certidumbre de que moriremos. Y ahora, Dios nos ampare, tenemos Internet”. (pág. 310)
En Chandler, se sabe, la justicia es corrupta (pero no el individuo). En P.D. James, la justicia es incorruptible (pero sí el individuo). ¿Cómo garantizar la incorruptibilidad y la integridad del individuo en un universo (la modernidad) huérfano de valores (de racionalidad sustancial)?
Es la “personalidad” del detective, que de ese modo se vuelve una construcción necesaria y funcional no sólo al desarrollo de una trama, no sólo a la supervivencia misma del género policial (así en Chandler como en James) sino también en relación con una moral.

Un héroe de la verdad
El alma, el amor y la personalidad son esos restos culturales según los cuales la cultura garantiza cierta sujeción. En las novelas de P.D. James, esa personalidad heroica, ese carácter inconmovible es (¿podría ser de otro modo?) el detective. Escindida su conciencia (poeta, investigador policial), Dalgliesh continúa la línea de los grandes héroes de la modernidad: en esa escisión se instala su “personalidad” como única garantía para el cumplimiento de la Ley. Sus subordinados se quejan de que Dalgliesh es “demasiado inhumano”. Pero ser “demasiado inhumano” es hacer gala de un conjunto de virtudes “cívicas”: el orgullo, el autocontrol, losescrúpulos, la inteligencia, la sensibilidad, el tacto, la elegancia y la intransigencia.
Como en ninguna otra novela, en Mortaja para un ruiseñor queda clara la inhumanidad de Adam Dalgliesh: allí, luego de que alguien le parte la cabeza con un palo de golf, el comandante pide que lo cosan sin anestesia (la escena es muy vívida).
La cita viene a cuento porque todo el problema (moral, teológico, cultural) en las novelas de P.D. James (también en La muerte toma los hábitos) es la oposición entre la anestesia y la hiperestesia: como artista y como detective, Dalgliesh debe sustraerse a la anestesia como garantía de Verdad.
La paradoja es que la hiperestesia que Dalgliesh necesita para seguir existiendo en su inhumanidad le viene de un conjunto de virtudes humanas, demasiado humanas (y, sobre todo, imperialmente humanas: british). Si su personalidad es una protesta contra la racionalidad formal de nuestro tiempo y contra la cosificación de la vida, si su personalidad es la garantía de la libertad abstracta, lo paradójico es que esa misma personalidad le venga determinada por las necesidades de la trama, del género y de la moral en que se asientan.
Las (por otro lado magistrales) novelas de P.D. James, al mismo tiempo que niegan la cosificación de la conciencia, la ratifican; y al mismo tiempo que afirman la libertad abstracta, la niegan porque la determinan. La insistencia de Lady James en la responsabilidad ante la verdad, en la ausencia de Dios y en la pérdida de valores, devuelve al género policial su carácter de dispositivo moralizador.
Sí, P.D. James es discretamente conservadora, pero a la vez es consciente de que vivimos tiempos de un conservadurismo casi intolerable y es eso lo que vuelve deliciosas sus ficciones. En La edad de la franqueza ha escrito: “En la década del 30 los lectores aparentemente podían creer que A había asesinado a B porque B sabía algo sumamente deshonroso acerca de la vida sexual de A, que amenazaba con revelar. En la actualidad, en lugar de temer la revelación, la gente gana sumas considerables por escribir sobre los aspectos más sórdidos de su vida sexual en los diarios sensacionalistas”. En la edad de Gran Hermano y de crímenes para los cuales nunca parece haber respuesta, las rigurosas y elegantes construcciones teológico-formales de P.D. James al menos nos salvan del escándalo moral de una sociedad sin valores, y también del tedio.

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