En El cuervo blanco, Fernando Vallejo arma a su manera heterodoxa la biografía del filólogo colombiano Rufino José Cuervo, a quien va a elevar a la categoría de un santo en la sociedad de su tiempo. Un libro que a su vez ya había sido anticipado en las primeras obras de Vallejo, donde siempre se trató de la fatalidad del escritor: la lengua.
› Por Fernando Bogado
La lengua es caprichosa. Formas extrañas naturalizadas por el uso o la costumbre (¿alguien se dio cuenta de que usamos el ordinal para el primer día de cada mes y que luego pasamos al cardinal para decir, por ejemplo, dos de enero?), expresiones que se pierden o se transforman por entrar en contacto con otras lenguas en ese recorte cruel que es el idioma (ya se dijo: un dialecto con ejército). Y en ese capricho de la lengua, la literatura termina siempre redoblando la apuesta, irritándola por ser un desfile de formas “académicas” o “vulgares” motivado por intereses personales; al menos así lo podemos leer en el nuevo libro de Fernando Vallejo, El cuervo blanco, obra que, entre la novela y una sumamente documentada biografía, recupera la figura del filólogo colombiano Rufino José Cuervo (1844-1911).
Vallejo encuentra en Cuervo una de las pocas almas puras nacidas en Colombia, un autodidacta que aprendió más de los libros que de los maestros y que se convirtió en una de las autoridades más importantes de la lengua española en Latinoamérica hasta el punto de deslumbrar a diversos expertos del mundo, como el filólogo alemán August Friedrich Pott, quien bautizó a Rufino “cuervo blanco”, jugando con su apellido, sí, pero para destacar su carácter de inusual, de diferente a todos los demás. Cuervo es responsable de libros como Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano o su más ambicioso proyecto, Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, del cual sólo pudo publicar dos tomos en vida (1886 el primero, 1893 el segundo), llegando hasta la letra D, trabajo que recién fue terminado a comienzos de la década del noventa por parte del Instituto Caro y Cuervo.
Fernando Vallejo ha explorado en diversos momentos de su obra la escritura biográfica aunque, claro, desde un estilo diametralmente opuesto a la dudosa impersonalidad requerida por el género. Los resultados, hasta el momento, habían sido El mensajero (sobre Porfirio Barba-Jacob) y Almas en pena, chapolas negras (sobre José Asunción Silva). En El cuervo blanco, Vallejo revisa la historia medular de la Colombia pobre y miserable que ha retratado en más de una novela a partir de la figura de uno de sus particulares santos, el santo que él mismo elige y canoniza, el propio Rufino José Cuervo, alguien que, con el transcurrir del libro, pasa a convertirse en un doble del propio autor en muchos puntos, desde la preocupación y amor por el idioma hasta ciertos datos personales, como el hecho de ser ambos hijos de políticos y rechazar el destino familiar por abrazar los crueles mandatos de la palabra.
Y si de crueldad hablamos, ahí está la prosa de Vallejo: siempre desde una primera persona que presenta los datos que leyó no como emanaciones de una voz intemporal (el omnisciente es sólo para Balzac o Dios), despotricando contra la Iglesia o cualquier otra figura de poder, ya desde las primeras páginas sabemos que conserva un fuerte sentido de hermandad, de igualdad para con su biografiado y que aprovecha la circunstancia para enfrentarse al verdadero tema del libro: la lengua. Varias son las páginas en las cuales ese yo furioso corrige, puntúa, observa transformaciones, lamenta la pérdida de expresiones y formas pero no desde el costado de un gramático rector (la gramática es una pseudociencia y ha producido figuras como el “marihuano” Chomsky, afirma), sino desde la perspectiva de alguien que siente a flor de piel su propio idioma, lo recorre, lo recuerda.
Fruto de un trabajo de más de un año y con una innumerable cantidad de fuentes citadas –desde cartas personales hasta las propias obras de Cuervo–, Vallejo repasa tanto las complejidades de una lengua en constante mutación como los avatares en la vida de su biografiado: su vinculación con la fábrica de cerveza de su hermano Angel, otro de los muchos santos que Vallejo canoniza, los viajes a Medio Oriente y a Europa, el destino final de sus libros y cartas, cruzando venturosamente el Atlántico para llegar a duras penas a su país natal, en donde se roban las misivas y los volúmenes juntan polvo en institutos declarados obsoletos por el mismo, rabioso autor.
Pese a lo dicho, podemos decir perfectamente que Vallejo ha trabajado El cuervo blanco a lo largo de gran parte de su vida como escritor: Logoi, una gramática del lenguaje literario (1983), su primera publicación; Los días azules, primera novela del ciclo El río del tiempo, es un compendio exhaustivo e igual de ambicioso que el de Cuervo en donde se registran diversas expresiones literarias en una mezcla de análisis y anotación de voces literarias, en última instancia, lo único que le queda al amante de la lengua frente a un objeto tan maleable, inconstante y casi fatal. No por nada esa obra está dedicada a Rufino, no por nada se reconoce que la única, humilde forma que tenemos para hablar de cualquier dialecto o idioma es “la enumeración exhaustiva de los diccionarios”. Seamos fatales: la lengua, a su manera, como Colombia para Vallejo, puede ser también una cruz.
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