Héctor Bianciotti fue sin dudas un escritor argentino cuyo hecho más notable, sin embargo, trasciende a los textos que publicó: fue el primer y único miembro de origen hispano que se incorporó a la Academia Francesa. Se había instalado en París en 1961 y ahí murió esta semana, a los 82 años. Fue autor de Los desiertos dorados, El amor no es amado, Lo que la noche le cuenta al día y El paso tan lento del amor, entre otros libros. Radar lo despide con este perfil en el que se dejan ver los motivos de su exilio, su amistad con Silvina Ocampo, su infancia desdichada, su eterna soledad, la muerte de Borges y la inserción en uno de esos impensados arrabales de la literatura argentina: París.
› Por Matias Alinovi
Eramos muy jóvenes, vivíamos en París. Como todos, alentábamos esa pretensión banal que participa de la ingenuidad y la astucia: ser escritores, de algún modo, aun antes de escribir. A mi mujer se le ocurrió llamar a la Académie Française porque sabíamos que un argentino había sido consagrado del modo más francés y más cabal: con un sillón. Se llamaba Héctor Bianciotti y, contra todo pronóstico, una semana después vino a cenar a nuestro departamento anómalo de la calle Adolphe Yvon. Bajé a recibirlo porque no pudo franquear la puerta de entrada con sus códigos de acceso. La primera impresión fue de extrema elegancia, venía muy bien trajeado. Enseguida me preguntó si la pareja que acababa de entrar al edificio estaba invitada a la cena. Le dije que no, y él me contó que lo habían abordado para decirle que admiraban su obra.
En el departamento nos confesó aliviado que durante el trayecto había temido que lo hubieran invitado a una cena de viejas aristócratas del barrio dieciséis. Nos reímos, y enseguida encaramos lo que considerábamos nuestro deber: el elogio de Los desiertos dorados, una novela bien escrita sobre la ambigüedad del miedo. La habíamos leído en dos o tres noches, instalados en la terraza del único restaurante de Marsa Matruh, desolada playa egipcia a mitad de camino entre Alejandría y la frontera libia. Pero el proyectado elogio fue más bien exiguo, porque él nos explicó que había dos libros suyos que quería olvidar definitivamente, uno era la novela que nos gustaba.
En ese primer encuentro nos habló de Córdoba: odiaba el lugar en el que había nacido, en el campo. Y también de su experiencia como seminarista en un convento de Moreno, al que había huido. De los viajes al centro, en tren, que el rector le permitía hacer cada domingo para comprar libros, con la condición de que no los hiciera circular entre los otros seminaristas. Aunque entonces no sabía francés, compraba libros franceses, que leía con la ayuda de un diccionario. Nos dijo que había descubierto que se podía estar desesperado en una lengua y apenas triste en otra. Se fue temprano.
Nos volvimos a ver en su casa. También nosotros tuvimos dificultades con los códigos de acceso: cada vez que cruzábamos el helado patio interno, entre una multitud de plantas en macetas, lo veíamos, sin que él nos viera, sentado detrás de su ventana en actitud de escritor, de espaldas a una biblioteca. Nos llevó a un restaurante de Montparnasse. Esa vez lo abrumamos con preguntas y de a ratos se dejó ganar por la evocación. Supimos que después de abandonar el seminario se mudó a Buenos Aires, donde frecuentó el medio del teatro. “Yo quería hacer teatro –nos dijo–, escribir, actuar o dirigir.” Y que empezó a asistir regularmente a las reuniones multitudinarias en casa de Silvina Ocampo y de Bioy. Entendimos que formaba parte de una cohorte natural de admiradores en torno de Silvina. Cuando le preguntamos si había conocido bien a Bioy, nos dijo: “Bueno, ustedes saben cómo son las parejas: cuando uno es amigo de uno, no es amigo del otro”. Nos dijo que Silvina era “encantadora, muy loca, divertidísima”. Que estaba continuamente inventando alguna cosa disparatada. “Comíamos siempre carne, de la estancia, que ella te ofrecía en la punta de un cuchillo, y vos tenías que abrir la boca, ¿te das cuenta? Y eso sí, después de la carne, dulce de leche: era sagrado. El departamento era enorme, muy venido a menos. Las cosas se rompían en los cuartos. Entonces ella se levantaba y declaraba clausurada alguna puerta para siempre. La cerrábamos y ya no volvíamos a abrirla nunca.”
Evocaba a Silvina y volvía a admirarla, y ante ese recuerdo luminoso todas las otras figuras aparecían veladas en el relato, en la simbólica penumbra animada propia de algunos cuentos de Bioy. Quisimos saber si había conocido a Borges. Nos dijo: “Después sí, pero en ese entonces hablé unas pocas veces. Una vez nos sentaron frente a frente, y él recitó sonetos interminablemente. ¿Cómo se llama ese escritor argentino que no escribió más que sonetos? Conocía todos sus sonetos de memoria. Me decía: ‘Y éste, ¿qué le parece?’, y recitaba uno. Yo le decía que no me parecía gran cosa, y él entonces decía: ‘No, pero fíjese en este otro’, y recitaba uno más”.
Le preguntamos sobre la determinación de viajar a Europa y nos dijo que más de una vez le había ocurrido pasar la noche preso, por homosexual, y que estaba desesperado por irse del país, aunque no tenía dinero. Una tarde, sentado en un banco de la plaza San Martín, vio pasar a Rodolfo Wilcock, a quien conocía de las veladas en casa de Silvina. “El era muy distraído, pero lo llamé, y me reconoció. Hablamos un rato, y en algún momento me dijo: ‘Pero, ¿qué hace usted acá? Usted tiene que viajar a Europa. Mire, en veinte días sale un barco; el pasaje es barato, ¿por qué no se embarca?’. Yo le decía que no tenía dinero, pero él porfiaba con que de algún modo debía conseguirlo y embarcarme. Y entonces ocurrió que algunos amigos organizaron una función teatral y me dieron lo recaudado para que pudiera viajar. Era dinero para el pasaje y un mes de estadía. Pero al embarcarme descubrí algo curioso: Wilcock también se había embarcado. Me había hablado del barco y de la necesidad de viajar, pero nunca dijo que él también había decidido partir. Y lo más curioso es que en todo el viaje no me dirigió la palabra, como si no me conociera. Años más tarde, cuando él publicó un libro en Roma y yo ya trabajaba para Gallimard, en París, le escribí a instancias de la editorial proponiéndole publicar la traducción de su libro. Intercambiamos algunas cartas en las que se repitió la farsa: ambos escribíamos como si no nos conociéramos. Finalmente, no aceptó la publicación.”
Durante los primeros meses en Roma durmió en la escalera monumental de Piazza Spagna: “Lavaba la ropa en la fuente del barco que hace agua”. En Madrid actuó en tres películas: “No recuerdo el nombre de ninguna”. Después viajó a París. Para Gallimard, editó la obra de Borges en francés. Lo vio morir en Ginebra: nos habló de un pie azul, surgiendo por debajo de las sábanas. Publicó varias ficciones inspiradas en su vida de relaciones, y al cabo de los años empezó a escribir en francés, esa lengua apenas triste. Circuló por los arrabales de la literatura argentina, y se quedó para siempre en uno de ellos: París. La última vez que hablamos nos llamó para decirnos que había leído un cuento que le había gustado, porque de algún modo lo concernía: era un cuento sobre el miedo. “Lo que le ocurre al personaje, su incapacidad para actuar, paralizado como está por el temor, es algo que me ocurre todos los días.” Supimos que después fue perdiendo la memoria, olvidando las palabras: se habrá olvidado de la desesperación y, con un poco de suerte, acaso del temor.
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