Dom 12.08.2012
libros

El judio errante

La asombrosa proliferación de la obra de John Updike –cuentos, novelas, ensayos, teatro, poemas, alter egos literarios– sólo parecía capaz de sucumbir ante lo imposible: siendo blanco, aristocrático y protestante, cómo convertirse en el gran escritor judío de Estados Unidos. Su respuesta fue el faunesco y desopilante Henry Bech. Rescatada por Tusquets, esta primera entrega de siete relatos permite conocer o reencontrarse con ese alter ego improbable con el que Updike se coló en el panteón de Singer, Malamud, Bellow, Salinger y Philip Roth.

› Por Rodrigo Fresán

John Updike (1932-2009) escribió sobre todo y sobre todo escribió bien. Fue gran novelista norteamericano y eximio fabricante de relatos, practicó con maestría la crítica literaria y el análisis de las artes plásticas, evocó con pasión de aficionado magistral duelos en campos de golf y en estadios de béisbol, compuso poemas de compleja sencillez llegando a rimar sus últimas horas de vida y hospital en el conmovedor “Endgame”, estrenó la inevitable obra de teatro fallida pero interesante, firmó crónicas sociales e ilustró páginas en The New Yorker, garrapateó libros infantiles, y no hubo tema que le resultara ajeno a la hora del ensayo o la reflexión, incluido él mismo. También, juguetonamente, fue “negro” para la autobiografía del malévolo payaso Krusty en un episodio de Los Simpson.

Lo único que en teoría –por imposibilidad cultural-racial, siendo él uno de los representantes más excelsos del cosmos protestante a la hora de plantar ficciones– podía negársele a Updike era el ser escritor judeo-norteamericano. Pero, en la práctica, ni siquiera de eso se privó o se quedó con las ganas.

Y así fue como Updike se dio el lujo y el placer de crear a Henry Bech (nacido en 1923, pero recién presentándose a nosotros a mediados de los ’60) como paradigma del narrador hebreo Made in USA.

Y Updike lo hizo riéndose como pocas veces, riéndose como nunca.

En principio, Bech no sería más que un cuento y a otra cosa. Pero el cuento en cuestión ganó el premio O. Henry, por lo que Updike no demoró en consagrarlo como uno de sus personajes recurrentes –como Harry “Conejo” Amstrong, como el autobiográfico David Kern, como el matrimonio perfectamente disfuncional de Joan y Richard Maple, como las brujas/viudas de Eastwick– y volvió a su lado en varias ocasiones. Así, hasta completar tres libros más algún texto disperso protagonizados por este judío errante a cuyo rescate y estreno se dispone Tusquets. A saber: Un libro de Bech (de 1970, alguna vez en Noguer), Más Bech (1982, en su momento en Argos Vergara) y Bech at Bay (1998).

Un libro de Bech. John Updike Tusquets 2011 240 páginas

Y la idea de Updike –así lo hizo saber en numerosos y muy divertidos diálogos y esporádicas y reveladoras autoentrevistas con sus criaturas a lo largo de décadas– fue “la de inventar a alguien que fuese lo menos parecido posible a mí, teniendo perfectamente claro que las constantes de un escritor judío son tan inevitables como las de un gangster italiano”. Así, las idas y vueltas de Bech –en formatos que van de la parodia y la viñeta hasta la bibliografía falsa pero verdadera, desordenadas como en un juego de espejos deformantes y opuestos pero complementarios con un Updike que funcionando aquí como regocijado y horrorizado Dr. Frankenstein– responden cabalmente a clichés y lugares comunes de su especie y raza. Y en esta primera entrega –a lo largo de siete convulsos despachos/aventuras que acaban conformando una suerte de novela-en-episodios– Bech no deja de moverse por el mundo como embajador cultural, de entrar y de salir de electrificadas camas de alto voltaje erótico, de sufrir el acoso de la fauna académica y de, por supuesto, alzar su puño a los cielos y a un Dios que parece especialmente empeñado en someterlo a pruebas dignas de un Job con los dedos manchados de tinta e imposibilitado de pasarse en limpio.

Y la lectura de esta primera entrega de antiheroicidades deparará varios placeres al seguidor de Updike.

Primero –y con admirable elegancia– la manera en que lo que en principio parece ser apenas simple e inteligente sátira va derivando hacia la profundidad característica de todos y cada uno de los personajes de Updike y de sus preocupaciones, que son, también, preocupaciones de Updike.

Segundo, la sagacidad con la que Updike realiza una virtual autopsia de motivos y motivaciones de toda una literatura/industria nacional dejando caer, aquí y allá, pistas à clef y guiños a próceres de la tribu como Isaac B. Singer, Bernard Malamud, J. D. Salinger, Norman Mailer, Joseph Heller y, muy especialmente, Philip Roth y su Nate Zuckerman, a quien la metaficcional relación entre Updike & Bech se adelanta varios años, incluyendo sus viajes por Europa del Este y su polémico pero vendedor semitismo antisemita.

Más allá de todo esto –como bien apunta Malcolm Bradbury en su prólogo a The Complete Henry Bech (Everyman’s Library, 2001)– se disfruta aquí de un Updike “suelto y desinhibido” lanzando dardos a diestra, centro y siniestra, pero nunca perdiendo de vista la característica delicadeza de su prosa.

Los tres libros acaban ofreciendo también el arco de una vida y de una obra. Y a no preocuparse: si Bech no parece pasarla muy bien en sus inicios y su prestigio autoral parece necesitado de un empujón, para Más Bech ya habrá conocido las cimas de las listas de best-sellers en los turbulentos ’70, y en Bech at Bay disfrutará de una criminal e informática venganza y, por fin, una pirueta demencial lo llevará a la gloria absoluta y al más encandilador de los crepúsculos.

Porque John Updike –siempre generoso con los suyos– reservó para Bech una despedida por todo lo alto y le concedió aquello que no le fue concedido a él. Sépanlo: en 1999, Henry Bech –en medio de “una tormenta de protestas”– acude a Estocolmo a recoger él (y no Günther Grass) el premio Nobel de Literatura.

Y hay que decirlo, admitámoslo: como muchos de aquellos que tantos octubres lo recibieron en lugar de John Updike, Henry Bech no se lo merecía en absoluto.

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