Pocas figuras han merecido tanta literatura y bibliografía como la de Cristóbal Colón, el controvertido almirante que buscaba un mundo y llegó a otro, para narrarlo luego a la medida del deseo de la mirada europea. El francés Erik Orsenna ensayó una aproximación a Colón por demás original: se centró en la disminuida figura de su hermano Bartolomé, el cartógrafo de Lisboa. Así, mediante un atajo, Colón es revisitado en su siempre enigmático descubrimiento.
› Por Juan Pablo Bertazza
Entre las múltiples reflexiones que propició la revisión de la conquista –sin ir más lejos, desde el año pasado, el 12 de octubre se celebra en nuestro país el Día de la Diversidad Cultural Americana–, hay una que hace especial hincapié en lo cognitivo y la relación con el lenguaje: qué palabras se emplean para nombrar la nueva realidad. Cristóbal Colón interpretó las tierras recién descubiertas sin despojarse de su propio tamiz, con lo que el descubrimiento se convirtió en eliminación: las islas de su travesía fueron, así, negadas o, por lo menos, distorsionadas para que pudieran adecuarse a su imaginario. En ese sentido, lo que pretendía ser un discurso historiográfico objetivo –los diarios, las cartas de navegación, los informes destinados a la Corona– era una ficción mitificadora que sólo incorporaba algunos pocos elementos de aquella flamante realidad (la exuberancia de la naturaleza, la casi desnudez de los indios) con el propósito de fundirlos en claves de percepción y representación imaginarias sostenidas en la supuesta identidad entre Asia y el Nuevo Mundo. El mismo método aplicaba Colón con respecto al lenguaje de los indígenas: además de burlarse, lo falseaba, incluso lo corregía para ejercer, así, la hegemonía a la hora de poner en palabras la nueva realidad. El resultado era obvio: la cultura occidental se mostraba entonces como la única capaz de poder llenar –ocupar– el implícito vacío cultural indígena. La cuestión es interesante porque trasciende las estrategias discursivas de Colón y de todos los conquistadores, y obliga a pensar de qué otra forma se podría nombrar lo desconocido o, lo que es lo mismo, cómo se hace para escapar de los propios encasillamientos mentales. Pero además, la figura de Colón es atractiva por la incertidumbre que recorre, de principio a fin, su vida: no se conoce fehacientemente su lugar de origen (Génova, Galicia o Cataluña), pero sí se sabe que murió convencido de haber llegado a las Indias. Quizá por eso su figura despertó tanto interés en ensayistas y escritores, en una gama que va de Tzvetan Todorov y su clásico La Conquista de América hasta Alejo Carpentier, autor de la notable novela El arpa y la sombra que trabaja, sobre todo, lo que hay de impostor en la personalidad del almirante.
Al final de El cartógrafo de Lisboa, casi como una broma, el polifacético Erik Orsenna –profesor de Economía hasta 1981, miembro de la Academia francesa desde 1998, ex colaborador político de Mitterrand y premio Goncourt por La exposición colonial en 1988– aclara que la figura de Colón inspiró casi tantos libros como la Segunda Guerra Mundial. Y es cierto, pero la innovación de Orsenna radica en haber dado una vuelta de tuerca a la figura del conquistador casi sin tocar al ya tan manoseado personaje histórico, como una especie de Duchamp que le agregara a su modelo un bigote sin modificar el resto de su cara. Lo hace valiéndose de la figura de Bartolomé Colón, hermano menor del almirante, conflictuado y minucioso cartógrafo que, aun muerto Cristóbal, se da cuenta de que toda su vida la pasó a la sombra de su hermano y, sin embargo, no consigue escapar de su prisión. Mientras Cristóbal se perfecciona en el estudio del latín, demuestra un permanente delirio de grandeza y siempre parece conseguir aquello que se propone, Bartolomé coquetea con el estudio de las lenguas indígenas, es inseguro y se siente, siempre, a la deriva: “A diferencia del Almirante, al que sólo interesaban los grandes horizontes, a mí me gustaban las cosas pequeñas” dice la voz cantante de esta gran novela que, además de recrear la atmósfera y las vicisitudes de la desorbitada manía de Colón por llegar a las Indias y expandir así las fronteras del mundo, da cuenta de una relación entre hermanos más que jugosa, que complejiza la historia de Caín y Abel: Bartolomé odia a Cristóbal porque lo ama demasiado, se siente inferior a él y hasta se muestra celoso cuando el Almirante contrae matrimonio con su esposa Felipa, tiene a su hijo Diego y, por un momento, parece desmembrarse para siempre su proyecto de navegación.
En ese sentido, El cartógrafo de Lisboa, casi a la manera de La Caída con respecto a Hitler, logra “humanizar” con una prosa tan poética como contundente la figura de Colón sin traicionar la historia, simplemente dando cuenta de la conflictiva relación con aquel hermano, mero instrumento para el gran objetivo del almirante y testigo privilegiado del surgimiento de una de las personalidades más fuertes de la historia, quien llegó a confeccionar el Libro de las Profecías en el que compiló distintas citas de Santo Tomás de Aquino, San Agustín o los Evangelios que, según él, anticipaban su llegada al mundo.
La fascinación de Bartolomé por Cristóbal echa luz sobre algunos episodios previos a su descubrimiento, como la historia de un piloto desconocido que, por la grandeza de su mirada que “iba más allá”, le reveló que, al oeste, había una tierra cuyos habitantes van desnudos. Pero también Bartolomé da cuenta de algunos momentos emblemáticos de su infancia, como las lecciones de un enigmático maestro contratado por su padre, quien les cultivó el amor a los números; y también aporta lúcidas reflexiones acerca de lo complejo que resulta poner en palabras la otredad y atravesar la inestable relación que suele haber entre la verdad y la mentira, en tiempos en que “en Lisboa, como ocurrió después en Sevilla, no daba el tiempo para nombrar las cosas que se descubrían”.
En definitiva, si la vida de Colón estuvo siempre tan atravesada de misterios que se fueron acumulando como velos a través de los siglos, Orsenna descubrió que el mapa para no perderse en ese enigma estaba oculto, justamente, en la figura de su hermano cartógrafo.
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