Dom 20.01.2013
libros

El amante

› Por Susana Cella

“El tiempo, el único y verdadero chico malo/ en toda esta historia”, culmina el poema cuyo título es también el del primer libro que integra este conjunto de tres (Chicos malos, El muchacho de los helados y Esto no puede seguir así). A ese transcurrir ineludible que avizora un desenlace, se suman la singular dedicatoria, “al chico malo que hay en mí”, que a la vez se contrasta con una convicción: “Yo no creo en los chicos malos./ Aunque hagan cosas terribles, yo no creo...” Es decir, quien escribe, y en tanto definitivamente involucrado con su tema, a la vez se escribe, proporciona tres indicios como base de una imagen prevalente surgiendo de episodios en que seres diversos, pero sobre todo chicos –quizá los protagonistas y seguro los objetos de amor– habitan en casas pobres, se acomodan en algún rincón, en una camioneta vieja, andan en la calle o en bares tristes donde con músicas de fondo, gestos o frases coloquiales (“aguantame un toque”, “loco te quiero”), quedan ellos, fijados, como materiales presencias capaces de desencadenar una voz poética que entre constataciones, reflexiones y tramos narrativos, entretejidos sin solución de continuidad, dice de la más poderosa adicción: la pasión amorosa.

No casualmente el prólogo de Selva Almada arranca con esta frase: “El amor es una droga dura”. Tejidas con tiempo y amor persistentes, en el paso de la vida (que pasa, pero a la vez se queda), las escenas se suceden en los poemas, diagramando secuencias (lo que hubo, lo que hay y lo que habrá: “Y que la muerte llegue un día, y que sea yo/ el muerto./ El corazón más frío del mundo/ escribiendo un poema bajo la escarcha” (“Cuando la fiebre se termine”). En la múltiple trama, el sentimiento amoroso no deja de manifestarse en todos y cada uno de los poemas, pero sin exacerbaciones, sino con un tono como aire suave, en contenida y a la vez firme expresión. Escribir el erotismo, desligarlo de la obscenidad pornográfica, “hablarlo” en su circulación, implica encontrar el lugar desde donde el amante se afinca en su condición de tal, configurando un decir que hace eco en la novela del mismo autor, Adoro.

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