Cuando Julian Barnes obtuvo el premio Booker con El sentido de un final, las opiniones no tardaron en dividirse. Más allá de merecimientos y discusiones formales, la apuesta de la novela resultó bastante desconcertante. Dos puntos de vista sobre los hechos de una vida y sobre todo, de la juventud del narrador, de sus amigos del alma en los ’60 y de los caminos que cada uno tomaría. Y la pregunta por el sentido de un final que remite a la biografía de Barnes y ha dejado a los críticos comentando en voz baja qué le pasó.
› Por Fernando Krapp
Hay que decirlo: El sentido de un final de Julian Barnes es una novela que desconcierta sin ser desconcertante. Las repercusiones que tuvo fueron dispares, tan dispares como lo son también las repercusiones del Booker, clásico premio inglés como el té de las cinco, que Barnes obtuvo finalmente (después de años y años de ser finalista) con esta novela. El escritor Geoff Dyaer, desde las páginas de The New York Times, calificó a la novela de “promedio” (tal y como se define a sí mismo el protagonista) y la acusó de contribuir a la disminución de la novela británica. Mientras en The Guardian se exaltaron las cualidades más visibles que tiene el texto: “Una meditación sobre el envejecimiento, la memoria y el remordimiento”. En ambos casos, se ve un extremo.
El sentido de un final es una buena novela, impecablemente escrita, aunque se percibe en su lectura cierto desencanto, cierto apresuramiento; algo así como una novela de oficio, que, si llegáramos al final de nuestra especulación, tal vez ni se quiso escribir. Es, en rigor, una novela corta estirada en dos partes. El argumento es muy sencillo (como lo son la mayoría de los argumentos de Barnes), al menos en la primera parte: Tony Webster narra su vida en retrospectiva. Recuerda a sus amigos de la secundaria, sus salidas, su patética incursión en la vida de los ’60, las charlas con sus dos amigos, al que después se sumó un cuarto: Adrian. Tony recuerda bien, hasta con lujo de detalles, la inteligencia y la personalidad evasiva, demasiado madura, de Adrian. Las charlas con su profesor de Historia, sus salidas, la sensación de ser más inteligente cuanto más cerca estuviera de Adrian. Hasta que se termina la secundaria y comienzan la universidad; la vida se bifurca en sus previsibles caminos, Tony conoce una chica, Veronica, demasiado histérica según el punto de vista de Tony, aunque demasiado buena para él según el punto de vista silencioso de sus amigos. Salen, se hacen novios, Tony conoce a los padres de Veronica en una reunión, y tras un desencanto, se pelean.
Hasta acá, la novela se sostiene en un tono reflexivo. Tony rememora y reflexiona sobre su vida, sobre el amor, sobre su cuerpo, sobre los años sesenta, una década donde todo cambiaba, todo era nuevo, pero en rigor todo parecía estar pasando en otro lado. La novela de Barnes se basa sobre esa idea; que un estilo muy bien depurado, simple y sobrio, puede sostener un argumento demasiado sencillo. Ya lo grita Norman Mailer en El arte espectral: lo único que importa es el estilo. Pero para que todo estilo alce vuelo, bien lo sabe Barnes, se necesita un personaje (o al menos la marca de uno): Tony Webster entonces, un tipo “promedio”, sencillo, que intenta reflexionar sobre las cosas que ocurren a su alrededor como si no las entendiera del todo, un personaje como el doctor Braithwaite, narrador evasivo de El loro de Flaubert, que mientras lee y relee Madame Bovary, su mujer se acuesta con cuanto tipo se le cruza por el camino. Es decir: esos personajes son ya una marca de estilo de Barnes. Tipos semigrises que le permiten a Barnes un acercamiento ambiguo al humor, algo que, sorpresivamente, falta en El sentido de un final.
Y ése es justamente el tema: hay un vínculo invertido entre El sentido de un final y su autobiografía, titulada Nada que temer. Muchos son los puntos de contacto también argumentales entre un texto y otro: el hermano de Barnes es un reconocido filósofo que ha dado clases por las más prestigiosas universidades europeas con una inteligencia analítica muy parecida a la de Adrian en la novela. También un par de eventos parecen sacados de un texto y puestos deliberadamente en el otro: como los cruces de cartas y los diarios. Sin embargo, el mayor problema de la novela surge cuando Barnes intenta complejizar la sustancia narrativa con la que viene trabajado para, de algún modo, darle un sentido al final.
En la segunda parte, la edad madura de Tony, reaparecen los fantasmas del pasado, y los olvidos deliberados se hacen presentes nuevamente. Adrian se suicida y Tony recibe una carta de la madre de Veronica con una herencia para él. Barnes enreda la trama a tal punto que el lector se queda atónito preguntándose el porqué de semejante decisión. En cierto modo, y es el argumento del narrador, Tony reflexiona y recuerda su pasado. En ese reflexionar y en ese recordar sobre la propia vida y la propia experiencia hay cosas que se le escapan y reaparecen, oh casualidad, cuando la trama se lo demanda.
A pesar de ser un francófilo declarado y un amante incondicional de Gustave Flaubert, Julian Barnes es un gran heredero de Henry James, sobre todo en sus cuentos, memorias, y recortes culinarios (se sabe de la eterna disputa entre James y Flaubert, tan eterna como las eternas guerras isabelinas entre Inglaterra y Francia). Y esto parece arraigarse más en su última novela, la que probablemente sea la más jamesiana de todas en un sentido estilístico del término. Sobre todo en el hecho de construir un relato donde el punto de vista determina a la narración y no es la narración (los hechos, los famosos hechos) la que determina el punto de vista. Porque la vida que vivimos no es otra que la vida que contamos, y la vida que contamos es la vida que nos inventamos, con sus variables, con las cosas que elegimos olvidar pero que sabemos que siempre están.
La novela de Barnes entonces se basa sobre la fluctuante experiencia, sobre los distintos puntos de vista que se adoptan a lo largo de una vida, y sobre las sorpresas que te dan el paso de los años, cuando parecía que tenías una vida armada y un cambio de timón le dio un sentido arbitrario a las cosas.
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