Todas las voces, todas
Algo va a pasar
Horacio Esber
De La Campana
Buenos Aires, 2002
96 págs.
POR JORGE PINEDO
Ladrón consuetudinario, hijo, nieto, padre de chorros de oficio, honor y tradición, Tracatraca Araniz tuvo por suerte (¿?) compartir con presos de la última dictadura militar una de las tantas celdas que el infausto destino supo depararle. Desarraigado de su medio natural, en semejante ámbito comenzó a recorrer no sólo experiencias diversas sino también expectativas y, por sobre todo, lenguajes. El de las clases sociales, el del amor, el del arte, el de la política. Tránsito que moviliza a Tracatraca por uno de los rituales narrativos no menos tradicionales que espinosos: el que va del liberal itinerante (el aventurero) al progresista comprometido (el militante). Circuito mítico si los hay, precisa de circunstancias y personajes secundarios encargados de urdir la epopeya. Los testimonios minuciosamente recopilados por un compañero de cárcel constituyen las tramas cruzadas que hacen el bricolage del que se nutre Algo va a pasar.
Una chica judía que por amor a un hombre y a la Revolución renueva un universo arcaico, un indiecito del monte chaqueño que sin comprender cómo va a parar a un penal de máxima seguridad, un pichón de periodista desahuciado de noticias; traidores, chantas, héroes, villanos, sádicos, ingenuos, vivos y muertos. Sus historias, rescatadas por el Mudo Artemio y a su vez legadas a Araniz, respetan el habla de sus protagonistas, incluyendo sus respectivos campos semánticos y universos discursivos, de manera que la nouvelle de Horacio Esber opera al modo de un catálogo de lenguas. Puestas cada una en su respectivo contexto, jamás llegan a confundirse pese a la abundancia de particularidades que, al mismo tiempo, hace que se asemejen y las torne irrepetibles. Probablemente en tal característica se agazape el carácter experimental de la narración, inserta en atmósfera y escenarios urbanos. Respeto por el detalle coloquial que, en fugaces instantes, torna levemente inverosímil (desde el aquí y el ahora) reflexiones y parlamentos que, en su momento, no sólo fueron posibles sino que se practicaron con asiduidad: los esencialismos en torno de la felicidad, asociada al triunfo del campo popular, y la desdicha, consustancial al bando de los opresores.
De tal modo, Esber es capaz de saltar de un diálogo cargado de moral y poesía canyengue (“Ustedes tienen que saber y guardarse pa’ siempre esto, en la cufa uno ve cada cosa por demás esquifusa, pero no hay nada peor que los que la van de amigos y son batidores que te venden por un poco de vento. Esos son los que tienen el alma seca.”) a otro protagonista imprimiendo un sesgo nunca del todo disonante respecto al anterior: “Llegaron de todas partes, con el único equipaje de las cicatrices-recuerdo cosechadas a fuerza de muchos silencios-olvido”.
Frente a quienes decidieron “algo hay que hacer” y obraron haciéndose responsables de los efectos de sus acciones; contra aquellos cuya posición se resumió en un “algo habrán hecho”, en su segunda novela luego de El familiar, el autor hace del relato un augurio, el de Algo va a pasar. Tal vez lo peor. Tal vez lo mejor; en Madrid, en el Deefe, en París.