Dom 18.08.2013
libros

El río sin orillas

Derivada de su celebrada La casa de papel, La breve muerte de Waldemar Hansen es una novela concentrada, que respira la melancolía de Montevideo y la atmósfera de los relatos onettianos. Carlos María Domínguez repasa su trayectoria en ambas orillas del Río de la Plata, donde el tiempo pasa de un modo tan diferente, o no pasa.

› Por Juan Pablo Bertazza

Un hombre va a una verdulería de Rocha, Uruguay, a comprar dos kilos de papa. “Hoy no hay papa”, le responde el vendedor frente a un cajón repleto de papas. “¿Y ese cajón?”, le retruca el comprador. “Esas no están a la venta porque si las vendo hoy, ¿qué vendo mañana?”. La anécdota es de un compañero de trabajo de Carlos María Domínguez, escritor nacido en Argentina que en 1989 encontró, sin embargo, un refugio –y luego un hogar– del otro lado de la orilla. El diálogo absurdo le sirve a Domínguez para explicar lo que él entiende como la máxima diferencia entre Argentina y Uruguay, dos modos distintos de habitar el tiempo: en Argentina nunca alcanza, en Uruguay sobra.

Escritor perfectamente consciente de sí mismo –de su obra, de su lugar en la literatura rioplatense–, Domínguez atravesó como pudo los años de la dictadura en nuestro país: empezó a colaborar a los 18 años en la prestigiosa revista Crisis y, un año después del golpe del ’76, emprendió un viaje de tres meses por el norte argentino con mochila, maquina de escribir portátil y grabador. “Hoy me doy cuenta de que estaba totalmente regalado: anduve por la selva tucumana, por el Ingenio Ledesma, no sé por qué no me agarraron.” El objetivo fue reunir testimonios de bolicheros, maestros y obreros para dar voz a la vida de los pueblos del norte, y luego transformar esos testimonios en notas y, muchos años después, en el libro de crónicas El norte profundo. Una de las investigaciones que más recuerda trató sobre trabajos insalubres: “Lo que más me sorprendió fue que la mayoría de los colectiveros y maestros terminaban en un manicomio”.

Cuando volvió, Domínguez empezó a trabajar como corresponsal de Brecha hasta que le ofrecieron cruzar definitivamente la orilla. El sí lo dijo cuando Menem ganó las primeras elecciones presidenciales: “Lo veía venir; cuando los grandes grupos financieros destrozaron el gobierno de Alfonsín, intentaron imponer a un nuevo mesías”.

Además de modificar el transcurso de su vida, esa decisión también rediseñó su carrera literaria. Hasta el momento había publicado en nuestro país su muy bien recibida primera novela, Pozo de Vargas, acerca de la emblemática batalla de la montonera de Felipe Varela. Al principio, Domínguez casi se vuelve loco por el ritmo tremendamente lento de Montevideo, “una ciudad fascinante para un escritor siempre y cuando aprenda a soportar su melancolía”. Luego, se fue adaptando, a medida que aprendía a disfrutar de ese tiempo de más: tiempo para conversar, tiempo para escribir, tiempo para leer y, sobre todo, para descubrir a esos personajes riquísimos que suele tener Montevideo. Él conoció a muchos pero el primero que se le viene a la cabeza es Ramón Báez, un trabajador de la estiba del puerto de Montevideo que le proporcionó dos grandes anécdotas que alimentarían su obra. Una sobre el contrabando de jerarcas nazis a través de la isla de Juncal, algo que Domínguez ya había leído en “La balada del álamo Carolina” de Haroldo Conti, y otra sobre Johnny Weissmüller, el nadador olímpico y el Tarzán más célebre de todos los tiempos. En la década del ’50, Perón contrató al atleta para coordinar una colonia de niños en el río Paraná. Como para Ramón, Johnny era todo un héroe, se puso a nadar cerca de él. Tarzán lo invitó a hacer unos largos y Ramón, todo un irrespetuoso, lo pasó al ex campeón olímpico. Ahí se enteró de primera mano que nada odiaba más Weissmüller que a la mona Chita y que el célebre grito de Tarzán –mezcla de hombre y animal– se armaba en el estudio, por lo que el actor no podía reproducirlo pese a las súplicas de los chicos. “Lo paradójico es que Weissmüller murió en el psiquiátrico intentando hacer el grito de Tarzán. Otro dato que me impresiona es que Johnny tuvo de chico poliomielitis y desarrolló esa caja torácica para recuperarse. Cuando lo logró, fue a Hollywood. De chico, el padre de Arnold Schwarzenegger llevó a su hijo a una performance que hacía Johnny en una pileta de natación de Austria, y el joven quedó tan impresionando que empezó a dedicarse al fisicoculturismo”, remata Domínguez.

Escritor de perfil bajo, y orgulloso de serlo en tanto es uno de esos autores que valoran la ética y el trabajo de la literatura, Carlos María Domínguez sufrió y sigue sufriendo la inmediata asociación que genera su nombre con Claudio: “El fue haciéndose muy mediático, quedé derrotado y dejé que Argentina se quedase con el María Domínguez que quisiera, pero la verdad es que el parecido fue siempre una incomodidad. A veces el personaje va a Uruguay: una vuelta me llamó y me dijo ‘te quiero saludar porque me están atribuyendo a mí un premio que ganaste vos, menos mal que sos uruguayo’”, se ríe aún hoy Domínguez.

El premio en cuestión era uno de los tantos que le valió La casa de papel (2002), hermoso homenaje al libro centrado en la figura del bibliófilo Carlos Brauer, cuya obsesión muestra la bendición y, al mismo tiempo, la condena que significa el amor por los libros y las bibliotecas. La obra se tradujo a más de veinticinco idiomas y le permitió a su autor dedicarse de lleno a la literatura. Aún hoy, le sigue deparando sorpresas: “En Cádiz, en el encuentro anual de académicos de la lengua española, hay una tradición muy fuerte de encuadernadores. Este año le encargaron a la editorial Summa Artis una edición numerada de 121 ejemplares de La casa de papel ilustrada por una artista leonesa. Ese va a ser el premio al ganador del concurso de encuadernadores. Pensar que yo escribí la historia de un libro vagabundo, mendigo, y ahora me lo convierten en príncipe”, se sorprende Domínguez.

La breve muerte de Waldemar Hansen. Carlos María Domínguez Mondadori 171 páginas

En La breve muerte de Waldemar Hansen, novela que acaba de editarse aquí, reaparece precisamente Carlos Brauer quien, en este caso, se encarga de narrar una especie de amistad póstuma que mantuvo con un hombre taciturno al que conoció en la sala de espera de un abogado. Al poco tiempo de empezar a frecuentarlo, el hombre se suicida y, al mismo tiempo que lo va conociendo a través de los extraños comentarios y conductas de sus familiares, Brauer tratará de descifrar las razones de su repentino suicidio. Contundente y enigmático –onettiano como varios libros de Domínguez–, La breve muerte de Waldemar Hansen parece inspirado por la lectura de Chesterton, Stevenson y Virginia Woolf, entre otros. Y por esa idea, agrega Domínguez, de “despojar a la novela de los tiempos muertos, y que todo lo que se dice sea dicho de una manera directa, de una sola vez. Más allá de los consejos de Borges o Bioy, lamentablemente persiste una tradición antiinglesa muy fuerte”.

Esa falta de énfasis tan literaria de los ingleses, Domínguez vuelve a relacionarla con los particulares tiempos de Montevideo, su ciudad de adopción, esa ciudad melancólica y detenida en el tiempo que se resume en una de las frases más brillantes que aún hoy, cuenta Domínguez, permanece escrita en la pared: “El 104 no es como el tiempo, el tiempo pasa”.

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