Dom 29.09.2013
libros

Perder todo

Thomas Wolfe fue una voz torrencial que susurró en los oídos de los autores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Pasó muchos años fuera de circulación en castellano hasta que la editorial Periférica recuperó Una puerta que nunca encontré y El niño perdido, dos novelas que forman parte de su ambicioso proyecto literario truncado por una muerte prematura a los 38 años.

› Por Fernando Krapp

En una de sus recaídas, Scott Fitzgerald habló mal en una entrevista –irónicamente– de un colega suyo llamado Thomas Wolfe. El editor de ambos, el gran Maxwell Perkins, le pidió a Scott que le escribiera a Wolfe aclarando un poco qué era lo que había querido decir en la entrevista. Y cosa de evitar algún encontronazo emocional, Fitzgerald trató de echar agua en algunos puntos acerca del arte de escribir novelas: sobre el porqué de la corrección, Flaubert, y qué sano es cortar frases con un hacha bien afilada. La respuesta no tardó en llegar. Y, a diferencia de la extensión de la carta de Scott, la de Wolfe era larga. Muy larga. “Me decís que un gran escritor como Flaubert dejaría afuera de su novela de manera consciente cosas que cualquier fulano no dudaría en dejar adentro. Bueno, no te olvides, Scott, que un gran escritor no sólo es bueno por lo que deja afuera (leaver-outer) sino por lo que pone adentro (putter-inner), y que Shakespeare, Dostoievsky y Cervantes eran grandes por todo lo que dejaron dentro, así como Flaubert será recordado por todo lo que decidió dejar por fuera.”

Probablemente, no haya un extracto (o sí, seguramente haya muchos, muchos más) que mejor defina la literatura de Thomas Wolfe, que el que la editorial Periférica vuelve a poner en circulación después de años de olvido con dos textos breves –El niño perdido y Una puerta que nunca encontré–. Wolfe nació en 1900 en Asheville, un pueblo muy chiquito de Carolina del Norte, y murió de tuberculosis en 1938. En apenas 38 años se las arregló para escribir una infinidad de páginas, novelas, obras de teatro, cuentos cortos y largos, y convertir su propia vida en un reverso de la ficción con la que expandió los límites de la novela norteamericana. Wolfe fue el menor de ocho hijos. Vivió su infancia sobreprotegido por su madre –que alquilaba habitaciones para visitantes ocasionales–, sufrió las obligaciones del padre –quien vivía de tallar lápidas–, padeció de muy chico la muerte de su hermano Grover a causa de la fiebre tifoidea y – quizás exageró su sufrimiento– las limitaciones del pueblo chico. El pequeño Thomas quería conocer ciudades (viajó seis veces a Europa), convertirse en un gran dramaturgo. Intentó perseguir esa vocación durante los tres años y medio que duró en Harvard, pero sus largos soliloquios y sus fracasos escénicos lo hicieron desistir. Acto seguido, volcó todo ese torrente de palabras en su primera novela: El ángel que nos mira.

Su debut literario marcó un hito silencioso por partida doble: generó la expectativa arbitraria y confusa de que había un gran escritor en una novela prematura (Sinclair Lewis lo mencionó en su discurso del Premio Nobel) y generó un vínculo con el editor Maxwel Perkins, antológico editor de Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Perkins tuvo un papel sustancial en la que sería la obra magna de Wolfe: Del tiempo y el río. El editor mandó a imprimir la novela antes de que Wolfe la diera por terminada, porque había percibido que ese anhelado punto final no existía. Eran más de mil páginas, donde Wolfe daba rienda suelta a todas sus contradicciones, y liberaba durante cinco años de productividad a todos los fantasmas de su adolescencia. Si con El ángel que nos mira había recibido cartas amenazadoras de gente de su pueblo que se había encontrado en la novela, en Del tiempo y el río Wolfe cortó relación con su pasado al convertir todo ese material en una novela bella y deforme: retoma la historia de Eugene Gant, su alter ego, y la desarrolla en sus años de formación literaria atravesados por la muerte del padre. Esa novela supuso la consagración y a la vez, como dijera Faulkner, su fracaso. No volvería a escribir nada tan intenso y arrollador, tan perfectamente imperfecto.

Toda la producción posterior de Wolfe está relacionada con esa novela-río. Los dos textos que la editorial Periférica rescata, si bien tienen distintas fechas de escritura, están relacionados con la historia de Eugene, de su padre y su hermano. Una puerta que nunca encontré fue concebida para una revista literaria y refleja la experiencia de Wolfe en Brooklyn. Revela las frustraciones que supone insertarse en la vida moderna de una metrópolis, todas las esperanzas que se ven apagadas por las luces de la ciudad. Narrada en primera persona, sin distinción de personajes, Una puerta... simula la forma de una confesión. El texto carece de estructura (Wolfe diría que esa carencia es justamente su estructura), el narrador hilvana en una misma voz lo que piensa de la gente con plata, del recuerdo de su madre y lo que le revela el rostro de un hombre viejo: “Todo el saber de sus millones de lenguas se hallaba en esa única voz inefable: el conocimiento que un hombre acumula a lo largo de toda una vida de trabajo, rabia y desesperación me hablaba al atardecer y permanecía dentro de mí durante toda la angustia de la noche”.

El niño perdido, por su parte, fue escrito un año antes de la muerte del autor. Wolfe vuelve una vez más a la muerte de su hermano, pero en una forma breve, en una nouvelle. El texto está separado en cuatro partes; la primera narra un episodio donde un niño tiene un problema con un vendedor de caramelos a quien le intenta pagar con estampillas; la segunda y la tercera parte son los recuerdos de la madre, casi como una voz de la conciencia, que le dicta detalles, sensaciones, olores, relacionados con el hijo perdido, y la última parte narra el regreso del hermano a la casa donde vivía de chico y donde su hermano murió. No hay giros ni cambios ni desbordes dramáticos. Wolfe contiene en este texto, de una belleza peculiar y salvaje, el retrato oblicuo de su propia experiencia después de perder a su hermano. La memoria se teje por capas y por retazos polifónicos, y así avanza la escritura en El niño perdido, sostenida por el tono y el lirismo de su prosa.

El proyecto de Wolfe es comparable con la comedia humana de Balzac; sus personajes se repiten, se reencuentran, se pierden y mueren o viven en lugares oscuros de ese mundo revelado por intermitencias. Pero la diferencia entre ambos autores es sustancial: mientras que en Balzac la literatura era un reflejo de los diversos estratos sociales interconectados entre sí por las historias de sus personajes, Wolfe está más interesado por las percepciones y por la memoria, por cómo el tiempo crece y deforma y cómo la literatura puede reflejar ese paso del tiempo sin necesidad de contenerlo en una forma cerrada. Su literatura es expansiva, crece como el sedimento de un río. La escritura de Wolfe no deriva de la novela decimonónica francesa e inglesa, esa forma estructural y dramática excede al torrente verborrágico que libera la narrativa de Wolfe. Su linaje, si bien lo podemos vincular con Melville, está relacionado con Thoreau y –sobre todo– con Walt Whitman. Wolfe es (y será) recordado también por ser, como señaló Faulkner, uno de los grandes fracasos de la literatura norteamericana. Fracaso, quizá, por haber buscado desesperadamente una síntesis perfecta entre arte y vida, por haber territorializado su breve experiencia con una escritura abarcativa, demencial, megalomaníaca, sin dejar de ser íntima y personal.

A pesar de que Scott Fitzgerald se llevara bastante mal con Wolfe, al punto tal de que este último se lamentara varias veces haberlo conocido e incluso alegara que el autor de El Gran Gatsby estaba atentando contra su propio trabajo, Fitzgerald reconoció en Wolfe a un maestro. Lo mismo hicieron Hemingway, Faulkner y los escritores de la Generación Perdida. Pero no sólo ellos, la escritura de Wolfe se percibe en los largos párrafos inconscientes de Kerouac y en la intención/tensión vital de la escritura beat. Se percibe en Steinbeck, y su búsqueda por abrir los cercos del realismo etnográfico. Phillip Roth reconoció haberse desvelado en su juventud con sus novelas. Se percibe hasta en Paul Auster. Thomas Wolfe quizá sea uno de los escritores para escritores más secretos y escondidos, muy citados en papers y muy poco leídos y reeditados. Un escritor que se alza no como una sombra terrible e insondable, sino como voz tersa y madura, pero a la vez frágil e íntima; una sombra que se permite mutar de lectura en lectura, y propagarse por entre distintas escrituras como un mapa borroneado para un territorio infinito y desconocido.

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