Al calor del éxito de Nada se opone a la noche, su libro sobre la madre, se publica doce años después de la edición original, Días sin hambre, novela y testimonio acerca de la anorexia. Ahora, con el nombre de la autora, Delphine De Vigan, quien así dejó definitivamente atrás un pasado de seudónimos y deudas familiares pendientes.
› Por Mara Laporte
“No necesita morirse para renacer.” Laure, con 19 años, 36 kilos y un cuerpo negado hasta en su existencia, volvió a su casa repitiendo las palabras del médico y las escribió. Luego, esas mismas palabras abrirían el camino. Morir, renacer. Escribir. Surcada por estas tres pulsiones atraviesa la protagonista de Días sin hambre su lucha contra la anorexia. La muerte como posibilidad latente ante un cuerpo que se vacía de sí mismo casi hasta su disolución, el camino de vuelta a la vida como opción única y, en el centro del péndulo, la escritura que es al mismo tiempo alivio y subversión.
Días sin hambre es la primera novela de Delphine De Vigan, publicada originalmente en 2001 bajo el seudónimo de Lou Delvig. Y subyace a esta cuestión nominal una anécdota que poco tiene de inocente: De Vigan aceptó publicar aquella vez bajo seudónimo a pedido de su padre. Porque en su primera novela, lo que viene a narrar la autora francesa es su propia historia y, con ello, lo que acaba dejando a la intemperie, desde la autobiografía o la autoficción, son también las llagas más dolorosas de su propia vida familiar.
De Vigan no lo ignora: “Para mí, el origen de la escritura se encuentra en la niñez, se nutre de las grietas y heridas de la infancia”. Sin embargo, el mérito de esta novela consiste en que la autora logra ir más allá de los reproches familiares tardíos. “He comprendido cuán magnífico homenaje puede ser una novela cuando su objetivo no se limita a recomponer cuentas pendientes, sino acercarse a una verdad”. Y la búsqueda de esa verdad, De Vigan viene a plantearla aquí a partir del enfrentamiento de la protagonista con una enfermedad que –lo sabe la autora mejor que nadie– presenta innumerables aristas.
La historia comienza con la descripción de un estado y una sensación. Un estado al que Laure no sabía nombrar y al que había llegado paulatinamente, casi sin darse cuenta. Y una sensación clara: el frío, la gelidez que le anunciaba la proximidad del final y el imperativo de elegir entre la vida y la muerte. Impulsada por ese frío acepta ingresar a un hospital a encarar el tratamiento para su anorexia, y así se lanza De Vigan a trazar el recorrido de la protagonista –su propio recorrido– a través de una enfermedad que, mientras va menguando su cuerpo, la enfrenta descarnadamente a aquello en lo que se ha convertido y a aquello que ha dejado de ser. Allí, entre las paredes de un hospital, transcurre la mínima trama de una novela en la que la autora logra, con un tono lacónico y exacto, acompasar su escritura al ritmo del proceso de curación de la protagonista. El hecho de que Laure pase sus primeros días de internación sumida en el silencio o el balbuceo, incapaz de utilizar palabras para dar nombre a su enfermedad o para nombrarse a sí misma, y de que esa parquedad expresiva se traslade a las primeras páginas del libro, constituye un acierto técnico de la autora, que bien sabe que cuerpo y lenguaje suelen conformar un andamiaje sólidamente ensamblado. El relato avanza, se suelta, gana corporeidad y se descomprime en la misma medida en que también lo va haciendo la protagonista. Por otro lado, la decisión de De Vigan de utilizar la tercera persona para sumergirse en una historia claramente autorreferencial probablemente responda a una necesidad de mantener la cercanía –o la distancia– justa a nivel narrativo y emocional entre la vida de la protagonista y su propia vida.
En Días sin hambre, Laure transita por todos los estadios de una enfermedad a la que, en principio y paradójicamente, se aferra con todas sus fuerzas como el único modo de existir. Porque la anorexia la desdibuja y le confiere identidad al mismo tiempo: si no se cura, sabe que acabará muriendo, pero si lo hace, terminará esfumándose a los ojos de la gente como una más entre los otros. Y en esta ambigüedad transcurre sus días en la planta 12 de un hospital parisiense destinada a pacientes con trastornos alimentarios, con quienes va construyendo un vínculo de compañerismo y amistad que la sostiene en su recuperación y que de alguna manera sustituye el vacío de contención dejado por su familia biológica. Una familia absolutamente disfuncional conformada por un padre violento y alcohólico que la culpa de todas sus desgracias, una madre internada en un neuropsiquiátrico incapaz de expresar su propio sufrimiento, y una hermana menor, tan víctima de las circunstancias como ella, a la que lamenta haber abandonado a su suerte.
En el hospital, Laure comienza a comprender que había elegido el ayuno como una manera de anestesiar el dolor; se había vuelto más fuerte que el hambre y la necesidad y, siguiendo esa lógica, su cuerpo menguante era una evidencia tangible de su fortaleza. Con el tiempo, cuando percibe que se ha convertido en una mera certeza intelectual de su existencia, entiende también que ha dejado de verse, encerrada en una piel que se vacía y amenaza continuar vaciándose sin fin. Entonces surge la figura del doctor Brunel, el único que parece verla, el que inventa infinidad de historias para ella y a través de la palabra –otra vez, la palabra– acaba rescatándola del silencio. Laure establece con su médico una relación de transferencia, y es entonces cuando su cuerpo ausente comienza a recuperar la posibilidad del deseo. Porque lo que viene a plantear De Vigan en su novela, entre otras cosas, es que la anorexia, más que una negación al alimento, es un “hambre de vivir”.
Días sin hambre no es un libro único en cuanto a su temática: Amélie Nothomb en Biografía del hambre o Laurie Halse Anderson en Frío, por dar algunos ejemplos, también se han referido a la anorexia en sus relatos. Tampoco explora nuevas formas narrativas: se trata de una novela de tinte autobiográfico como tantas otras. Ni siquiera es novedoso el recurso de ventilar dentro de la propia novela cuestiones familiares (la misma De Vigan ya volvería a saldar cuentas con los suyos en Nada se opone a la noche). Pero si hay algo que vuelve, si no única, al menos singular a Días sin hambre es la forma en que aborda la cuestión de la corporeidad. Delphine De Vigan arriesga. Iguala la escritura al cuerpo, como una forma de compromiso vital. Plantea la literatura como ese encuentro con lo que Julia Kristeva denominó “lo imposible”: la confrontación con el abismo en un intento por probar hasta dónde es capaz de llegar la escritura en tanto viaje hacia el fondo de la noche. “A veces –sostiene la autora–, es necesario sobrepasar los miedos o las prohibiciones para que las palabras puedan existir. Eso no es cómodo. Pero escribir jamás es cómodo y considero indispensable que la escritura sea un lugar de investigación, de interrogación, de duda, de conflicto.”
Morir, renacer, escribir. Transgrediendo la petición paterna con un derecho ganado a pulso, doce años después de su primera edición, Días sin hambre se publica en español bajo el nombre real de su autora. Delphine De Vigan acaba de anotarse otro punto en la pulseada.
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