En su primera visita a la Argentina, el filósofo Jean-Marie Schaeffer habla sobre los temas que lo han preocupado en los últimos años y que se desarrollaron especialmente en El fin de la excepción humana. Una reflexión que pone en jaque al propio discurso de la filosofía académica y a una concepción rígidamente antropocéntrica del humanismo.
› Por Fernando Bogado
Si hay algo que ha dejado en claro el desarrollo de la filosofía francesa en los últimos años es que nuestro tiempo puede muy bien definirse como el del ocaso de un concepto: el del hombre. Con un fuerte antecedente en el estructuralismo y el post-estructuralismo (vía relectura del Heidegger de Carta sobre el humanismo), esta corriente continental de pensamiento ha revisado las formulaciones de diversos saberes criticando formas de conocimiento que ponían en el centro a este concepto por demás europeizante. En El fin de la excepción humana (FCE, 2009), de Jean-Marie Schaeffer –director de estudios de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales y volcado a investigar las prácticas estéticas como conductas humanas que sobrepasan el nivel intrínseco de la obra– esta centralidad es denominada “Tesis de la excepción humana”: el hombre es el único ser del mundo biológico que cuenta con mayores privilegios (autootorgados) y que, por esos privilegios, se encuentra por fuera de la determinación biológica. En su libro de más reciente aparición en castellano, Pequeña ecología de los estudios literarios, el autor se propone explicitar esta “Tesis”, esta estructura de pensamiento, en sus aplicaciones prácticas, como en la idea de La Literatura (con mayúsculas) todavía presente en los estudios literarios, para confrontarla con ciertas formulaciones científicas o propias de las filosofía analítica que desarman esta soberbia antropocéntrica. Además, Schaeffer lee en el comportamiento de los especialistas en teoría literaria una estrategia propia de las ciencias humanas y de la filosofía frente a los movimientos en la biología o la genética: agruparse, defender un territorio del saber y ser poco susceptibles al cambio. La gran pregunta que el autor deja en el aire es determinante y un poco apocalíptica: ¿cuánto tiempo más puede resistir el concepto humanista y clásico del hombre (y de sus conceptos derivados, como el de literatura) en un estado del conocimiento científico cercano a encontrar la clave biológico-genética de lo humano?
Schaeffer realizó por estos días su primera visita a la Argentina.
El vínculo que existe entre El fin de la excepción humana y Pequeña ecología de los estudios literarios es la aplicación práctica en el último de las formulaciones teóricas del primero. En ese sentido, ¿pensó en estos dos textos como complementarios?
–Son algo más que complementarios. El fin de la excepción humana es como una propedéutica, una preparación al verdadero trabajo, que es el histórico social y que, en el final del primer libro, sólo lo indico al pasar, pero que finalmente es lo que me interesa, que es el trabajo sobre el cuerpo. Siempre hay que estudiar situaciones concretas. Yo creo que ésa es la única manera en que las ideas, las visiones y los conceptos existen y viven. Uno puede abstraerlos de las realidades sociales en las que existen, pero si se quiere realmente comprender la eficacia que tienen, hay que estudiarlos en sus encarnaciones concretas.
El fin de la excepción humana aborda un problema que ya estaba planteado en Las palabras y las cosas, de Michel Foucault. ¿Tenía en mente esas observaciones a la hora de encarar un trabajo que critica, en alguna medida, la construcción del concepto del hombre?
–Sí, es una pregunta que me han hecho en otras ocasiones, y me pregunté luego por qué yo no había establecido ese vínculo en la reflexión que llevé adelante en El fin de la excepción humana. Yo creo que se debe a que Las palabras y las cosas fue parte de mi propia educación cuando era joven, y su genealogía individual la he perdido en cierto modo, ya no me acordaba lo que me conducía a tal o cual idea. O sea que, en realidad, como en todo libro, están las referencias explícitas y están las referencias mentales de las cuales uno no toma necesariamente nota después de unos 25 años. Sin embargo, creo que eso crea la idea de que estamos pensando bajo la óptica de un problema valedero y que cada uno trata de responderlo como puede.
¿Cómo lee la relación entre filosofía y ciencias duras? Por ejemplo, el lugar filosófico que podrían llegar a tener los avances en campos como el de las neurociencias.
–Hay una conjunción de saberes que provienen de la genética, de la biología, de la evolución de las neurociencias, de la psicología y de la reflexión filosófica, al menos de una parte, que hace que ya no podamos continuar diciendo que todo lo que aprendimos en esos campos es poco pertinente para pensar al hombre filosóficamente. Yo creo que en ese sentido tenemos mejores oportunidades que nuestros predecesores al final del siglo XIX, que también trataban de pensar esa conjunción entre la naciente psicología experimental y la filosofía. Inclusive hoy, las neurociencias siguen siendo un gran continente oscuro, hay muy poca claridad. Pero los pocos progresos que se han hecho son tan decisivos para la comprensión filosófica que no tenerlos en cuenta es condenarse a no ser pertinente.
¿La filosofía entonces tiene un rol eminentemente ético?
–Esta cuestión en torno de la ética es parte de un movimiento defensivo, como si la filosofía abandonara poco a poco un territorio tras otro. Después de haber creído perder la filosofía de la mente, la filosofía busca conservar, por lo menos, la cuestión de la ética, formulándola no ya como una pregunta meta-ética para comprender la ética, sino como una intervención, estableciendo a la filosofía como un saber de la buena vida, cosa que siempre ha sido, por otra parte su propia historia así lo indica.
Entonces, ¿lo único que le queda a la filosofía es criticar al propio discurso filosófico, al estilo de la deconstrucción derridiana?
–Esa es una estrategia estándar de la filosofía. Es lo que Kant ya había hecho. Kant escribía en una situación histórica muy diferente, en donde resultaba normal para un filósofo no sólo un buen conocimiento sino un interés profundo por los saberes científicos. Esto cambió con el idealismo alemán. Kant se interesaba por lo que estaba en el centro de la ciencia de su tiempo, por ejemplo, las teorías cosmológicas. Hay un interés completamente distinto una generación más tarde. Jacques Derrida escribió en una época o en un contexto donde el tema de la relación con las ciencias naturales ya no se planteaba. Dicho esto, creo que es muy interesante el hecho de que al final de su vida él se haya interesado por la animalidad: lo mismo ocurre cuando uno lee a Heidegger y no se limita a leer los ensayos que él publicó. Cuando alguien sigue sus seminarios, vemos que al comienzo de los años treinta estaba obsesionado por el tema de la vida y tenía en cuenta al plantearse esa pregunta los trabajos científicos, sobre todo, los trabajos de etología que están presentes con los autores indicados, pero si uno lee sus ensayos todo eso desaparece. Quiere decir, me parece a mí, que al mismo tiempo en Heidegger y de una manera mucho más abierta y valiente en el último Derrida, esa voluntad de dejarse inquietar por algo que hasta ese momento había sido tratado por él como algo totalmente externo, es admirable. Inclusive un pensamiento que sólo quiere moverse en la deconstrucción de otros pensamientos encuentra a veces lo real.
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