Por los alrededores, por afuera y por dentro de la cultura argentina y su literatura, Subrayados, el nuevo libro de María Moreno, apuesta sus mejores fichas a la asociación libre, el desprejuicio en la mirada y la desacralización de las figuras de escritores. La amistad, las dedicatorias, la bohemia de los dandies y hasta la posibilidad de que Fierro y Cruz hayan encarnado una profecía del matrimonio igualitario, abren el camino para el goce y la reflexión contra todo riesgo de solemnidad.
› Por Natali Schejtman
Como en un fluir continuo entre un tema y otro, mientras contesta sobre preguntas puntuales alrededor de Subrayados, su nuevo libro, o sobre uno que vendrá, María Moreno tiene una facilidad fabulosa para referirse al quehacer periodístico, un lado B que se esconde y varias veces emerge en sus textos. Ese lado B –devenido en ocasiones lado A– puede recorrer la materialidad de la cinta versus el archivo digital, la forma en la que pregunta cuando hace una entrevista, sus estrategias performáticas a la hora de encarar a un personaje o el modo en que escribe o entrega una nota. Porque todo eso, el grabador, la computadora, la silla, la hora de cierre, hace al texto. Y ella lo pone ahí, como un work-in-progress que se convierte también en el producto final. Esa cotidianidad de oficio se entromete no sólo cuando habla de literatura, sino también cuando escribe. De hecho, el título de las columnas que ella entregaba semanalmente en la revista Debate, “El subrayado es mío” , y que ahora están compiladas en su libro, junto con otras publicadas en Páginal12, es también el modo en que empieza la primera nota y alude a una actividad manual y común a todos los lectores-escritores: subrayar “con tímido lápiz, con barras gritonas o con regla de obsesiva”. Pero además, las minucias de la comunicación cotidiana (“el otro día le oí decir a Martín Kohan”) aparecen desperdigadas, puestas ahí para sellar el efecto de la cronista del mundo literario, desde el lápiz que subraya hasta el congreso en donde se presentan obras terminadas. Eso sí, pasando por la fatídica entrega. En “Literatura y constipación”, por ejemplo, Moreno empieza citando una escena del prólogo de La vuelta de Don Camilo, de Giovanni Guareschi (cuya moraleja sería “Jamás haré hoy lo que bien puedo hacer mañana o dentro de dos meses”), para mencionar la relación del escritor con los tiempos de entrega y los llamados desesperados de los editores, y luego volcarse a hablar de la procrastinación de la autora y sus amigos de bares Jorge Di Paola y Miguel Briante. Aunque ahora, dice, empezó a no bancarse la angustia de entregar tarde... “En una época me la bancaba. Es como un goce de estar al filo de la navaja. Pero por tardar más no soy mejor. No es que perfecciono el texto hasta un extremo en donde me satisfaga como quedó. Quizá cuando se retiene la entrega del texto sea el período de un acopio inconsciente. Es paradójico, soy procrastinadora, pero al mismo tiempo soy muy rápida. Entrego tarde pero escribo rápido. Así es la cosa. Y aparte escribo de un tirón. Estoy acostumbrada al tirón de la entrega inmediata al diario. Una vez que me senté es difícil que deje una nota. La hago a lo largo de las horas que sean necesarias.”
Acto seguido refiere una anécdota mencionada en Subrayados, a propósito del autor de La vuelta de Don Camilo: “Guareschi cuenta que debía una nota a Oggi y otra a Cándido, que era la revista que sacaba él. Había que entregar antes porque el día siguiente era Nochebuena. Guareschi tenía, por así decirlo, que retrasar su retraso o armaría un desastre mayúsculo en el que podrían intervenir los gremios o la página en blanco de Mallarmé dejaría de ser una metáfora. Guareschi entregó su nota a Oggi y volvió a su casa para seguir con la otra. Ahí el teléfono empezó a sonar y a sonar. Los editores de Cándido comenzaban a insultarlo. El estaba poniendo en peligro la unión familiar en torno de la mesa de Navidad por clavar a unos trabajadores en feriado. Guareschi volvió a la calle, fue a Oggi, quitó la nota y la entregó a Cándido en tipos más gruesos para llenar el agujero. Luego volvió a su casa para terminar la de Oggi: tenía todavía media hora”. Después de citar su texto, María Moreno declara: “Me gusta robarme a mí misma. Es algo compulsivo. Como si fuera autocleptómana. Generalmente es raro que los artículos, como éstos que salieron, no tengan cosas que ya publiqué y a lo mejor tres veces. Partes que me parece que están ya escritas o investigaciones que tengo hechas hace muchos años. También es una variante de Robin Hood engañar a los editores”.
Los textos de Subrayados son joyitas de la asociación libre alrededor, adentro y afuera de la “cultura”. Generalmente, empieza mencionando su subrayado y luego baila entre la realidad fáctica de las escenas de su frondoso anecdotario y la realidad paralela de libros elegidos, algunos más bien olvidados, otros canónicos, pero todos abordados desde una puerta trasera, inesperada y entreabierta, que ella decide abrir sin hacer gran escándalo, como chusmeando lo que pasa cuando ese párrafo subrayado se mueve en un presente de relaciones múltiples: “No son ensayos”, dice, como forzándose a encontrar una sola cajita genérica, acción que abandona rápidamente. “Es una cosa mucho más cartonera. Porque de pronto aparecen testimonios, anécdotas autobiográficas, refritos, pero que no se pueden pensar en términos de ensayo. Sería una crónica de lectura... Yo pienso escribiendo, no pienso fuera de la escritura o es como si la escritura fuera inventando lo que pienso mientras escribo. Yo me siento con dos o tres cartones para juntar y reciclar y de repente aparecen otros que no me imaginaba. Deliro cuando hablo y es bastante parecido a eso que escribí en estas notas. No es que tengo que ponerme a pensar qué me toca en la semana. Tengo el encargo en la cabeza y me aparece la conexión. Yo puedo tener la desgrabación de Arturito Alvarez, que es un millonario que murió en un geriátrico, que llegué a entrevistar, y que tenía un Picasso sobre el que comía. Ese testimonio me llevó a pensar en la idea de snobismo. Entonces sacaba de mi colección de cronista frívola un montón de anécdotas de snob. Recuerdo unas citas de José Luis de Vilallonga y al mismo tiempo asocio que los mismos izquierdistas que tienen una pelea eterna con Victoria Ocampo y con el Grupo Sur tienen en sus casas la estética de Victoria. Todos, me incluyo, tenemos los pisos y muebles lavados como si fuesen los de un barco, eso es un modelo que tomaba Victoria Ocampo. Entonces con todo eso hago un texto. Son como iluminaciones. No hago crítica literaria en estos textitos. Son ficciones sobre lecturas de ficción.”
Las ficciones sobre las lecturas pueden incluir hipótesis sorprendentes (como la posibilidad de que Fierro y Cruz hayan encarnado una profecía del matrimonio igualitario), anécdotas convertidas en ideas y puestas en serie con otras anécdotas/ideas (la amistad literaria, la mención a otros escritores, las dedicatorias) y descripciones refinadas y desconcertantes del presente, del pasado, del párrafo de una novela. Como cuando describe el modo de hablar de Lilia Ferreyra: lejos de esa tendencia periodística a querer encontrar en un gesto mínimo una metáfora de toda la personalidad del entrevistado, Moreno observa con la precisión de un oído-bisturí: “La voz de Lilia, cuando narra su vida con Rodolfo Walsh, se aparta de la inflexión angustiada del testimonio, tantea la metáfora, planifica los silencios, sabe que los historiadores positivistas suelen aferrarse a una verdad fáctica que se desea escueta en las gateras del realismo cuando solo el rodeo por el lenguaje, su puesta en límite de las figuras retóricas, puede apenas transmitir una experiencia que ninguna ilusión de transparencia realista logrará volver menos opaca. Con esa voz el testimonio gana su libertad fuera de los tribunales para contar desde el sobreviviente no el tamaño de lo que le fue arrancado sino todo lo que ‘ese hombre’ fue antes de ser alcanzado”. Ese texto había arrancado con la descripción de Lilia sobre el scrabble y el go, dos de las actividades asiduas de la pareja en la clandestinidad.
Moreno es recurrente con el tema de la voz. Por un lado, delinea una hipótesis atractiva sobre la voz argentina pos Borges: “Hay una impronta muy fuerte de Borges que marca una economía del lenguaje que se chupó al modernismo, su idea de una economía del lenguaje totalmente puritana, su idea de que el barroco es la infancia del escritor. Cuando viene la democracia y retornan algunos cronistas, como Tomás Eloy Martínez, Horacio Verbitsky o Miguel Bonasso, nadie recoge la crónica de herencia modernista. Ahí hay una escritura de duelo, como si no se pudiera gozar mientras se denuncia, como hace Pedro Lemebel. Habría que ser apolíneo con una lengua que contiene la palabra desaparecido”. Por otro, como periodista, María es una interesada indeclinable en todo lo que supone el antes, el durante y el después de ese momento a veces demasiado automatizado por el oficio: la entrevista. Y dice: “Lo que me gusta leer en una entrevista es el efecto de una voz. Me gusta escuchar una voz que discurre. No me gusta el relato en sentido tradicional. Lo más decepcionante es una persona que tiene un rollo armado y que no la sacás de ahí. A mí me interesa la entrevista, pero la entrevista como encuentro y como construcción de un personaje. Nunca hago la entrevista de información. Para mí el logro de una entrevista es que suceda lo imprevisible. Que el entrevistado diga algo que no pensaba que iba a decir, que ni siquiera él sabía y que yo haga una pregunta que yo ni sé de dónde me viene”. Así es como María pudo acopiar información imprevisible sobre personajes. Eso también forma parte de los cartones con los que construyó los textos de Subrayados. Pero tampoco ahorra en trucos del oficio, que despliega con naturalidad, como si el efecto que quiere lograr fuera indiscernible de la estrategia: “Hay trucos ahí, vos usás todo lo que no es la entrevista y de pronto hacés ciertas preguntas de acopio que son interesantes, como ‘describime todos los muebles de tu casa’, ‘contame la historia de tu gato’ o ‘¿qué soñaste ayer?’. Esas cosas son muy inductivas”. Tampoco ahorra información –ni preguntas– a la hora de hablar de qué se hace con todo ese material grabado, cómo se escribe un texto propio a partir de un texto hecho a dos voces: “Cuando yo me escribo en las entrevistas, no me mejoro. Incluso al revés: muchas veces juego con que el otro me humilla aunque no haya pasado eso. Me parece que hago una especie de periodista clown cuando el otro me agrede... exagero la posición de tonta. Porque lo que importa es lo que produzca el relato en el otro. Yo creo que parecer tonta es un mecanismo excelente, el otro se distrae totalmente y empieza a hablar. No creo en la entrevista de confrontación, eso de preguntarle a Schoklender: ¿usted mató a sus padres? Imaginate que de ahí no va a salir ninguna respuesta. Mis años de análisis me han servido, por ejemplo, para que cuando hay un silencio yo no lo interrumpa, que del silencio ése se haga cargo el otro. Puede surgir algo o no de eso. A veces, en vez de hacer del manejo del silencio una estética, se tiende a llenarlo como si fuese un abismo directamente. En realidad uno puede trabajar con el silencio. Igual me estoy metiendo en una trampa porque entrevisto a gente que es una novela viviente”.
Todo eso, aunque éste no sea un libro especialmente dedicado a las entrevistas, está en Subrayados. Esa posibilidad de sorprender, de unir el agua de Alfonsina con un texto de Walsh, que también fue secuestrado y desaparecido, de pintar un fresco contundente de Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich a partir de un puñado de frases textuales puestas a jugar con Borges y Bioy, de recordar una anécdota desopilante sobre una alopecia temporaria que tuvo Moreno, sin dudas enviada como una maldición y una joda por sus escritores muertos, como castigo por haber abandonado el alcohol y entregarse al agua mineral. El cruce permanente, la sorna y la mirada al detalle literario y extraliterario imprevisto hacen también a la particularidad de su escritura. Justamente el alcohol –y sus metáforas– está en la agenda de María Moreno. Su próximo libro, autobiográfico, se trata de su relación con el alcohol, pero es también un relato sobre la amistad y un réquiem a los amigos muertos. “Se trata de hacer el duelo de una banda. Pero en realidad es un libro de crítica literaria, de relatos literarios. El alcohol es una contraseña.”
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux