En su última novela, Inés Fernández Moreno aborda una trama que con un clima cotidiano y sencillo se deslizará hacia el tema de la trata de personas. Pero indudablemente, en El cielo no existe, la percepción de la ciudad y el trabajo con ciertas tradiciones sobre ella enraizadas en la mirada poética son el foco elegido por la autora.
› Por Mara Laporte
Si aceptamos que el pensamiento humano está estructurado a partir de una lógica de oposiciones binarias, la última novela de Inés Fernández Moreno, ya desde el título, nos hace un guiño tempranero en cuanto al principio creativo que la sostiene. Porque si “el cielo no existe”, lo que nos queda acá y de este lado, despojada de utopías celestiales, es –lisa y llanamente– la realidad. “En algún lugar mi viejo lo escribió o me lo dijo: ‘Poeta es el que escribe lo que va viendo’. Me gusta y recupero para mi poética el placer de lo que encierra cada cosa”, expresó la autora en una entrevista. Así, suscribiendo las palabras del padre, César Fernández Moreno, y herederos ambos del sencillismo literario del abuelo, Baldomero, auténtico precursor de toda una transformación de la poesía argentina en favor de una lírica llana y cotidiana, Inés Fernández Moreno se inscribe en la saga familiar desde un lugar de pertenencia literaria. Pero reducir el enfoque a la trasmisión generacional de estilos, poéticas y apellidos sería demasiado simplista. Porque “el que escribe lo que va viendo” no podría sostener su escritura sin, por lo menos, dos pilares estructurales fundamentales: “qué es lo que se ve” y “cómo se escribe” lo que se está viendo.
El cielo no existe es una novela realista (“me siento bien metida en la realidad, en la poesía y en el horror de la vida diaria”, sostiene la autora), pero abierta al misterio y el absurdo que esa realidad es capaz de esconder a cada paso.
El argumento se presenta, en principio, lineal: Cala es una periodista de unos 50 años resignada a una vida sin demasiados sobresaltos. Vive con la única compañía de su perra en un P.H. de Parque Chas, sobrevive escribiendo crónicas urbanas para una revista, y soporta como puede los embates de una madre nonagenaria y despótica. Una tarde, la mujer que cuida a su madre desaparece y Cala se encuentra de pronto a cargo de su bebé, lo que altera su rutina definitivamente. Desde ese día, empujada por la urgencia de encontrar a la cuidadora y devolverle al niño, la protagonista encara una pesquisa que acabará adentrándola en el submundo de las mafias vinculadas con la trata de personas. Es entonces cuando la trama se espesa y, aunque no llega a profundizar en el género, termina dando un giro hacia lo policial: cada elemento se vuelve funcional a la trama sin permitirse ya demasiadas distracciones.
La autora ha definido a su novela, no sin cierta modestia, como un producto digno. “Si es de digno para arriba que lo digan los demás”, sentenció. Recogiendo el guante, toca decir aquí que esta tercera novela de Fernández Moreno es un producto bastante más que digno. Inés Fernández Moreno se atreve en la temática y experimenta con un género que nunca había abordado hasta el momento, avanza firme respetando sus propios límites, y sale airosa de la aventura.
Sin duda, si hay algo destacable en El cielo no existe, que despliega ya desde sus primeras páginas una descripción minuciosa de algunos rincones de Buenos Aires, es la exquisita capacidad de observación de la autora. Imposible no hallar aquí, incluso desde el afecto, la impronta de los Fernández Moreno. Pero aun aceptando, con Borges, que Buenos Aires fue “vista para siempre” en los versos de Baldomero, justo es reconocer que Inés ha dado una vuelta más la mirada poética de sus antepasados. Porque la realidad, vista a través de la retina alerta y contemporánea de la autora, implica también su distorsión. La protagonista, en su particular odisea, no sólo transita una ciudad real, sino que también “siente que se mueve en una realidad distorsionada, como si tuviera que estar subiendo todo el tiempo por unas escaleras de Escher”. Se trata de la construcción literaria de una ciudad que se incorpora absolutamente al planteamiento narrativo, en un doble ejercicio de enunciación y exploración, como si detrás del tapiz colorido y caótico que representa Buenos Aires, se nos permitiera ver también los nudos de otra realidad, hecha de fragmentos y contradicciones. Y en una suerte de cronotopo particular, a esta ciudad– espacio que por momentos se torna refugio, por momentos desquicio, le corresponde siempre una sensación de destiempo. En El cielo no existe todo parece llegar a la vida de la protagonista en un tiempo que no es el esperado, en un sinsentido espacio-temporal que sólo puede afrontarse a través de la ironía y el humor.
Pero si el humor es la válvula de escape que permite a Cala sobrevivir a la ciudad y a su propia vida, los vínculos que va construyendo con otras mujeres constituyen para ella el sostén fundamental. En este sentido, El cielo no existe puede leerse también en clave de novela reivindicativa, si no de género, de la solidaridad entre mujeres. Y en clave de homenaje a la palabra: “No hay voz hablada que no llegue a bruma”, retoma la autora a Vallejo. Y la palabra se vuelve hilo conductor, desde una madre que abusa del lenguaje y lega verbo y verborragia, hasta ese tartamudeo, esas “palabras que se le disuelven en la boca” a la protagonista, cuando llega el desasosiego.
Realista, sencilla, con un ritmo potencialmente cinematográfico, El cielo no existe plantea una historia agridulce sin pretensiones rupturistas ni experimentales. Y en esto radica el acierto de una novela diáfana que, desde su cercanía, desprende sencillez y honestidad.
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