Basada en un viaje –y las circunstancias de ese viaje– real a Noruega en el año 2000, Sylvia Iparraguirre sintió que llegaba el momento de retomar aquellas libretas, anotaciones y folletos para plasmar la experiencia en novela. Encuentro con Munch es el resultado, una breve y sutil reflexión sobre aquello que sobrevive al tiempo, el frío, el arte de Edvard Munch y, desde luego, el papel de la literatura en este rompecabezas.
› Por Angel Berlanga
Se hace, se piensa, se expresa, se existe, ¿y qué queda? De lo que late y se siente en este instante, el puro presente, ¿qué sobrevivirá, qué es aprehensible para ser rescatado, qué del total, en relación con qué y para qué? El tiempo todo lo deforma, lo borra, lo mata, pero hay seres, ideas, obras, historias, que le ofrecen resistencia. “¿Qué es el tiempo? ¿Qué son mil años? Un parpadeo de los dioses.” La protagonista y narradora de Encuentro con Munch se pregunta y se responde eso mientras vuelve a su hotel en Oslo, luego de ver en el Museo de los Barcos naves vikingas, de roble, de un milenio de antigüedad, semejantes a las que usaron Erik el Rojo y sus hijos para guerrear y navegar, para ser los primeros europeos en llegar a América. Hay otros viajes y otros barcos en las perspectivas de la mujer que cuenta: hacia allá atrás en el tiempo están los que surcaron el canal de Beagle y llevaron y trajeron de un hemisferio a otro a Jemmy Button, el yamana que protagoniza una novela que escribió; bastante más acá pero todavía en el pasado, la visita a los canales fueguinos y el descubrimiento de que la península que casi toca la isla Button lleva su nombre de pila, Sylvia, y hacia el futuro, un par de días más adelante, en la ciudad de Bergen, el sofisticado navío que tendrá que bautizar como madrina honorífica, una situación a la que desembarca invitada como consecuencia de la lectura de su libro.
De arranque se perciben las señales autobiográficas de la narradora: ahí está la referencia a La tierra del fuego, novela que Iparraguirre publicó en 1998, el uso de su propio nombre para la protagonista, los recuerdos y los diálogos con A. (por Abelardo Castillo, su compañero en la vida). En tiempo presente y en primera persona, la novela se articula siguiendo el periplo de la escritora (el avión, la escala en París, la estadía en Oslo, el bautismo en Bergen) y va entreverando por el camino coloraturas de sentidos y sinsentidos, sucesos y ausencias, causas y azares, superficialidad y trascendencia, gravedad y desparpajo, recuerdos: el inventario completo no haría justicia, conduciría a una idea de casilla que no se registra en una lectura que transita con fluidez y sutileza por infinidad de variantes de claroscuros. En efecto, al honor de la distinción, la amabilidad de los anfitriones y la admiración por lo noruego (paisaje, organización, sobriedad), la narradora le contrapesa un zumbido molesto, la incomodidad en ciertos roces sociales, tomarse un poco en solfa y, sobre todo, la inmersión en Edvard Munch. Cierto espacio de soledad que propicia el viaje, la lectura de una biografía y la visita a la Galería Nacional le provocan un deslumbramiento sombrío. “Por la herida de su pintura fluía el dolor del mundo –escribe–. Permanezco en la sala ajena a todo, reducida a la mirada que recoge las señales de un modo clarividente, hasta la última pincelada, hasta la última raya o marca donde el tiempo y la muerte se besan con furia.”
“Fue un viaje completamente real que hice en el año 2000 –sitúa Iparraguirre–. Como suelo hacer, llevé una libreta en la que fui anotando cosas que me llamaron la atención de la gente, del paisaje, de la pintura, una libreta que se fue poniendo gorda con cosas de los museos, postales, folletos, que quedó junto con el álbum de fotos de la botadura del barco. Cuando volví, y el viaje decantó, empecé a pensar que fueron circunstancias lo suficientemente extraordinarias como para dar lugar a una novela corta. Y como se iba alejando mucho en el tiempo, el año pasado decidí retomarla y encarar la escritura. De algún modo siempre intuí que iba a ir a parar a un libro, pero la decisión fue posterior.”
A la hora de escribir, sobre aquellas anotaciones fue sobreponiendo “capas de ficción”, situaciones y personajes que surgieron por cuestiones de agilidad narrativa, tempos, climas y anticlimas, elementos que hacen a la elaboración: “Pero la protagonista soy sin duda yo –dice–, o una especie de alter ego que me representa, porque lo que cuento tiene mucho de real: leí ávidamente sobre Munch, fui a los museos, tengo el cuello de la botella que se estrelló contra el barco. Ciertos elementos embrionarios, que están en la base de una situación y tienen pasta narrativa se despliegan, se extreman y toman otro sentido para componer el cuerpo novelístico, digamos”.
“Una de las cosas que me propuse, novelísticamente hablando, fue que entrara la voz de Munch: no quise que fuera sólo la narradora quien habla de él –dice Iparraguirre–. Así fue como decidí poner un fragmento de su diario. Hay una tensión básica que recorre, creo, todo el libro: la que existe entre aquello que se puede decir, que puede ser comunicado, y lo que es intransferible, experiencias de toda índole que no pueden ser contadas, para las que no se encuentran palabras; se encuentran formas, pero no son exactamente las apropiadas. Esto es lo que ella siente que le sucede, esa tensión entre el adentro y el afuera, lo que va desde lo que le pasa y lo que está viendo, entre la visión de esa obra y lo que le provoca, algo que después contamina todo. Su viaje está atravesado por la veta de Munch: cuando se encuentra con toda esa gente tan amable, que la espera como protagonista, siente que no se puede desprender de la grieta que ha abierto Munch. De hecho, en medio de una comida, se ve en un espejo y siente que aparece como un ramalazo de ‘El grito’, que no es precisamente el cuadro que más la conmueve.”
“He decidido convertirme en un pintor”, anota en su diario Munch: tenía 17 años. Iparraguirre destaca esa determinación temprana, templada con las adversidades que –dice– lo persiguieron durante toda su vida: “La sociedad de su tiempo era tremendamente asfixiante, y eso se percibe en su obra, como se percibe en la obra de Ibsen –explica–. Viene de un hogar en el que mueren, mientras era chico, su madre y su hermana favorita; su padre, que era médico del ejército, ya era muy grande cuando él nació. Pero Munch va como flecha a lo suyo, no mira al costado. Y tampoco le interesa adherir a grupos, ahí estaban los bohemios y los anarquistas, pero él siempre terminaba tomando distancia: cuando el compromiso le creaba problemas, se apartaba y seguía su camino. Con las mujeres le pasaba lo mismo. El precio fue alto, porque es un hombre que vivió y terminó solo su vida, pero él quiso que fuera así”. El frío de Noruega, el silencio de una desierta Galería Nacional y el magnetismo de sus cuadros: eso es lo primero que se configura en Iparraguirre al invocar a Munch, su encuentro. “‘Noche en St. Cloud’, por ejemplo, que es un cuadro de 50 x 40: vos ahí entendés qué es la pintura –dice–. ¿Porque cómo se logra en ese espacio tan chiquito tener esa atracción, poder decir tanto? Es una silueta de un hombre, a contraluz de una ventana, que está mirando una lucecita allá abajo en el río, el Sena. Y sin embargo sentís que no te podés mover de delante de eso. ¿Qué hay, qué pudo poner en este cuadro, tan pequeño, para generar esa densidad tan grande de sentido?”
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