El legado de un profesor de literatura está en sus manos: los subrayados que hizo en los márgenes de los libros que leyó, anotó, estudió y amó a lo largo de su vida. A partir de esta premisa, Miguel Vitagliano reconstruye en Tratado sobre las manos un camino emocional e íntimo en el que la reflexión sobre la literatura y su posible sentido encuentra un cauce afectivo que deposita en el corazón de los lectores.
› Por Mara Laporte
Algunos escritores tienen una historia para contar; otros prefieren salir a su encuentro. Miguel Vitagliano se encuentra, sin duda, entre estos últimos. Tratado sobre las manos, su última novela, probablemente sea menos una historia que una búsqueda, un recorrido que parecen transitar a la par el propio autor, cada uno de los personajes y, en consecuencia, el lector, que a lo largo del trayecto no puede sino agradecer el haber sido invitado a la aventura. Hacia dónde va esta historia lo iremos vislumbrando de la mano de Lidia, su protagonista, una maestra retirada que, a los 62 años, sufre la muerte de su marido, Víctor, un profesor de literatura latinoamericana a quien dedicó toda su existencia. En medio del duelo, Lidia comienza a recorrer la biblioteca de Víctor, y es allí donde empieza a mitigar su dolor, reencontrándose con su marido en los subrayados y comentarios al margen dejados por él en los miles de libros que ha leído a lo largo de su vida. Entonces, la idea que se le ocurre a Lidia alcanza la dimensión de su pena: transformar esas escrituras marginales en el último y verdadero libro de Víctor, el que él mismo fue escribiendo en los márgenes de otros, casi sin advertirlo, durante toda su vida. Porque “la muerte era estar quieta y ella estaba viva, y Víctor también, mientras mantuviera sus palabras en movimiento”. Y este proyecto, tan descomunal como maravilloso, acaba reencontrándola no sólo con Víctor, sino también con su propia familia, con quien comienza a reconstruir los lazos de un vínculo que parecía hasta entonces deshecho.
“Nada sucede de la nada: todo lo que es, antes dejó su huella”, se anima Lidia envuelta en las palabras de La eternidad de los astros, aquel fantástico ejemplar de Auguste Blanqui en cuyos márgenes Víctor había apuntado algunas de sus cavilaciones. Y aquí, como si se tratara de un juego de muñecas rusas, es probable que quienes tenemos la costumbre de leer “lápiz en mano” volvamos a agradecer al autor –por Blanqui y por la aventura– y nos encontremos de pronto, también, subrayando lo subrayado por Víctor en un libro que fue de otro pero que de algún modo es de todos. Porque si de algo trata este Tratado sobre las manos es precisamente del diálogo, de esa conversación absolutamente íntima que se establece entre el lector y aquello que lee, de la multitud de voces que dialogan o confrontan con otras voces a partir de un texto. Y de cómo, en una sucesión dialógica que nunca acaba del todo –qué otra cosa, si no, es la Literatura– cada texto viene a cuestionar o continuar a otros, abriendo a su vez siempre una pregunta que algún texto futuro tal vez se atreva a responder. Así, Lidia, en su papel de escriba del libro último de Víctor, no hace más que inscribirse en esta cadena de diálogos y conversaciones. Como ejemplo de este espíritu dialógico (en el sentido más bajtiniano del término) que atraviesa toda la novela, valga uno de sus primeros pasajes, en el que la protagonista se encuentra con un ejemplar de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, en el cual Víctor había subrayado una serie de palabras dispersas. Lidia las une y las transcribe en forma de versos, y de ese modo acaba escribiendo un poema: “... hace unas páginas/este fantasma femenino/forma la página escrita/yo me dejo encontrar/alejarme/desaparecer/tú querías unos pocos elementos/queda escondido qué hay que no sea”. ¿No representa este poema escrito con palabras ajenas la más profunda dimensión del diálogo literario? Es Calvino prestándole sus palabras a Víctor; es Víctor hablándole a Lidia, es Lidia respondiendo con la construcción de un nuevo texto.
De esta manera, de Blanqui a Calvino, pasando por Borges, Gombrowicz, Fogwill, Márai, William H. Hudson, o Novalis, entre las múltiples lecturas de Víctor cuyos márgenes va recorriendo Lidia, se va abriendo paso, paralelamente, otra historia. Una historia que comienza cuando la protagonista, empujada por una situación fortuita, acaba teniendo que pasar una temporada en la casa de su familia política. Allí, en el que supo ser el hogar familiar de Víctor y con el tiempo se convirtió tanto en un club de squash venido a menos como en la casa de su hermano Joaquín, su esposa y sus tres hijos, continúa Lidia con su colosal proyecto. Y así, mientras lee y transcribe acunada por el golpeteo anacrónico de las pelotas de squash, reconstruye los vínculos con su familia. Una familia en la que cada uno esconde un misterio o una herida: Joaquín, su cuñado; Elena, la esposa de Joaquín y, principalmente, sus sobrinos: Miranda, que todo lo mira; Joaco, que retoma como puede su vida tras un accidente y, especialmente, Vicky, que se siente segura en el dolor de los demás, y que acaba desempeñando un papel fundamental en la vida de Lidia y en la historia.
Y si Tratado sobre las manos es una novela dialógica, el tratamiento que Vitagliano hace de los personajes la vuelven una obra polifónica. Porque el autor, lejos de imponer su voz, permite que las conciencias y mundos de sus personajes se entrecrucen a través de sus propias voces, presentándose a sí mismos en sus actos y palabras. Es ésta una de las particularidades de esta novela: el lugar desde el que elige hacer oír su voz quien la escribe, jugando a esconderse por momentos, a reaparecer en alguna Nota de Autor, pero nunca por encima de sus personajes sino a su mismo nivel, en igualdad de condiciones.
Cuenta Vitagliano una anécdota que, aun siendo un elemento extratextual, mucho tiene que ver con la génesis de su libro. Refiere el autor que un amigo le regaló una vez un libro de teoría literaria marcado en los márgenes por David Viñas, a quien había pertenecido el ejemplar. El amigo, al entregárselo, le comentó además que en su interior había un recorte de una publicación cuyo contenido ignoraba, ya que no había llegado a leerla. Cuando Vitagliano la abrió vio que se trataba, casualmente, de un artículo sobre Bajtin. Al terminar de leerlo, descubrió que quien firmaba el artículo era él mismo, Miguel Vitagliano. El episodio, que podría tener que ver con “la insolencia de lo aleatorio”, surca este Tratado sobre las manos en varias de sus coordenadas, y profundiza en una de las grandes preguntas que viene a plantear el libro: ¿existe realmente el azar, o las casualidades no son más que “invenciones fútiles o revelaciones que se cuelan desde alguna zona misteriosa”?
Tratado sobre las manos es un libro que viene a recordar de qué manera “cada uno de nosotros debe decidir cuál es el encuentro que define nuestras vidas”, qué parte de la vida merece ser subrayada y en cuál de sus márgenes tal vez tengamos algo por agregar. Y quizá la mejor definición posible de esta novela la haya proporcionado Lidia, al intentar explicar esa maravillosa hazaña suya que es el libro final de Víctor: “Es un libro complejo y amigable, como son las relaciones íntimas verdaderas”. Eso es Tratado sobre las manos: una novela que habla sobre Literatura, pero que no olvida que la Literatura –y ahí su lado íntimo y emocional– también puede ser acariciada con las manos.
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