Comienza con unos personajes edulcorados que pueden hacer retroceder a los más rudos lectores. Y sin embargo, conviene darle una oportunidad y avanzar en la lectura de Toque de queda, la fábula distópica de Jesse Ball.
› Por Ariadna Castellarnau
Decía David Foster Wallace que la realidad le parecía “abrumadora y avasalladoramente gigantesca”. Una sensación parecida transmite esta minúscula y elegantísima novela de Jesse Ball, Toque de queda, y publicada por primera vez en español. Mediante una prosa simple, casi infantil, que parece escrita a mano con letras bien gordas, el autor se las arregla para condensar, en la historia de una niña muda y su padre ex violinista que viven en un mundo inventado donde reina un extraño totalitarismo, todo el dolor y toda la extrañeza y toda la perplejidad que conlleva básicamente estar vivos. Admitámoslo de entrada: lo del padre ex violinista y su hijita muda puede disuadir a más de un lector. Hay algo levemente molesto al principio de la novela, cuando va desgranándose la situación existencial de los personajes, algo que nos trae a la memoria otras historias que ya hemos visto o leído y de las que hemos aprendido algo: que en el corazón de toda fábula, por más fantasiosa y divertida que ésta nos parezca, siempre hay un descubrimiento horrible sobre la condición humana. Toque de queda recuerda a esas dos películas tan parecidas y a la vez tan distintas, El tren de la vida y La vida es bella. Aquí también la hostilidad y la violencia aparecen en principio redimidas por un grupo de personas tan fantástico, tan amable, divertido y genial que casi nos hacen creer que el mundo puede ser un lugar maravilloso si nos lo proponemos, hasta que llega el mazazo final, claro, y la fabulosa corteza azucarada se parte en dos y aparece eso que estaba en el fondo y no habíamos visto antes, un mal implacable que no perdona ni a esas personas amables, divertidas y geniales ni a nosotros, los espectadores.
Tal vez Jesse Ball tenía en la cabeza estas dos historias cuando se puso a escribir Toque de queda o a lo mejor no, tampoco importa eso demasiado. Pero para despejar de una vez por todas las sospechas que pueda levantar una historia en apariencia destinada a conmover contra viento y marea, hay que argumentar en su favor que Jesse Ball parece tomarse muy en serio su trabajo y que le van bien las fábulas distópicas y que recuerda un poco a Vonnegut y, en especial, a Kafka, y que su prosa sugiere mucho más de lo que dice.
Nacido en Nueva York en 1978, Ball es poeta y narrador. En las entrevistas se niega a considerarse un autor experimental, aunque muchos insistan en llamarlo así por el estilo de su prosa minimalista y funcional y por el modo en que concibe el objeto libro, como un espacio evocativo y revelador de la historia (las tipografías, los espacios en blanco, la disposición del texto son, según su punto de vista, modos de contar igual de poderosos que la historia en sí).
A pesar de ciertas comparaciones que se hicieron en los Estados Unidos, Toque de queda tiene muy poco de Thomas Pynchon y mucho, muchísimo, de Leo Perutz, y en especial de esa novela maravillosa titulada Mientras dan las nueve. Ball comparte con Perutz el estilo narrativo sobrio y exacto, y la concepción del argumento en su estado puro, hasta llegar a mostrar los andamios en los que está sujeto, pero sin afectación ni soberbia. Como Perutz, también sabe construir un lugar cuajado de una sensación apremiante de irrealidad, onírico y pesadillesco. La ciudad de C., donde transcurre Toque de queda, es como la Viena prebélica de Perutz, o como cualquier ciudad de la Europa de entreguerras, o como debió ser Moscú durante el estalinismo.
William Drysdale y su hija Molly viven su vida sencilla en esa ciudad sin nombre, sometida a un régimen invisible y aterrador que liquida personas según unos criterios estrictos y a la vez arbitrarios. Antes de que este nuevo orden político prohibiera la música, William era violinista, ahora es redactor de epitafios. De modo que gran parte de la novela consiste en los hermosos epitafios que escribe para sus clientes y que expresan de un modo conciso y poético todo el desconsuelo y el vacío de esas gentes amenazadas por algo que no saben ni cómo nombrar.
¿Qué fuerzas malvadas son las que acechan a la humanidad? ¿A qué monstruos hay que temer? Ball no se detiene en dar respuesta a ninguna de estas preguntas. Su ciudad inventada y su régimen de mentira pero posible no nos deparan ninguna verdad final, ninguna salvación, ningún acto justiciero. La historia vuelve una y otra vez al punto de partida, en un giro absurdo, beckettiano. Nadie viene, nadie va, nada ocurre. “Mañana nos ahorcaremos. A no ser que venga Godot”, dice Vladimir en Esperando a Godot. Y así, de un modo parecido, es como cierra la novela de Jesse Ball. En la espera infinita. Dejándonos suspendidos, aguardando la salvación.
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