COLECCIONES
Panorama desde el puente
En Escritura y secreto, primera entrega de los Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes, Luisa Valenzuela examina la obra de grandes autores latinoamericanos que hicieron del secreto y su exploración una de sus obsesiones. A continuación, algunos fragmentos del capítulo consagrado a Cortázar.
POR LUISA VALENZUELA
Puente es una palabra que en mi imaginario personal se traduce por un nombre, Julio Cortázar, excelso espión del Secreto, favorito de los dioses de los Upanishads, quienes aman el enigma y sienten repugnancia por lo manifiesto. Escritor que pretendía postular el mundo como quien postula una geometría no euclidiana, según propia confesión, toda su obra es un puente tendido hacia el enigma. Gira alrededor de él y lo roza de cerca en una búsqueda desesperada de aquello que asoma débilmente desde el otro lado de la muerte y nos hace un guiño a la vez cómplice y aterrador.
La muerte y el misterio de la vida eran sus temas básicos, no explicitados. El Secreto del ser al que nunca accederemos de frente. De ahí los puentes de palabras o de facto, como umbrales que podrían permitirnos –si nos atreviéramos a cruzarlos– el acceso a lo Otro, ¡pero a qué precio!
Son las zonas de la duermevela donde todo puede ser y no ser al mismo tiempo, donde acecha un peligro aun mayor que la locura o la muerte, peligro total por innombrable. En el cuento “Lejana”, la protagonista, Alina Reyes, tan señorita de clase alta, tan elegante ella, tenía el feo vicio (la apreciación es mía) de jugar con las palabras buscando nuevos palíndromos o haciendo anagramas con su propio nombre. Alina Reyes Es la reina y..., es la reina y..., como puerta abierta a una sumatoria de virtudes o al agregado de un desconocido espanto. Alina intuye la posible majestuosidad de la reina y su contracara, quizás una mendiga de Budapest que, muerta de frío, quién sabe, la estaría esperando del otro lado del puente sobre el Danubio. El casamiento, habitual puente para las señoritas de la alta burguesía, no le basta a Alina Reyes; ella necesita conocer el otro, el sólido y concreto de sus fantasmas, para lo cual exige pasar la luna de miel en Budapest. Y allí está el puente bajo la noche fría, y allí la aguarda la mendiga... pero no sigo. El cuento de Cortázar requiere ser atravesado como buen puente de lectura, es decir leído de primera mano, para ingresar no sin estremecimiento en el suspenso del Secreto y dar con el umbral del multifacético misterio que a veces llamamos numen o llamamos transformación, que puede ser una forma de muerte.
Otra de las llaves usadas por Cortázar para intentar franquear las puertas del Secreto es la que nos brindan los sueños. “No todo es vigilia la de los ojos abiertos ni los ojos abiertos son toda la vigilia”, dijo Macedonio Fernández, advertencia que Cortázar supo explorar y explotar hasta sus últimas consecuencias.
Trataré de ser breve para narrar algo que ya he contado en otra parte, pero que tiene una relación directa con el presente y escurridizo tema. En diciembre de 1983 pasé una larga tarde con Julio Cortázar en Nueva York, él debía volver a París donde lo esperaban dictámenes médicos. No estaba bien, pero sus ánimos eran los de siempre, planeaba atender sus múltiples compromisos políticos por América latina y, más adelante, quizás en el mes de marzo, me dijo con entusiasmo, se tomaría un muy merecido sabático para escribir una nueva novela después de tanto tiempo.
Mencionó la futura novela varias veces en esa larga charla que tuvimos, hasta que decidí preguntarle si tenía un argumento en mente y si quería hablarme de eso. Pregunta ociosa, me temí, porque él siempre aludió a la forma sorpresiva con la que abordaba un nuevo texto, y alguna vez dijo que en el momento de plasmarlo él se convertía en un pararrayos y la lluvia de meteoritos lo asaltaba desde todos los ángulos. En este caso fui yo la sorprendida, porque Julio no descartó la pregunta, tomó su tiempo para contestar que, como de costumbre, más que de costumbre, no tenía ni el menor atisbo del tema o del clima de la futura novela. Nada. Pero estaba convencido de que estaba armada ya en su cabeza, perfecta, completa, porque... la veía en un sueño recurrente. Y en el sueño, el editor le entregaba el libro impreso y él se sentía más que satisfecho, al hojearlo estaba convencido de que por fin había podido decir todo lo que nunca antes, había podido aunar mundos, atravesar barreras, fusionar de lamanera más limpia y menos dogmática aquello tan difícilmente fusionable en literatura: sus paralelas vidas de ratón de biblioteca y de activista político. Además, tenía acceso directo a lo inefable, aquello tras lo cual había estado corriendo –por escrito– toda su vida.
Y... y... (al narrarlo Julio hizo una pausa, atento al desconcierto de lo que vendría) y en el sueño no le sorprendía en absoluto el hecho de que el libro impreso estuviera compuesto tan sólo por figuras geométricas; perfectas, elegantes y armónicas figuras geométricas total y absolutamente ajenas a la palabra escrita. El libro del sueño, redactado en el territorio de la pura geometría, le resultaba al soñador infinitamente más claro y comprensible que ninguno de los otros nacidos conscientemente de su pluma.
Eso fue en diciembre; en febrero del año siguiente lo alcanzó la muerte que el soñado libro de la perfecta geometría parecería haber prenunciado.
“Lo bonito –ha dicho Schopenhauer– es lo opuesto a lo bello. ¿Por qué? No lo dice, y creo poder decirlo: porque no nos conversa de la muerte”, escribió Macedonio Fernández en No todo es vigilia la de los ojos abiertos.
Cortázar, gran macedoniano, en su obra de ficción mucho nos conversó de la muerte, le conocía la belleza, quizá por eso mismo supo tenderle todo tipo de trampas, sortilegios y subterfugios para intentar cazarla viva y develárnosla “aquí, pero dónde, cómo”.
Una de las constantes en el corpus de la producción cortazariana fue la propuesta de hacer visible lo invisible, como requieren los maestros del tao. Basta con leer sus novelas y, sobre todo, sus cuentos para comprenderlo.
“Ser poeta exige coraje para entrar por laberintos y matar monstruos”, afirmó Alfonso Reyes. Una forma de coraje nos es necesaria también a nosotros, lectores y lectoras activos/as como quería mi paredro, para adentrarnos en este diario-opúsculo de la otredad titulado Cuaderno de Zihuatanejo. El libro de los sueños. Porque en sus breves páginas nos encontramos de nuevo con El Libro del sueño casi póstumo del cual durante años creí ser única depositaria. El hecho es que el tal Cuaderno de Zihuatanejo, escrito en agosto de 1980, publicado sólo en 1997, hace referencia a las primeras etapas de cierto recurrente y magno sueño que Julio habría de confesarme, a solas, en noviembre de 1983, tres meses antes de su muerte.
Se perfilaba entonces, en 1980, el primer paso de una elaboración onírica aplazada y por entregas, inaugural aproximación a la obra perfecta, inescribible. En Zihuatanejo (al borde de los dos océanos, el Pacífico y el Otro) fue soñado el “enorme manuscrito”, grandes páginas de cincuenta por cuarenta centímetros cosidas al margen con un hilo muy grueso, según propia descripción del soñador/autor, Julio Cortázar, quien mejor que nadie supo posicionarse en el umbral entre la vigilia y el sueño, allí donde reina el absoluto despertar y una percepción integradora que da vuelta al sueño como un guante y lo vuelve lúcido, traslúcido. Arcano mayor, palpitante y peligroso Secreto.
Julio Cortázar aspiró a darle nombre o entidad a dicho peligro, a no dejar en lo posible nada en la nebulosa. O, mejor aún, aspiró a penetrar la nebulosa, explorarla como los protagonistas de su novela de juventud, El examen, que transcurren por la niebla de un Buenos Aires ominoso, “pero no es niebla”. Explorar el otro lado manteniéndose siempre en la racionalidad de éste, sin escapar por la fácil tangente de lo fantástico o de lo mágico que allanaría el camino, pero no hay camino, no, hay sólo esa gran incógnita explorable del Secreto.