Dom 27.04.2014
libros

Y MAÑANA SERÁN HOMBRES

La relación entre los adultos y los niños es abordada de manera oblicua y sugerente en Apenas una tormenta, de Ariel Pavón, obra que resultó finalista del segundo Concurso de Novela de Página/12.

› Por Hugo Salas

Alejándose de todo –es decir, de una mujer–, Martín llega a un pequeño pueblo en la llanura. Encuentra hospedaje en una modesta pensión, calma el hambre en una parrilla y pocos días más tarde consigue trabajo en un almacén que es propiedad del mismo y enigmático asador. En las afueras, la frecuentación de los niños pobres del rancherío le permite enterarse que alguna vez la “escuela de mendigos” funcionó allí nomás, detrás del hospedaje en el que hoy pasa sus días. Otro hombre, tal vez en una ciudad, se ha quedado sin trabajo. Confinado a las tareas del hogar, atestigua inconmovible el final de su matrimonio y la distancia que lo separa de su propio hijo de seis años, al que no le interesa mucho más que la desaparición del gato familiar, rutina sólo interrumpida por las cartas de Martín, primero, y luego por la aparición de un chico de la calle con el que traba una forma extraña y distante de contacto. Bajo un puente, allí cerca, se congrega un extraño grupo de personitas que alguna vez tuvieron un hogar y siempre parecen niños, aunque van perdiendo nitidez hasta volverse transparentes. Llegan con la luna menguante y allí se quedan, revolviendo la basura, asediados algunas noches por el maullido del gato.

Las escuetas y depuradas páginas de Apenas una tormenta parten de una situación que pudiera parecer afín a cierto costumbrismo remanido (el hombre que huye de todo y se refugia en la pensión de un pueblo de mala muerte) y a partir de allí, con minucioso trabajo de estilo, Ariel Pavón desgrana el mundo, lo vuelve más y más extraño, hasta que lo absolutamente trivial (un divorcio en la ciudad) adquiere resonancias oblicuas, dando paso luego a un ámbito deliberadamente metafórico (el puente de los niños perdidos). Hilvanadas por puntos de contacto laterales, las tres partes que componen la novela –“Merodeo”, “Extravío” y “Arribo”– operan por desplazamiento, corriendo el centro de tensión hasta volverlo el núcleo difuso de una extraña fábula sin moraleja, pero también el tono y el funcionamiento del texto, obligando al lector a transitar, al igual que sus personajes, de lo conocido a la anulación de lo familiar.

De hecho, la anulación de lo familiar parece ser el punto no sólo estilístico sino también temático de un libro que, a partir de la tensión que instaura la relación entre hombres y mujeres, estudia la afinidad pero también la fatal distancia entre hombres y niños. “Cuando lo vi por primera vez, aún en la clínica, cuando me lo trajeron, envuelto en una manta blanca con olor a hospital, me las ingenié mal para comprender que aquella cosa diminuta y palpitante había llegado al mundo con mi intervención. Dicen que para las madres es más sencillo. Parece evidente. Pero lo cierto es que los hombres tenemos que hacer un gran esfuerzo de interpretación”, reflexiona el protagonista de la segunda historia. En parte, Apenas una tormenta trata, justamente, de ese gran esfuerzo de interpretación que los niños suponen para los hombres. Pero también, sin estridencias, invierte la perspectiva y la diluye en el plano incierto de aquello que ocupa el lugar de objeto en este proceso hermenéutico, los niños, que no son sino otra cosa que los hombres futuros.

El resultado es un complejo circuito acerca de la imposible familiaridad con uno mismo, la extinción de cualquier forma cerrada y autosuficiente de yo, conciencia o mente que piensa que queda ilustrada por la actitud siempre tendida hacia otro que adoptan los narradores adultos (no sólo porque escriben para otro, sino también de aquello que ocurre en la propia trama), en consonancia con la actitud parca, plural, difusa y elíptica de los narradores “niños”. De esta forma, lo que en principio pudiera parecer una novela moral se convierte en una intrigante novela filosófica, sin necesidad para ello de dar rienda suelta a la larga exposición de ninguna idea, antes bien callando, sin develar ninguna verdad oculta, antes bien por superposición y abarrotamiento de velos que ofrecen otra perspectiva de la relación entre los referentes y el sentido.

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