Laurent Mauvignier es un escritor francés que, a contrapelo de cierta imagen estereotipada de sus colegas, viene trabajando crudos libros que abrevan en traumas sociales e históricos, no lejos de la crónica periodística, pero aprovechando el largo aliento de la literatura. Por estos días vino a la Feria del Libro, en cuyo marco dio esta entrevista donde reflexiona sobre el panorama de la literatura de su país.
› Por Juan Pablo Bertazza
Todos los años nos llegan libros y perfiles de un conjunto de escritores franceses que vale la pena leer. Serios, interesantes, con una obra sólida y extensa, varios premios ganados y hasta algún tipo de influencia en lo social, ya sea desde la redacción de discursos para candidatos a cargos ejecutivos o desde su participación en la prolífica actividad intelectual que es marca registrada de la televisión francesa. Tanto es así que, por momentos, esos nombres largos, finos y galos se empiezan a mezclar entre sí, como si hubieran pasado todos por el mismo molde, como si en la actual literatura francesa nadie sobresaliera demasiado de los demás.
“Nosotros en Francia tenemos una sensación parecida”, confirma Laurent Mauvignier, precisamente uno de esos buenos escritores franceses invitado a la cuadragésima edición de la Feria del Libro. Y lo dice con más curiosidad que resignación, desde la aséptica mesa de un hotel en reconstrucción de Recoleta.
“Es difícil encontrar dos o tres nombres que sobresalgan de los demás escritores. Claro, está el caso de Houellebecq, que es complicado porque no es un escritor que les guste a los escritores, despertó muchas pasiones y odios por parte de la prensa, para mí no es lo suficientemente genial que dicen los periodistas ni tampoco tan mal escritor como sostienen sus detractores, pero sí es cierto que sus novelas son eficaces. Es paradójico: si bien Houellebecq intenta criticar al escritor francés clásico, su figura mediática no hace otra cosa que reproducir eso, una figura tradicional y exitosa del escritor francés”, dice Mauvignier, quien destaca, a su vez, a otros colegas como Pierre Michon o Jean Echenoz, aunque con cierta timidez, preocupado, quizá, por olvidarse algún nombre atento a sus declaraciones.
A pesar de los numerosos vínculos históricos culturales entre Francia y nuestro país, Mauvignier encuentra algunas baldosas flojas en el puente tendido entre ambas literaturas: “En Francia suele tomarse América del Sur como un conjunto, no se diferencia mucho un autor del otro, es literatura en español, se toma por idioma, me da un poco de vergüenza decirlo, pero la verdad que es así; además, en Francia, la búsqueda de la literatura extranjera pasa por buscar una alternativa a la literatura norteamericana y, por otro lado, siento que en Latinoamérica suele entenderse por literatura francesa lo que se escribe desde la burguesía más rancia de París”.
También es cierto que, en ese sentido, la literatura de este contador y licenciado en Bellas Artes se diferencia de gran parte del resto: un estilo que toma como gran referencia a Faulkner, desde lo formal, a partir de la recurrencia de monólogos, soliloquios, fluir de la conciencia y otras indagaciones tras la cortina de silencio de los personajes, pero también desde sus tópicos más visitados: la violencia y la marginalidad en todo su esplendor, temas que convergen en Hombres, su novela más exitosa, sobre un soldado de la guerra de Argelia que se convierte en una especie de lacra incluso para su propia familia.
Por otro lado, Lo que yo llamo olvido, último libro de Mauvignier (publicado recientemente por Anagrama), que consta de una única y extensa frase de sesenta páginas que no tiene punto seguido ni punto y aparte, mantiene una notable semejanza con los renombrados casos de linchamiento que sacudieron nuestro país en las últimas semanas. Un hombre entra a un supermercado, roba una latita de cerveza y se la toma inmediatamente, como un único acto impulsivo que no tiene en cuenta la mirada alerta de los demás. Entonces llegan los hombres de seguridad y le propinan una golpiza tan fuerte que lo terminan matando.
“Lamentablemente, yo vengo escuchando cada vez más casos en casi todo el mundo, es algo que me da mucho miedo y de lo cual me resulta difícil hablar, pero me interesa mucho cómo lo colectivo suele generar violencia y hasta termina legitimando esa misma violencia; en otras palabras, cada vez más pasa que cuando un hombre se encuentra en grupo, renuncia a su humanidad”, explica Mauvignier quien, de hecho, ya había escrito en 2006 La foule (“La masa”), acerca de la tragedia de Heysel, llamada así por el nombre del estadio de Bélgica donde, antes de la final de la Copa de Europa disputada en 1985 en Bruselas, murieron 39 personas por los graves enfrentamientos entre seguidores del Liverpool y la Juventus. En Lo que yo llamo olvido, entonces, Mauvignier volvió a sacar material de los diarios para realizar esta notable y breve novela que toma como punto de partida un hecho periodístico real ocurrido el 28 de diciembre de 2009 en un Carrefour de Lyon, para trascenderlo y ensancharlo hacia el universo de la literatura.
¿Cuál es la diferencia esencial entre la búsqueda del periodismo y el objetivo de la literatura?
–El periodismo busca volver identificable y claro un acontecimiento. La literatura, en cambio, se centra en la complejidad de las cosas, ofrece mucho espesor y, sobre todo, indaga en todos los misterios. El periodista suele explicar en cuatro líneas lo que pasó; el escritor suele imaginar lo que pasó antes y lo que va a pasar después hasta olvidarse incluso de ese acontecimiento que motivó la creación del libro. Yo creo que la tragedia griega todavía importa tanto porque sirve de arquetipo para los hechos policiales: Medea, por ejemplo, es una mujer que mata a sus hijos, la literatura se encarga de atravesar el hecho policial de la coyuntura y rescatar ese arquetipo mítico que subyace a la noticia. Suelo estar informado porque tengo una relación algo confusa entre la realidad y lo que imagino en mi literatura. Me gustan las noticias porque me dan la sensación de estar siguiendo todos los días una gran serie, por eso me interesa la mundialización, es como si todos participáramos de la misma gran serie: hay una línea principal, incluso una serie de personajes principales, pero luego aparecen montones de historias secundarias que terminan transformándose, a su tiempo, en el argumento principal.
A propósito, ¿cómo convive un escritor con la idea, tan escuchada por estos días, de que la mejor literatura de hoy está en realidad en las series de televisión?
–Te voy a responder con un proverbio chino: “Cuando no puedas con un enemigo, lo mejor que podés hacer es ir a sentarte con paciencia al borde del río, tarde o temprano vas a ver pasar su cadáver”.
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