Formó parte de la plantilla del grupo de Poetas de Nueva York, siempre ejerciendo una libertad absoluta, con una estética leve y pop y una capacidad de transmitir alegría e improvisación en sus poemas. Acaba de publicarse una interesante antología en castellano que continúa el rescate de Frank O’Hara.
› Por Mercedes Halfon
Frank O’Hara es el epicentro de una escena artística –literaria, pictórica– y también mundana –nocturna, gay– en la Nueva York de los ’50 y ’60. Poeta, músico, curador del Museo de Arte Moderno de Nueva York, ocupó ese lugar privilegiado en la vida pública, aunque no siempre esto redundó en reconocimiento a su trabajo poético. La poesía estadounidense de esas décadas fue sumamente vivaz, con agrupaciones por todos lados: Black Mountain en Carolina del Norte; el San Francisco Renaissance; los imperecederos Beats; y el Grupo de Poetas de Nueva York. A este último y excéntrico plantel pertenecía O’Hara, junto con John Ashbery, James Schuyler y Kenneth Koch. Aunque también publicó textos en editoriales que estaban filiadas con otros grupos y coincidió en lecturas con poetas como Robert Lowell, con posiciones estéticas y políticas diametralmente opuestas a la suya.
En los últimos años ha crecido el interés por este poeta y su grupo. No sólo se han multiplicado los estudios que retoman la Escuela de Nueva York y sus propuestas –quizás eclipsados anteriormente por el mito de los Beats– sino también una valoración desde la cultura de masas. Nada más mencionar la apertura de la segunda temporada de la serie Mad Men, en la que Don Draper leía Meditaciones en una emergencia, de O’Hara.
Buenos Aires también participa de este redescubrimiento. Luego de la publicación, hace pocos años, de Una ciudad blanca, poemas escogidos de James Schuyler –traducidos por Laura Wittner, y editados por el sello Gog y Magog– llega esta antología por parte de Huesos de Jibia. Una interesante selección de poemas –bilingües– que recorren distintos libros de O’Hara, acompañados por una introducción y notas del traductor, crítico y especialista en literatura norteamericana Rolando Costa Picazo. La edición es cuidada y la traducción es buena: nada de “poetizar” en español lo que fue directo y llano en su inglés original. Por otro lado, subraya esa necesidad imperiosa de traducciones de poesía hechas en el Río de la Plata, que permitan una lectura más acorde con nuestro oído. Leyendo estos poemas, realmente se logra penetrar en la propuesta poética de O’Hara y su particular uso del lenguaje; se activan esos resonadores que permanecen dormidos al leer esas traducciones al español ibérico llenas de jerga. Las notas además suman contexto, clave para la comprensión de los poemas de este autor que goza escribiendo en la coyuntura, en la abundancia de detalles inmediatos, cotidianos y pop. Una cita del libro Me acuerdo de Joe Brainard, parte del círculo íntimo: “Me acuerdo de la primera vez que vi a Frank O’Hara. Bajaba por la Segunda Avenida. Aunque era una fría tarde de principios de primavera, sólo llevaba una camiseta blanca arremangada hasta los hombros. Y vaqueros. Y mocasines. Me acuerdo de que me pareció de lo más mariquita. Muy teatrero. Decadente. Me acuerdo de que me gustó al instante”.
Frank O’Hara nació en 1926 en Baltimore. Sirvió en la campaña del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial y en Japón como técnico en un destructor. Estudió en Harvard, gracias a los fondos otorgados a los veteranos de guerra. Allí conoció, entre otros, a John Ashbery y comenzó a publicar poemas en el Harvard Advocate. Aunque se licenciaba en música, asistía poco a clase y escribía compulsivamente. La música contemporánea fue su primer amor, pero cambió su licenciatura y recibió el grado en inglés en 1950 y al año siguiente en literatura inglesa por la Universidad de Michigan. En otoño se mudó a Nueva York y ya nunca se movió de ahí. Empezó a trabajar como profesor de literatura, crítico de arte en Art News, y en 1960 se convirtió en curador de pintura y escultura en el MoMA.
El mejor predicado posible para aplicar a los textos de O’Hara es “poesía de la experiencia”. Son famosos sus Lunch poems, que escribía en su hora del almuerzo cuando salía del museo. Un poema por día registrando su paso por esa ciudad increíble. Junto con Kenneth Koch, preferían una poesía de la espontaneidad y la alegría frente a la que llamaban “poesía exigente”, caracterizada por la cautela y la revisión. Hay algo muy vivo en esa escritura que descree de la corrección –en todos los sentidos que este término tiene–. Como parte de un circuito ligado al expresionismo abstracto y action painting, no ha faltado el crítico que ha querido relacionar su estilo con esos movimientos. Así como Pollock valoraba el gesto del artista como obra, estos escritores consideraban la poesía como un proceso a veces simultáneo con la composición del poema, que se desarrolla mientras se escribe. Un efecto de improvisación.
O’Hara tiene grandes frases en sus poemas, golpes de ingenio, hallazgos agudos, bellos, instantáneos: “tú no eres un mito a menos que yo opte por hablar”; “el arte no es un diccionario”; “la iglesia católica en el mejor de los casos es una introducción ultrasolemne al entretenimiento cósmico”; “soy el menos difícil de los hombres, todo lo que quiero es amor ilimitado”. No es raro tampoco que en sus textos se filtren versos decididamente surrealistas, con imágenes extravagantes de objetos y otras apariciones más de corte simbolista. También abundan los nombres propios y las referencias a personas, lugares y cosas cercanas. Hay poemas de adiós a Billie Holliday, a James Dean, poemas de entusiasmo con la industria del cine, otros donde aparecen sus “fantasías rusas”, que mezclaban fanatismo por zares a la vez que por poetas como Maiacovsky; y muchísimos poemas a amores perdidos.
Recorre los textos una sensibilidad camp, paródica, divertida. Ningún drama es verdaderamente dramático. Su enfoque literario es leve, como puede apreciarse en Personismo, la suerte de manifiesto o antimanifiesto personal que escribió mientras almorzaba con su amigo LeRoi Jones.
Murió a los cuarenta años, a causa de un accidente en la playa de Fire Island, en 1966. Ashbery fue uno de los tantos que quisieron resguardar su obra frente a los usos políticos más instrumentales que pudieran hacerse. Y definió así su obra y legado: “Su poesía no tiene un programa, y por eso no es posible adscribirse: no aboga por el sexo y la droga como panacea del malestar de la sociedad moderna; no ataca la guerra de Vietnam ni defiende los derechos civiles; no pinta viñetas de la era post atómica: en pocas palabras, no ataca al establishment. Simplemente ignora su derecho de existir, y por lo tanto se convierte en una fuente de irritación para cualquier partidario de cualquier movimiento”.
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