Por estos días se concreta una avalancha de libros y recordatorios de la Primera Guerra Mundial. En este contexto, una breve pieza de Ernst Jünger, El teniente Sturm, recrea los días de parálisis en las trincheras entre combate y combate, pero permite acceder, además, a unas primeras reflexiones sobre esa guerra, su comparación con las anteriores, el rol de la tecnología y los desplazamientos de masas que tuvieron lugar entre 1914 y 1918 en Europa.
› Por Claudio Zeiger
Por estos días abundan los recordatorios del inicio de la Primera Guerra Mundial, y parte de estos recordatorios están inscriptos en libros que vienen llegando a librerías desde por lo menos el mes de abril. Ahora, entre julio y agosto, se condensan las fechas más significativas –del atentado de Sarajevo a las declaraciones de guerra que ya no tuvieron marcha atrás– de la gran conflagración. Monumentales historias como 1914 de Max Hastings (un fresco entre histórico y periodístico, casi una película con desplazamientos de masas) o 1914-1918 de David Stevenson (muy recomendable para tener una visión más macro del choque de las potencias colonialistas del siglo XX) pueden convivir con clásicos literarios como Adiós a las armas (Hemingway) o Sin novedad en el frente (Remarque) o un libro de reciente factura como 1914, el ejercicio formal un tanto decepcionante de Jean Echenoz. De todas estas ofertas, y sobre todo después de darse a conocer sus diarios de guerra (publicados en idioma alemán en 2010), un libro breve y al sesgo de su clásico Tempestades de acero, El teniente Sturm, de Ernst Jünger, podría pasar desapercibido o más bien ocupar el casillero de una rareza, entre la exquisitez morbosa y el capricho; se trata, en rigor, de una refinada historia acerca de unos soldados bohemios y nocturnales que, en la trinchera, mantienen el clima decadente de los “centros urbanos” alemanes de antes de la guerra, con estudiantes, artistas y aspirantes a escritores que, como el propio Jünger, vieron en el ímpetu bélico un vitalismo que se encarnaba romántica y ahistóricamente en una contienda que excedía el patriotismo o los nacionalismos que se irían exacerbando y replicando en los distintos países. Y la riqueza de esta breve novela que incluye cuentos escritos por el propio teniente (donde se describen precisamente a estos tipos de bohemios e intelectuales vitalistas de cervecería) reside en que, más allá de devaneos decadentistas, contienen algunas observaciones sobre la Gran Guerra tan demoledoras como complejas, que hoy sirven, como otros libros, para tratar de entender qué fue lo que pasó y por qué se dio en semejante escala.
Es evidente que la Primera Guerra Mundial no fue un capricho ininteligible, resultado del delirio colectivo o la borrachera de Europa, pero no menos cierto es que sin poder acceder al universo intelectual, político y cultural de época, se vuelve imposible, al menos, intentar una explicación estructural de semejante masacre. Y desde luego, siempre se llegará a un punto ciego de comprensión, más allá de lo que los seres humanos de entonces pudieron llegar a deducir de unas fuerzas desencadenadas por sus gobiernos, sus ejércitos y las opiniones públicas que pasaron del aplauso al repudio en unos años.
Bajo el ropaje de una ficción leve, pero alejado de la precisión descriptiva de batallas famosas en las que le tocó participar, Jünger se focalizó aquí en una prosa reflexiva sobre el sentido de la guerra, esta guerra en particular. Puede tener el tono que unos pocos años después encontraremos en El lobo estepario, de Hermann Hesse, aunque sus posiciones frente a la guerra, sin ser extremas, diferían. Hesse era un pacifista convencido que inclusive debió emigrar por su posición; Jünger era muy joven en 1914 y fue a la guerra como voluntario, como casi todos los jóvenes que lo rodeaban, y empezó a convertirse en el Jünger futuro en esos cuatro, cinco años cruciales en los que el mundo cambió. La visión del teniente Sturm y sus dos espirituosos compañeros de trinchera parece distante, de entomólogos (recuerda también la dedicación de Jünger al reino animal como estudiante de zoología). Pero el análisis de lo que está pasando tiene un hondo calado.
“En ese choque ya no cuentan, como en tiempos de las armas blancas, las facultades del individuo sino las de los grandes organismos. La producción, el nivel técnico y químico, la instrucción pública y las redes ferroviarias: ésas son las fuerzas que, invisibles tras la humareda de la batalla con material moderno, se enfrentan una a otra”, puede leerse en El teniente Sturm. “La extensión y mortal soledad del campo de batalla, la acción a distancia de máquinas de acero y el traslado de todos los movimientos a la noche ponían una rígida máscara de titán sobre todo el acontecer. Se mataban unos a otros sin verse; se recibía un impacto sin saber de dónde venía. El resultado venía a quedar reducido a una cuestión de números: quien podía cubrir un número determinado de metros cuadrados con la mayor cantidad de proyectiles, se hacía con la victoria.” Y también: “La batalla era un brutal encuentro de masas, una lucha sangrienta de producción y de material. Por eso los combatientes, ese personal subterráneo encargado de manejar máquinas asesinas, a menudo no tenían conciencia durante semanas de que allí se luchaba contra seres humanos”. Este tipo de expresiones no eran solamente un resultado del contacto directo, testimonial, con los frentes de batalla, sino una muy temprana conceptualización sobre las raíces estructurales de la guerra que en décadas siguientes serían comunes entre historiadores y analistas. Más adelante, la batalla estancada en las trincheras, que permitía disquisiciones entre volutas de humo y botellas de vino, recomenzará con su ciega impavidez; la máquina teórica se pondrá en práctica y el teniente y sus camaradas diletantes irán hacia su destino, tan simple y sangriento como el de millones en esos años.
Jünger, el joven soldado, sobrevivió y se convirtió en uno de los grandes testigos del siglo. No nos enteramos si el teniente Sturm siguió ese mismo destino, si al final fue sólo herido o muerto. El tema de Jünger no siempre fue la experiencia de las guerras, pero sus marcas fueron permanentes como la del viento en los acantilados. Este breve texto un tanto lateral retrotrae a ese clima que hoy, a cien años, se revive en tantas lecturas que producen la sensación del horror en cámara lenta, del espanto filtrado en imágenes frías, duras, de mármol y cristal.
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