Retratos Rainer Maria Rilke nació en Praga y vivió una vida de medio siglo atado a los avatares de la poesía, el arte y los grandes desplazamientos geopolíticos de comienzos del siglo XX. Amó la humildad del pueblo ruso, a Tolstoi y a Lou Andreas Salomé. Por un encargo, conoció al grupo de pintores de Worpswede, en Sajonia, a quienes dedicaría un libro y con quienes conocería los más profundos secretos de la naturaleza, la pasión y el matrimonio.
› Por Guillermo Saccomanno
Nacido en Praga en 1875, hijo de un oficial ferroviario y una aristócrata venida a menos, la infancia y juventud de Rainer Maria Rilke fueron una crucifixión. Bautizado René (“renacido”, en francés), la madre le estampó el mismo nombre de una hermanita muerta unos años antes. Hasta los cinco, la madre lo vistió de nena. Su padre le impuso la carrera militar. Pero debió abandonarla por su salud endeble. Como Kafka, al dedicarse a la escritura, adoptó la lengua de Heine. Después de unos primeros versos afectados, Rilke encontró su propia voz recién entre 1899 y 1900, al enamorarse de Lou Andreas Salomé, la escritora petersburguesa, amante simultánea de Paul Ree y Friedrich Nietszche y mucho después paciente de Freud. Fue Lou, quince años mayor que él, quien lo alentó a dejar atrás el René y adoptar el Rainer. “La vida humana –qué digo, la vida en general– es poesía –escribía Lou–. Sin darnos cuenta la vivimos, día a día. Pero, en su inviolable totalidad, es ella la que nos vive, la que nos inventa.” Juntos viajaron a Rusia. A Rilke lo conmovieron la humildad y el sentimiento cristiano del pueblo. “Pues pobreza es fulgor, muy grande, desde adentro”, escribió. La pareja no podía no visitar a Tolstoi en su dacha de Yasnaya Poliana.
Y el encuentro con Tolstoi fue inspirador para Rilke. Por entonces el conde Tolstoi había renegado de la literatura juzgándola síntoma de vanidad. Sólo le preocupaban la creación de libros de lectura y cuentos infantiles. Considerando la Iglesia y el Estado como causas de la desgracia rusa y no sólo, empezó a escribir ensayos como Confesión, ¿En qué consiste mi fe?, Crítica a la teología dogmática y El reino de Dios está en vosotros. Tolstoi atacaba con argumentos poderosos el uso de la violencia convocando, a lo Thoreau, a la desobediencia civil. Además desacreditaba los milagros bíblicos y reivindicaba los evangelios y las enseñanzas de Jesús. El “ojo por ojo, diente por diente”, escribió, debía ser reemplazado por el “poner la otra mejilla”. Con su crítica disparaba contra el poder eclesiástico que bendecía ejércitos. Lo que Tolstoi propugnaba no era una doctrina mística sino una nueva concepción existencial. Su pacifismo inspiraría la correspondencia con Mahatma Gandhi. De esa época data El libro de las horas, donde Rilke consigue, con un enfoque existencialista, una mediatización del sentimiento amoroso. En su poema “Hora grave” dice: “Quien llora ahora en cualquier parte del mundo,/ sin motivo llora en el mundo, llora por mí./ Quien ríe ahora en cualquier parte de la noche,/ sin motivo ríe en la noche,/ ríe de mí./ Quien va ahora a cualquier parte del mundo/ sin motivo va por el mundo,/ y va hacia mí./ Quien muere en cualquier parte del mundo,/ sin motivo muere en el mundo,/ me mira a mí”. Si Dios es amor y el amor, como lo había pensado Kierkegaard, debe manifestarse en actos, para el poeta, el acto sagrado por excelencia es la escritura, su razón de ser. Es decir, un modo de dar/ se.
En consecuencia, humanizando la idea de la divinidad y la del amor, Rilke escribe un poema en el que, en su búsqueda, Dios puede leerse como mujer: “Apágame los ojos: puedo verte;/ ciérrame los oídos: puedo oírte;/ y aún sin pies puedo andar en busca tuya,/ sin boca, puedo conjurarte./ Ampútame los brazos, y te agarro,/ como con una mano, con el corazón mío; detén mi corazón, y latirá el cerebro;/ y si lo arrojas el fuego/ en mi cerebro,/ te llevaré sobre mi sangre”.
¿Por qué no, en la materialidad, Dios no puede devenir y concretarse en Lou? Pero la relación con Lou durará menos que su fe en Dios. En 1920 tiene cuarenta y cinco años y, además de haber cortado con Lou, está en la ruina. Hasta ahora ha vivido a expensas de su tío Jaroslav. Pero al fallecer el tío, las primas le cortan los víveres. Es cierto que acorde con el destino de poeta que se había fijado, Rilke estaba acostumbrado a vivir de amigos y mecenas. (“Elegías a Duino”, su célebre poemario, lo escribiría años más tarde en el castillo de los príncipes del lugar.) Vuelto de Rusia y separado de Lou, su vida, sin un ingreso económico y sin amor, tambalea. Tiene suerte: una editorial le encarga un ensayo sobre Worpswede, localidad de la Baja Sajonia, a 24 kilómetros de Bremen, donde un grupo de pintores se ha embriagado con la naturaleza y renunciado a los cánones académicos. El paisaje lo seduce recordándole un escrito del pintor inglés Constable: “El mundo es vasto. No hay dos días iguales. Ni siquiera dos horas. Ni tampoco ha habido desde la creación del mundo dos hojas de árboles que fueran iguales entre sí. La persona que alcanza este conocimiento empieza una nueva vida. Nada queda tras ella, todo ante ella”. Rilke quiere encarar esa nueva vida, arrancar de cero, y no tarda en advertir que está experimentando las mismas sensaciones que los artistas de Worpswede: al dirigirse a la naturaleza, al buscarla, se buscan a sí mismos. Entre los fundadores del grupo se encuentran Fritz Mackensen, Otto Modersohn y Hans van Ende. Los jóvenes son Fritz Ovrbeck y Heinrich Vogeler. Sobre todos y cada uno de ellos escribirá Rilke una monografía que titula con el nombre del lugar. Aquello que lo atrae en el “pueblo del pantano”, como llama a Worpswede, tiene su peligro. Deshauciado afectivamente, Rilke se hace amigo de dos jóvenes de la colonia: la pintora Paula Becker y la escultora Clara Westhoff. Entre Paula y Clara había nacido años atrás una atracción fuerte en París. Más tarde las amigas volvieron a Worpswede y pasaron juntas un verano. El verano en que pasó todo. A Rilke le gusta Paula, pero cuando se entera de que se comprometerá con Otto Modersohn, impulsivo, le propone matrimonio a Clara. Se casan, alquilan una casa de campo, tienen una hija y se separan poco tiempo después. En tanto, en su matrimonio con Otto Modernsohn, Paula muere de una hemorragia al dar a luz. Rilke se marcha a París. Su relación con Clara se vuelve amistad, aunque no tan cómplice y confidente como la que preservará siempre con Lou. En los años en que se desplegaban estas liasons dangereuses, Rilke escribió: “Deja que te suceda lo bello y lo terrible./ Sólo hay que andar: ningún sentimiento es remoto”.
El cruce de pasiones dispone de secretos. Como suele ocurrir, la literatura da más cuenta de la realidad que los intentos historicistas y biográficos. De la tragedia da cuenta la norteamericana Adrienne Rich en un poema que se finge una carta de Paula a Clara: “El matrimonio es más solitario que la soledad./ ¿Sabés? Soñé que moría dando a luz. No podía ni pintar ni hablar, ni siquiera moverme./ Mi hijo –creo– me sobrevivió. Lo curioso/ en mi sueño fue que Rainer había compuesto mi réquiem/ –un extenso, hermoso poema donde me llamaba amiga–./ Fuiste vos mi amiga. (...)/ Porque somos mujeres,/ no escatimes nada. El fundamento/ de nuestra fortaleza, Clara, descansa aún/ en nuestras antiguas conversaciones:/ como la vida y la muerte se estrechan las manos/ la lucha por la verdad, nuestra vieja promesa/ de no sentirnos culpables”.
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