Pocos territorios en el mundo han podido desatar la fiebre de la imaginación, la sed y la audacia de los aventureros y la ambición de los conquistadores como la Tierra del Fuego. Espacio mítico, ideal para trazar los límites de la razón occidental, es el motivo de un libro del uruguayo Guillermo Giucci, donde investigación y aventura se combinan en armonía.
› Por Fernando Bogado
Límites. La historia occidental está repleta de límites. Motivo de guerras, justificación de matanzas pero, también, emanación de un interés racional por ordenar el mundo conocido y principal alimento de más de un deseo de aventuras. Los límites pliegan los relatos que nos llegan del pasado además de determinar nuestra vida cotidiana. Basta con recordar que el mito fundacional de Roma, que tenía como protagonistas a los hermanos Rómulo y Remo, cierra con el asesinato del segundo por parte del primero por no respetar los límites de la futura ciudad. Pero, claro, por más que tengan un origen mítico, hay un conjunto de hechos poco ficcionales (o mejor, mezclados, imbricados en esas ficciones) perfectamente rastreable en cada uno de esos relatos. Y el libro de Guillermo Giucci, Tierra del Fuego: la creación del fin del mundo, no hace otra cosa que recuperar ambas vertientes, la aventurera y la de la investigación dura, la ficcional y la compuesta por hechos, para entender la creación del más supremo límite: el del mundo conocido.
Partamos de los datos duros, entonces. El descubrimiento del territorio que luego se llamaría “Tierra del Fuego” está estrechamente vinculado con el desarrollo del poderío marítimo del Imperio Español y de su disputa con los portugueses por el control de las rutas comerciales con Oriente. El objetivo era claro: encontrar nuevas rutas marítimas que pudieran permitir un mayor flujo de bienes entre la naciente España y las llamadas islas Molucas (el archipiélago de Indonesia). Esta disputa había disparado las más diversas aventuras por parte de varios navegantes, quienes se lanzaron a lo desconocido para encontrar una ruta interoceánica que pudiera llevarlos desde el Atlántico hasta el Mar del Sur (el Océano Pacífico) y de allí a Oriente para obtener en las Molucas un conjunto de preciadas especies: canela, pimienta, nuez moscada, clavo de olor. El marino Fernando de Magallanes, se sabe, era uno de esos ambiciosos aventureros.
Luego de negociar con la corona española, Magallanes partió el 20 de septiembre de 1519 con la clara orden de no realizar un viaje de conquista sino, estrictamente, de encontrar el supuesto pasaje, cosa que haría el 21 de octubre de 1520 al arribar a la boca del llamado en ese momento “canal de Todos los Santos”, nombre que luego de varios topónimos sería cambiado por el de su apellido. Será en el descubrimiento del pasaje donde, en una especie de historia que ya parece relato infantil por lo conocida y mítica, la futura provincia argentina recibiría su nombre tras avistarse, desde la distancia, la presencia de un conjunto de fogatas que brillaban en plena noche, a babor. Claro que hay revisiones del mito: el historiador chileno Mateo Martinic señala que la primera denominación del territorio aparece en 1529, en un mapa realizado por Diego Ribero, cosmógrafo portugués que, como Magallanes, trabajaba para la corona enemiga. Sea de una manera u otra, ese terreno indómito, oscuro, ya recibiría el nombre por el cual es conocido en la actualidad: había nacido la “Tierra del Fuego”.
A partir de ese descubrimiento más ligado a la casualidad que a otra cosa, la historia del misterioso territorio estaría dotada de su cuota de abandono y extrañeza hasta casi finales del siglo XVI, cuando Francis Drake repite la hazaña de Magallanes y se convierte en el segundo hombre en cruzar todo el orbe conocido hasta el momento, pasando por el famoso estrecho. Frente al temor de que los ingleses –y, también, holandeses y franceses– reclamen el territorio apenas asumido por la corona española, Pedro Sarmiento de Gamboa, enviado por el virrey del Perú, realiza en 1579 un viaje que sigue la misma ruta de Magallanes y Drake pero ahora con la misión de tomar nota de todo lo existente, planificar la construcción de fortalezas y, de paso, llevarse un par de indios para convertirlos en futuros intérpretes. De a poco, una tierra inhóspita por sus peligros naturales (los fuertes vientos y la intempestiva marea) y humanos (el hecho de que la rondaran piratas ingleses con permiso de la corona para saquear los navíos españoles) se empieza a convertir en un espacio en donde desplegar el control y extraer beneficios.
Tierra del Fuego pasó a ser, a lo largo de los siglos, un espacio que no sólo resume la historia del “descubrimiento” (con todo lo peligroso del término), conquista y explotación del suelo americano por parte del mundo europeo, sino también el resultado de los esfuerzos por pensar e imaginar el nuevo mundo que se iba abriendo con cada mapa terminado, con cada viaje de exploración. Por ejemplo, la idea del siglo XVIII del “buen salvaje” rousseauniano se transformaba en una falacia pergeñada por gente que ni se mueve de su escritorio ni enfrentaba con los habitantes originarios de este indómito espacio. Al menos, así lo pensaba el francés Louis-Antoine de Bougainville, responsable de una misión marítima que, entre otras cosas, analizaba posibles beneficios del control francés en estas latitudes. Bougainville consideraba a los alacaluf “huéspedes repugnantes e incómodos” y, según él, nada tenían que ver con el salvaje imaginado por la civilización.
Guillermo Giucci, nacido en Montevideo en 1954, doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Stanford y docente en la Universidad del Estado de Río de Janeiro, logra en este libro un trabajo que va reconstruyendo los datos duros, de manual, referentes al progresivo descubrimiento de esta curiosa porción de tierra con los cruces con diferentes formas ficcionales que van del engrandecimiento a veces injustificado de las travesías de los marinos (cargadas de una épica que oculta las enfermedades, el hambre y el trato cotidiano con la muerte que implicaba la aventura americana) hasta el uso del territorio como tema literario o inclusive cinematográfico, pasando de El faro del fin del mundo de Julio Verne (novela póstuma publicada en 1905) a la homónima adaptación hollywoodense, hasta llegar a Wong Kar-Wai y su filme Felices juntos (1997), que, circunstancialmente, tiene también como escenario ese faro más producto de la imaginación europeizante del término del mundo conocido antes que factura de la real construcción de una herramienta de navegación. El procedimiento de Giucci es casi filológico, genealógico: parte del nombre de una región conocida para entender el porqué del título y de ahí leer en el mapa de Tierra del Fuego no las características de un territorio, sino el despliegue de la imaginación y la razón europea sobre el espacio americano. Casi parece un trabajo psicoanalítico: qué mejor lugar para estudiar los límites de la razón europea, de la razón de conquista, que en sus bordes, en esos límites dibujados siglos atrás sobre lo que es, sin lugar a dudas, el mapa y el territorio de un deseo.
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